Una democracia no es automáticamente moral. En realidad, no podemos mitificar la democracia, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad
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En el campo social se ha ido afirmando, por una parte, un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico.
La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide en el voto de la mayoría parlamentaria.
Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales de la persona se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales.
La vida social se está adentrando, por otra parte, en las arenas movedizas del relativismo, en el que todo se puede llegar a pactar, todo es negociable; incluso el primero de los derechos fundamentales; el de la vida.
Este relativismo es la raíz común de las tendencias que caracterizan muchos aspectos de la cultura contemporánea. Algunos llegan incluso a defender que ésta es la condición necesaria de la democracia, ya que sólo esto garantiza la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevan al autoritarismo y a la intolerancia.
Sin embargo, grandes filósofos liberales y demócratas del siglo XX, como Bertrand Russell o Karl Popper, defienden que la democracia solamente se sostiene sobre un trasfondo de valores éticos que no pueden, en ningún caso, ponerse en entredicho.
Identificar estos valores, transmitirlos en las instituciones educativas, garantizar que penetren en el cuerpo social y en el imaginario colectivo es fundamental para el pleno desarrollo y el mantenimiento del sistema democrático.
El respeto a la vida, a la equidad; el derecho a la libertad, a la protección de la integridad física y moral, a la preservación de la familia como bien social, el derecho a la educación, a la salud, al trabajo son derechos que emanan de valores que están en la raíz del sistema democrático.
No deja de resultar sorprendente y paradójico que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza son considerados como poco fiables desde el punto de vista democrático, porque no sostienen que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos.
En realidad, no podemos mitificar la democracia, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad.
La democracia es un instrumento y no un fin. Su carácter moral no es automático. Su valor se mantiene o cae según los valores que encarna y promueve; y en la base de esos valores no pueden estar provisionales y volubles mayorías de opinión, sino sólo el reconocimiento objetivo de unos cimientos morales.
Si en la democracia no existen verdades y principios últimos que guíen y orienten la acción política, las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. De este modo, la democracia se precipita por la pendiente que lleva al totalitarismo.