Resuenan todavía en mis oídos las palabras doloridas de Juan Pablo II en marzo de 2003, la guerra nunca, la guerra nunca, tratando de disuadir de la invasión al 'establishment' norteamericano
Gaceta de los Negocios
Un reciente viaje a los EEUU me ha hecho tener de nuevo presente lo que es un país en guerra. Desde las oraciones por los soldados en las iglesias hasta la abundante presencia de militares en los aeropuertos que regresan después de las vacaciones de Navidad a sus destinos en Irak o Afganistán, pasando por la información diaria de los acontecimientos bélicos en los medios de comunicación.
Al ver todo esto venía de nuevo a mi memoria cómo la errónea información sobre las armas de destrucción masiva que supuestamente tenía Irak y la falta de lucidez del presidente Bush y sus asesores llevaron a este gran país a una guerra que tantos miles de muertos ha causado ya.
Resuenan todavía en mis oídos las palabras doloridas de Juan Pablo II en marzo de 2003: la guerra nunca, la guerra nunca, tratando de disuadir de la invasión al establishment norteamericano.
La guerra de Irak expresa bien el carácter irracional de las guerras. Resulta del todo sorprendente que el país más poderoso del mundo, con los mayores recursos y la mejor información, pueda comprometerse en una acción bélica que todos los expertos europeos aseguraron de antemano que no se podía ganar. Mejor dicho, todos dijeron que era obvio que podía ganarse la guerra, que era posible eliminar a Hussein, pero lo que no era posible era ganar la paz, tal como hemos visto confirmarse lastimosamente en los últimos casi cinco años.
Es preciso repensar de nuevo la guerra para advertir que nunca es lícita, salvo en caso de legítima defensa contra la agresión injusta. Nada puede justificar una guerra preventiva. Impresiona leer a Jack Fuchs en sus Dilemas de la memoria. La vida después de Auschwitz: Lo que en general no se lee, quizá porque sea mucho más escandaloso admitirlo, es que de fondo no se trata del petróleo, ni del dominio político militar, sino de la necesidad humana de matar. Nadie interroga frontalmente, a estas alturas, la frecuencia con que entre los hombres se hace presente una fuerza que los conduce al crimen masivo de la guerra. Es difícil aceptar que los hombres quieran matar por matar. La lucha por los bienes, los conflictos territoriales, la anexión y las ideologías son construcciones, excusas que en la superficie ocultan el sentido primario de la guerra: dar una forma lógica y racional a una voluntad oscura e inconfesable. Matar por matar es el mal radical. (...) La guerra habla siempre de un nihilismo extremo, se mata por nada, se mata por el beneficio y el goce de matar. No hay ningún otro secreto, la guerra no soluciona nada, después todo vuelve a su lugar hasta que llega el momento de volver a empezarla.
Son fuertes estas palabras de un superviviente de Auschwitz y hay en ellas una verdad profunda sobre el cainismo del género humano. Hace cuatro años, el antiguo secretario de defensa en las administraciones Kennedy y Johnson, Robert McNamara, decía en una conferencia en Berkeley: Los seres humanos hemos matado a 160 millones de otros seres humanos en el siglo XX. ¿Es esto lo que queremos para este nuevo siglo?.
Me parece que conviene pensar que una tercera guerra mundial es posible. Hay síntomas inquietantes tanto en Rusia como en el convulso mundo islámico de que no todos los gobernantes quieren la paz y, por supuesto, tampoco tiene ningún interés en ella todo el poderoso entramado industrial del armamento.
El terrorismo es una forma nueva de la guerra que ha cobrado una enorme fuerza en las últimas décadas. En un mundo globalizado como el nuestro parece más difícil una nueva guerra mundial, pero no es imposible. Por eso hay que poner todos los medios para terminar las guerras locales que son el germen de conflagraciones de mayor alcance y todas las formas de terrorismo. La guerra es siempre un mal terrible y evitarla está en cierto sentido en las manos y, sobre todo, en el corazón de cada uno.