La gran batalla de nuestro tiempo, el frente donde se dirime la supervivencia de nuestra humanidad, se llama aborto; y es ahí donde debemos exponernos quienes deseamos nadar a contracorriente
ABC
Nos enseña Chesterton que sólo quienes nadan a contracorriente saben que están vivos; tal vez dejarse llevar por la corriente sea más plácido y descansado, pero uno corre el riesgo de convertirse en sustancia inerte sin siquiera advertirlo.
Las grandes batallas del pensamiento, los avances que han ensanchado el horizonte humano, siempre se han librado a contracorriente; y, por ello mismo, han causado multitud de bajas y defecciones entre sus defensores. Pero hay causas a las que merece la pena entregarse contrariando el espíritu de los tiempos, sabiendo que en nuestro afán cosecharemos indiferencia, desdén o franca animadversión; pues, si renunciáramos a hacerlo, simplemente dejaríamos de ser humanos.
La gran batalla de nuestro tiempo, el frente donde se dirime la supervivencia de nuestra humanidad, se llama aborto; y es ahí donde debemos exponernos quienes deseamos nadar a contracorriente.
Declararse sin ambages contrario al aborto constituye en nuestra época una suerte de oprobio social: al antiabortista se le moteja de ultraconservador, de integrista religioso y no sé cuántas sandeces más. Se trata de una caracterización rocambolesca que, sin embargo, ha adquirido carta de naturaleza en el Matrix progre.
Nunca he entendido cómo alguien que se proclama «progresista» pueda defender el aborto; se supone que quienes postulan el progreso del hombre deberían por ello mismo declararse obstinados defensores de la vida. La protección de la vida constituye algo más que un derecho esencial e inviolable del hombre, puesto que sin reconocimiento de la vida el Derecho mismo carecería de sentido.
La vida genera Derecho, es el manantial del que el Derecho mismo nace. Una sociedad que no respeta la vida es una sociedad sin Derecho. La protección de la vida nos impone la execración de la pena de muerte, despierta nuestra conciencia social, alimenta nuestros deseos de paz y concordia: la vida nos reclama, la vida nos interpela, la vida nos exige su constante e intransigente vindicación, frente a quienes pretenden convertirla en un bien supeditado a otros intereses.
La misión de un auténtico defensor del progreso humano consiste en defender la vida frente a la muerte y en luchar para que la vida de los indefensos mejore, hasta alcanzar las cotas de dignidad que su condición humana exige. ¿Acaso existe vida más indefensa e inerme que la vida gestante? ¿Cómo se puede rechazar la pena de muerte y al mismo tiempo aceptar el aborto? ¿Cómo se puede sentir un impulso de piedad hacia quienes sufren hambre o persecución o cualquier tipo de abuso si no nos apiadamos antes de esas vidas a las que arrebatamos su destino?
Toda defensa del hombre que no se sostenga sobre la condena del aborto es una casa erigida sobre cimientos de arena. Tal vez nos sirva para mantener en pie el tinglado de la farsa y fingir que seguimos siendo humanos; pero, sin saberlo, ya nos hemos convertido en sustancia inerte que la corriente arrastra.
Sólo en una sociedad de hombres inertes podría aceptarse un crimen de esta magnitud. Y aquí convendría especificar que tan culpables son quienes lo perpetran o defienden como quienes con su silencio o indiferencia lo amparan. El crimen del aborto arroja ante nuestros ojos la pesadilla de una sociedad caníbal, saturnal, que devora a sus propios hijos, entregada a una orgía de muerte.
No puede haber orden social justo allá donde la vida no es protegida obstinadamente; no puede ni siquiera haber orden humano, porque sólo somos hombres cuando combatimos la muerte, cuando hacemos de la vida nuestro más denodado afán, nuestra vocación primera e incondicional.
Esta es la gran batalla de nuestro tiempo: una batalla que nuestro tiempo no desea librar por cobardía, por comodidad, por orfandad de convicciones morales; pero acaso por ello mismo la batalla más hermosa e irrenunciable. Una batalla a la que debemos entregarnos como quien nada a contracorriente, sabiendo que tal vez nos agotemos en un braceo extenuador, sabiendo que tal vez no alcancemos la orilla.
Pero otros tomarán nuestro relevo. Y, mientras dure la batalla, al menos sabremos que estamos vivos, irradiando vida en un mundo acechado por la muerte.