Reflexiones surgidas de una lectura de la encíclica Spe Salvi, segunda de su pontificado, que Benedicto XVI publicó el pasado 30 de noviembre y que está dedicada a la esperanza cristiana
La Vanguardia
Las reflexiones que vienen a continuación han surgido de una lectura de la encíclica -carta solemne dirigida a los católicos del mundo- que el Papa publicó el viernes sobre la esperanza cristiana.
Quiero pensar que la inmensa mayoría de ciudadanos deseamos el progreso en todos los ámbitos: respecto a uno mismo, a las personas queridas y también a la sociedad de la que formamos parte.
En términos colectivos, buena parte de la discusión reside en qué entendemos por progreso unos y otros, qué medidas pueden ser más beneficiosas o más perjudiciales para nuestro colectivo porvenir. No es mi intención terciar en estos debates públicos: me interesa, más bien, el hilo conductor que subyace en estos debates. Buscamos el progreso: en esto, pienso, estamos todos de acuerdo. Ahora bien: ¿nos hemos preguntado detenidamente cuál es nuestro destino? En ocasiones, la vertiginosa carrera científica y tecnológica hace que la atención se centre quizás demasiado en los instrumentos que deben protagonizar el desarrollo social, orillando ese otro factor que seguramente es difícil de verbalizar y concretar, pero sin lugar a dudas más decisivo. Me refiero al qué de la pregunta inicial de estas líneas: al sentido último hacia donde orientar este progreso.
Esta reflexión urgente en el plano colectivo- es imprescindible en el plano personal. Vamos, gran parte de las personas, moviéndonos de aquí para allá, con mil asuntos en la cabeza muchos urgentes e irrenunciables- y una serie de deberes familiares, profesionales y de otra índole a los que responder. Vivimos con el tiempo justo, avanzamos esperando acaso que con la consecución de determinados objetivos lograremos una tranquilidad o una satisfacción que compensarán todo el esfuerzo invertido. Sin embargo, ocurre con frecuencia que cuando uno ha alcanzado esas metas que se había propuesto, paradójicamente, cae en la cuenta que la satisfacción por el éxito dura poco y necesita plantearse algo más. Y si prosigue esta subida en espiral hacia nuevas esperanzas descubrirá que el simple progreso no garantiza, per se, un resultado satisfactorio.
Así, tanto personalmente como en el conjunto de la sociedad, se nos plantea una pregunta decisiva: ¿hay que poner todas nuestras esperanzas en el progreso?. Podríamos de hecho preguntarnos si es correcto identificar sin más la esperanza con la fe en el progreso: pensar que el progreso material mejorará necesariamente el presente. El progreso sería entonces como algo quasi divino, un mundo feliz en la tierra que tarde o temprano acabará por imponerse. ¿Cabe esperar que el progreso, sin más adjetivos, mejore nuestro bienestar?
Una pregunta sobre la que reflexiona Benedicto XVI, en la citada encíclica que en latín se denomina Spe Salvi. El título de se inspira en el versículo 24 del capítulo octavo de la carta de San Pablo a los Romanos: Porque hemos sido salvados por la esperanza. El Papa, aquí, sale al paso de esta equiparación entre progreso y esperanza: La ambigüedad del progreso resulta evidente. Indudablemente, ofrece nuevas posibilidades para el bien, pero también abre posibilidades abismales para el mal, posibilidades que antes no existían. Todos nosotros hemos sido testigos de cómo el progreso, en manos equivocadas, puede convertirse, y se ha convertido de hecho, en un progreso terrible en el mal (n. 22).
Por eso, no parece temerario concluir que centrar las esperanzas sólo en el progreso material lleva, a la larga o a la corta, a la insatisfacción. Conviene velar también por otro tipo de progreso, que expresa con estas palabras: si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior, no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo (n. 22).
El progreso técnico, material, parece imparable. En cambio, en el ámbito de la decisión moral, no existe una posibilidad de incremento similar, por el hecho que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones (n. 24). Contamos con la experiencia de las generaciones pasadas, y de las personas que para uno son referentes vitales: de estas vidas se pueden aprender buenas prácticas, un fundamento moral sobre el cual apoyarse y que puede dar sentido al propio progreso material. Pero, en último término, cada uno debe ejercer la libertad que le ha sido ofrecida, dotándola de un motor, de una convicción. El progreso necesita de convicción, y la convicción hay que buscarla fuera del simple ejercicio del progresar materialmente. En otras palabras: la mejora de las condiciones de vida, unas estructuras sociales más justas, los avances científicos, etc. ayudan a hacer la vida más feliz, pero por sí solas no bastan.
En suma, parece que la persona humana no puede ser redimida sólo desde el exterior. Necesita algo más por lo que esperar, algo que trascienda lo meramente material. Afirma el Papa: Es evidente que sólo puede contentarse con algo infinito, algo que será siempre más de lo que nunca podrá alcanzar. En este sentido, la época moderna ha desarrollado la esperanza de la instauración de un mundo perfecto que parecía poder lograrse gracias a los conocimientos de la ciencia y a una política fundada científicamente. Así, la esperanza bíblica del reino de Dios ha sido reemplazada por la esperanza del reino del hombre, por la esperanza de un mundo mejor que sería el verdadero «reino de Dios». Esta esperanza parecía ser finalmente la esperanza grande y realista, la que el hombre necesita. Ésta sería capaz de movilizar por algún tiempo todas las energías del hombre; este gran objetivo parecía merecer todo tipo de esfuerzos. Pero a lo largo del tiempo se vio claramente que esta esperanza se va alejando cada vez más. Ante todo se tomó conciencia de que ésta era quizás una esperanza para los hombres del mañana, pero no una esperanza para mí. (...) Así, aunque sea necesario un empeño constante para mejorar el mundo, el mundo mejor del mañana no puede ser el contenido propio y suficiente de nuestra esperanza (n. 30).
¿A qué se refiere, Benedicto XVI, con ese algo infinito? Él mismo da la respuesta en párrafos precedentes de su encíclica: el ser humano necesita un amor incondicionado. Un amor que, asegura, sólo se encuentra en Dios: quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida. La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando (n. 27).
Una vez más nos encontramos con un pensamiento, el de Benedicto XVI, que sorprende: porque partiendo de las verdades profundas del cristianismo, se dirige al corazón de la persona, de toda persona, en diálogo con la cultura contemporánea proponiendo un mensaje claramente positivo. Hace un estudio lúcido de las dificultades del pensamiento postmoderno marcado por las ideologías, el relativismo y el materialismo, pero en ningún momento se deja arrollar por el pesimismo. Su mensaje es netamente optimista, como podrán comprobar los que lean con detenimiento la encíclica. Y es positivo, porque nos lleva en directo al núcleo del pensamiento cristiano, el encuentro con el Dios vivo, con una esperanza más fuerte que los sufrimientos de la esclavitud y que por ello transforma desde dentro la vida y el mundo.
Mons. Jaume Pujol Balcells, Arzobispo de Tarragona