Acaba de ser nombrado doctor honoris causa por la Universidad Abat Oliba CEU de Barcelona. En su apretada agenda, el Cardenal Arzobispo de Cracovia Stanislao Dziwisz quiso hacer un hueco a La Razón para glosar la figura del Pontífice y analizar la situación actual de la Iglesia en Europa.
Usted es una de las personas que mejor ha conocido a Juan Pablo II. Fue su secretario durante cuarenta años, incluidos los veintisiete en que ocupó la sede de Roma. Desde esta cercanía, ¿cómo valora este Pontificado?
Sin duda alguna ha sido un Pontificado excepcional, aunque sólo lo valoráramos por su duración, pues ha sido uno de los más largos de la historia de la Iglesia. Pero aparte de esto, ha tenido un gran peso, tanto en la vida social internacional como en la vida de la Iglesia. Tras el breve Pontificado de Juan Pablo I, los cardenales eligieron a un hombre con experiencia. Sin duda alguna el Espíritu Santo es quien guía a la Iglesia, pero en la dirección de la Iglesia existe también un aspecto humano muy importante. Por eso, aquella elección de Karol Wojtyla fue un acto de valentía por parte de los cardenales. Al elegirlo, se manifestó el plan de Dios en relación con la Iglesia y el mundo. Sin duda, los cardenales al elegir al cardenal Wojtyla ponían en él sus esperanzas ante la situación que entonces vivía la Iglesia y el mundo. Hemos de recordar que en aquel entonces Europa estaba dividida. En el Este imperaba el marxismo, que constituía una amenaza para Europa y el mundo. Hacía falta un hombre que conociera tanto la Iglesia como este mundo dividido. Juan Pablo II al llegar a Roma no se sometió a las tendencias imperantes, predicaba con toda su convicción que el futuro del mundo no pertenecía a la lucha de clases, sino que el futuro estaba en la solidaridad, en el respeto por los derechos humanos y las naciones.
Desde luego, la labor de Juan Pablo II fue clave para la caída del comunismo, pero lo combatió con medios muy distintos a los habituales
Él no se planteaba una lucha, no se dedicaba a organizar la oposición. Él predicaba los derechos humanos. Su conocida expresión: «No tengáis miedo, abrid las puertas a Cristo», que proclamó al inicio de su Pontificado, le acompañó durante toda su vida. Predicaba que sólo se puede entender al hombre a través de Cristo; un mensaje que llevó por todo el mundo y que predicó a lo largo de esos años. Es además la explicación a su primera encíclica, «Redemptor Hominis». El hombre es el camino de la Iglesia. El Papa buscaba que el hombre se liberara del miedo y de las esclavitudes. Una libertad que no venía a través del camino del marxismo, sino de la radicalidad del Evangelio. Esa lucha por la liberación del hombre provocaba las caídas de diferentes sistemas de esclavitud. Y así empezó esa peregrinación del Papa por el mundo. Y la verdad evangélica liberaba a los hombres. Porque este concepto encierra el derecho de los obreros, el derecho de las familias, de todos, en definitiva, pues supone la liberación del hombre a través de la verdad y del amor.
Algunos interpretaron esta labor de Juan Pablo II como una acción política
El Papa no era un político, era un hombre de fe. Y era la fe la que le obligaba a estar cerca del hombre. Y buscar el rostro de Dios en el hombre. Eso es lo que explica su opción a favor de los pobres y su compromiso a favor del Tercer Mundo. Y es de donde nace su protesta contra todo tipo de abuso contra el hombre, contra todas las injusticias, el germen de su preocupación por una paz justa. Y de su predicación, con todas sus fuerzas, de que los problemas no se resuelven a través de una guerra. Las guerras exacerban los conflictos entre las naciones y destruyen las estructuras estatales y sociales. Todas sus encíclicas sociales daban respuesta a estos problemas.
¿Cree usted entonces, que Juan Pablo II no sólo fue un gran Papa para la Iglesia, sino también para todo el mundo?
Ningún asunto humano le era ajeno. Nada de lo que ha sucedido habría sido posible sin el compromiso pastoral de la Iglesia con el mundo. Juan Pablo II procuró mantener su libertad sin dejarse condicionar por ningún tipo de sistema político. Predicaba a Cristo y con esta predicación iba por el mundo.
Me llama la atención un episodio que Ud. narra en su libro «Una vida con Karol»: en el momento de la muerte de Juan Pablo II, los que le acompañaban en la habitación entonaron el tradicional canto de acción de gracias de la liturgia de la Iglesia, el «Te Deum», en vez del «Réquiem» que parecía el más apropiado para ese momento.
Unas pocas personas acompañábamos al Santo Padre en el momento de su muerte. Aparte de los médicos, de las personas que habían estado con él durante su vida, sólo éramos unos pocos. Cuando paró de latir su corazón, los que estábamos allí reunidos sentimos la necesidad, en nombre de nosotros mismos y de todo el mundo, de dar las gracias a Dios por este Pontificado, de dar las gracias por todo el bien que había traído a través de su persona.
Juan Pablo II nos había enseñado que la muerte no era una tragedia, que sólo es la etapa final de esta vida y la transición hacia una nueva vida en Dios. Nos había enseñado que toda la vida terrena es una preparación para este momento. E incluso, a través de su muerte y después, durante el funeral, de alguna manera él escribió la encíclica de su vida. Una encíclica entre comillas, no escrita, pero predicada a través de esa manera de partir, profundamente dentro de la fe. Devolvió la dignidad a la muerte.
Eso es lo que explica aquel canto nuestro del «Te Deum». No era duelo, sino acción de gracias y alabanza. Y es así como la gente lo interiorizó. Millones de personas le acompañaron en su camino hacia Dios. En el funeral yo no vi duelo, era una celebración del cese de la vida terrenal y el paso hacia la eternidad. Eso es lo que explica aquel ambiente y aquella exclamación «Santo Subito».
«La nueva Europa debe renacer desde sus raíces cristianas»
Juan Pablo II alertaba de los peligros que podría suponer el mal uso de la libertad
El Santo Padre realizó nueve viajes a Polonia. Inicialmente reivindicaba la libertad y los derechos de la persona humana. En su primera visita, en 1979, la gente se sintió, por primera vez, libre. Decía que Polonia, que en tantos momentos de la historia y en la Guerra Mundial había luchado por la libertad y la independencia, tenía derecho a alcanzarlas.
Cuando finalmente llegó esta libertad, el Papa afirmó que hay que saber utilizarla bien, para que la libertad de unos no se convierta en la esclavitud de otros. En aquel segundo viaje predicó con toda su fuerza que el camino seguro son los diez mandamientos. Puede ser que esto no guste a todos, pero es el camino comprobado desde el inicio de la humanidad.
Y ¿cómo ha evolucionado Polonia en estos últimos años?
Hasta este momento, la libertad que llegó entonces no ha destruido la moral de los polacos: por ejemplo, ha sido abolida la ley del aborto. Salvo algunos casos muy raros, la ley prohíbe el aborto. Además, Polonia toma una opción firme por la defensa de la familia basada en la unión entre un hombre y una mujer y defiende también otros derechos naturales del hombre y con ello quiere enriquecer a Europa. Esas son las verdaderas raíces de Europa.
Nuestro continente no debe olvidar sus raíces cristianas
Si se cortan las raíces, el árbol se seca y muere. Es lo que predicaba Juan Pablo II. También Benedicto XVI afirma lo mismo con toda su fuerza. Ciertas leyes morales no son negociables, y no pueden ser sometidas a una votación. Y eso no es una privación de derechos del hombre y no puede servir como argumento para acusar a Polonia de ser un país retrógrado. Es una actitud profética ante la Europa de hoy. Europa necesita un renacimiento, y si el árbol tiene que renacer lo debe hacer desde sus raíces.
¿Con qué retos se enfrenta este proceso de unión europea?
El problema principal de la Constitución Europea es la falta de las bases, que son los derechos naturales. Si no se respetan estos derechos fundamentales todo el sistema carece de fundamento.
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