La laicidad del Estado representa uno de las mayores conquistas de la modernidad política... Un Estado que en sí mismo es ciego ante los diversas creencias religiosas y, por ello, exquisitamente neutral en relación con ellas...
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La laicidad del Estado representa uno de las mayores conquistas de la modernidad política. En efecto, representa un enorme bien para la vida política y, por tanto, para los ciudadanos- la definitiva consolidación de un Estado plenamente secular, es decir, un Estado que en sí mismo es ciego ante los diversas creencias religiosas y, por ello, exquisitamente neutral en relación con ellas. La laicidad del Estado garantiza que los derechos ciudadanos no van a verse recortados ni privilegiados por el hecho de confesar o rechazar una determinada fe religiosa. Y esa laicidad garantiza también la completa independencia del poder civil respecto a cualquier autoridad religiosa.
En el ámbito católico, la secularidad del Estado es definitivamente asentada como parte de su cuerpo doctrinal en la declaración conciliar Dignitatis Humanae, de diciembre de 1965, acerca de la libertad religiosa. Como ha hecho notar Martin Rhonheimer en un sugerente estudio titulado Transformación del mundo. La actualidad del Opus Dei, lo interesante de este documento reside en que la realidad práctica en la que ya estaban viviendo las sociedades democráticas y, por tanto, también los ciudadanos católicos, queda elevada a rango doctrinal, de modo que la Iglesia católica propone oficialmente una doctrina propiamente jurídico-política conforme a una concepción plenamente secular del Estado. (Dicho sea de paso, si a alguien le parece demasiado tardía esta declaración oficial, habrá que recordarle que el socialismo español no se quitó oficialmente a Marx de la chepa de su ideario hasta que Felipe González lo forzó con su dimisión en el congreso de 1979 y que existe todavía un Partido Comunista oficialmente marxista).
Pero volvamos al Vaticano II y su aceptación del Estado secular. En ese documento, la libertad religiosa no se contempla ya como un derecho de los creyentes cristianos a vivir conforme a la única religión verdadera, sino del simple derecho de todo hombre a vivir conforme a las propias creencias sean éstas las que sean- quedando el poder político obligado a reconocer y garantizar el ejercicio de ese derecho. Y también es consecuencia de este nuevo planteamiento jurídico-político la aceptación por parte de la Iglesia de que sus derechos dentro de un Estado secular no derivan de la verdad religiosa que ella proclama, sino de la simple obligación del Estado en relación con las confesiones religiosas. De esta manera, la Iglesia se propone a sí misma, en la organización del Estado, en pie de igualdad con y no por encima de- las demás iglesias o confesiones religiosas.
El reconocimiento sin ambages de la laicidad del Estado no conlleva, sin embargo, una invitación a que los cristianos cesen en su empeño por impregnar con el Evangelio las estructuras sociales y políticas. Efectivamente, en una nota doctrinal de 2002, tras reafirmar el valor de la laicidad del Estado, la Congregación para la Doctrina de la Fe salía al paso del posible indiferentismo en que los católicos pueden incurrir, confundiendo la plena aceptación de un régimen de libertades con la exigencia laicista- de que sus convicciones queden al margen del juego político. La actuación temporal y política de los cristianos ha de ser una contribución decidida y resuelta al cumplimiento de la misión confiada por Jesucristo a la Iglesia, que trae consecuencias también en el ámbito social y en el político.
Negar la legitimidad de este empeño representa una pretensión, no laical o secular, sino laicista. Los católicos no podemos pretender ningún privilegio para nuestras creencias específicamente religiosas, pero tampoco podemos caer en las trampas del laicismo. La primera de ellas, la de expulsar de la vida pública cualquier manifestación de carácter religioso. La neutralidad del Estado para con las confesiones religiosas no consiste en negarles visibilidad ni en ignorar su, en términos generales, carácter de bien público. Neutralidad del Estado ante la religión no significa, por tanto, ni desprecio del hecho religioso ni, mucho menos, hostilidad. Por eso, es perfectamente acorde con la secularidad del Estado español que su Constitución, en el artículo 16, establezca que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
La otra trampa laicista es la pretensión de basar la democracia en una supuesta ética civil, excluyente de toda contaminación religiosa. El hecho es que la democracia, afortunadamente, no se apoya en una ética abstracta llegada no se sabe de dónde, sino en sólidos valores morales, referentes, sobre todo, al valor y a la dignidad de la persona humana. La acción política requiere precisamente un permanente debate en torno a la mejor manera de realizar esos valores. Y ahí hablamos todos, también los católicos.
Rhonheimer acuña un término que puede expresar el horizonte de acción política de los católicos: secularidad cristiana. Esto significa que los católicos aceptamos un orden político plenamente secular, es decir, una admisión sin reservas de lo que denomina ethos político de la modernidad, o sea, un régimen de libertades con todas las de la ley, en el que el reconocimiento de las libertades representan el quicio del sistema. La secularidad de ese orden político, conlleva lógicamente, el pluralismo político de los católicos, ajeno a cualquier tipo de clericalismo político, a cualquier pretensión de coaligar políticamente a los católicos bajo la dirección de la jerarquía.
Pero se trata de una secularidad cristiana, es decir, una concepción de la modernidad política, abierta a que las personas puedan vivir su fe sin más limitación que el orden público y abierta también al deseo de los cristianos de vivificar con el espíritu del Evangelio la sociedad.