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Toda sociedad necesita establecer un mínimo ético, deslindando la frontera entre moral y derecho. El problema surge a la hora de obtener los criterios para resolver si un determinado problema, por su relevancia pública, debe ser regulado por el derecho. Hoy día a menudo se intentan imponer sin debate soluciones ideológicas que se presentan como neutrales. Andrés Ollero, catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid), aborda este problema en una conferencia pronunciada en un reciente simposio sobre la objeción de conciencia. Ofrecemos un extracto.
No cabe imponer las propias convicciones a los demás. Tan tajante afirmación, a más de drástica, suena a perogrullada. ¿Qué es eso de pretender que todos piensen como nosotros? Analizado desde otro ángulo, más jurídico, quizá cambie el panorama. Si fuera imaginable una sociedad en la que cada cual pudiera comportarse con arreglo a su leal saber y entender, ¿sería necesario el derecho? (...).
El derecho existe precisamente para que algunos ciudadanos se comporten de determinado modo, pese a su escaso convencimiento al respecto. A quien está convencido de que la defensa de sus heroicos ideales políticos justifica generar muertes, de modo indiscriminado o selectivo, se le procurará convencer sobradamente de lo contrario con las penas oportunas (...).
La democracia no es relativista
Ello es perfectamente compatible con el reconocimiento del pluralismo como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 de la Constitución Española) (...) El derecho se presenta siempre como un mínimo ético, lo que excluye de entrada que los demás deban compartir nuestros más preciados maximalismos. Pero incluso ese mínimo ético deberá determinarse a través de procedimientos que no conviertan al ciudadano en mero destinatario pasivo de mandatos heterónomos. La creación de derecho deberá estar siempre alimentada por la existencia de una opinión pública libre, lo que convierte a determinadas libertades (información y expresión) en algo más que derechos fundamentales individuales: serán también garantías institucionales del sistema político.
Todo ello no implica relativismo alguno. La democracia no deriva del convencimiento de que nada es verdad ni mentira; que, para algunos, sí cabría imponer a los demás. La democracia se presenta como la fórmula de gobierno más verdaderamente adecuada a la dignidad humana y, en consecuencia, recurrirá al derecho para mantener a raya los comportamientos de quienes no se muestren demasiado convencidos de ello. La democracia no deriva siquiera de la constatación de que el acceso a la verdad resulta, sobre todo en cuestiones históricas y contingentes, notablemente problemático; se apoya, una vez más, en una gran verdad: la dignidad humana excluye que pueda prescindirse de la libre participación del ciudadano en tan relevante búsqueda.
(...) Cuando se identifica democracia con relativismo, se verá un enemigo en cualquiera que insinúe, siquiera remotamente, que algo pueda ser más verdad que su contrario. Lo más cómico del asunto es que desafiando el principio de no contradicción se convertirá así al relativismo en un valor absoluto sustraído a toda crítica. (...)
La religión, tabaco del pueblo
Para quienes muestran esta curiosa dificultad para hacer compatible democracia y verdad, el problema se agudiza cuando las verdades propuestas dejan entrever parentescos con las confesiones religiosas socialmente mayoritarias. Al debate sobre el relativismo se une ahora el principio de laicidad, que exige respeto a la autonomía de las instituciones temporales. Estado y confesiones conciernen al mismo ciudadano, pero tienen ámbitos de acción propios que deben verse beneficiados por una razonable cooperación entre poderes públicos y confesiones.
No ocurre así cuando la presencia de lo religioso en la vida social no se acoge con la misma naturalidad que la de lo ideológico, lo cultural o lo deportivo, sino que se le atribuye una dimensión de perturbadora crispación que lo haría sólo problemáticamente tolerable. Surge así el laicismo, con sus imperativos de drástica separación entre poderes públicos e instituciones eclesiales.
Quien se cierra a una visión trascendente de la existencia tiende a reducir a política, y a evaluar en términos de poder, todo el dinamismo social. La lógica autoridad moral que los ciudadanos tienden a reconocer a las confesiones religiosas se percibe como la pretensión de ejercer una potestad intrusa, no rubricada por los votos. El único modo de extirparla sería una forzada privatización de toda vivencia religiosa, que niega legitimidad a su presencia pública. Procedería pues enmudecer por perturbador a cualquier magisterio confesional, por permitirse ilustrar a sus fieles sobre cómo afrontar determinadas situaciones o problemas sociales.
Por supuesto, visto con ojos medianamente liberales la situación sería bien distinta. Para Rawls, por ejemplo, en una sociedad democrática, el poder no público, como el ejercido por la autoridad de la iglesia sobre sus feligreses, es aceptado libremente; pues, dadas la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos. Cuando algo tan elemental se olvida, la libertad religiosa desaparece en la práctica como derecho fundamental, para verse reducida a actividad privadamente tolerada. Se ha superado la vieja idea de que la religión sea el opio del pueblo, lo que obligaba a perseguirla; se pasa, en heroico progreso, a tolerarla como tabaco del pueblo: fume usted poco, sin molestar y, desde luego, fuera de los centros de trabajo...
Una extraña pareja
Laicismo y relativismo acaban componiendo una extraña pareja, porque los drásticos planteamientos del primero cobran un carácter absoluto difícilmente superable; pero el enemigo común une mucho. El relativismo rechaza toda justicia objetiva y el laicismo a quien se le ocurra predicarla. En otros tiempos se impuso más de una vez una teoría de los derechos de la verdad, que animaba de modo poco tolerante a negarlos a los equivocados.
Ahora se patenta una contrateoría simétrica: todo aquel que sugiera que hay soluciones objetivamente más verdaderas que otras, será tratado como autoritario; por muy abierta que sea su actitud subjetiva en la búsqueda y realización práctica de esa verdad.
Este maridaje acaba confundiendo el plano de la realidad (existen o no elementos objetivos) con el de su conocimiento (cabe conocerlos racionalmente, con más o menos dificultad). El pluralismo asume la dificultad del acceso a la verdad y, en consecuencia, da por hecho que caben caminos diversos para acercarse a ella y tiende a considerar provisional lo logrado. Con esta actitud está dando por supuesto, como hace también la ciencia, que existe una realidad objetiva que tiene sentido buscar; de lo contrario, sobrarían todos los caminos imaginables y tendríamos un definitivo mentís relativista al problema planteado.
Acuerdo fronterizo: público-privado
La frecuente vinculación de lo moral con lo religioso agudizará la dificultad del ya estudiado deslinde entre lo jurídico y moral; sobre todo en países donde la tensión entre clericalismo y laicismo no ha llegado a encontrar históricamente una respuesta equilibrada. Se tenderá a confinar lo religioso, incluidas sus propuestas morales, en el ámbito de lo privado; mientras, se reserva a lo jurídico un ámbito público concienzudamente depurado de su posible influencia.
Esta adjudicación, un tanto simplista, de la perspectiva moral al ámbito de lo privado y la jurídica al de lo público deja sin resolver el problema decisivo: cómo podemos trazar la frontera entre uno y otro; de dónde obtendremos los criterios para resolver si determinado problema, por su relevancia pública, ha de ser regulado por el derecho, o si cabe privatizarlo dejándolo al albur de los criterios morales de cada cual. (...)
El problema surge porque sólo partiendo de un determinado concepto del hombre, y de la inevitable traducción de éste en un código moral, cabrá deslindar qué exhortaciones morales merecen apoyo jurídico y cuáles cabría confiar a la benevolencia del personal; así como dictaminar que determinado problema reviste tal relevancia pública que el derecho no podrá ignorarlo, privatizándolo imprudentemente.
A la hora de abordar esta cuestión clave no cabe otra solución que determinar el ámbito de lo jurídicamente relevante, teniendo como referencia de modo más o menos consciente los perfiles de la justicia objetiva. Como los planteamientos antropológicos y morales que sirven de punto de partida no serán unánimes, siempre habrá quien no vea reflejado en el ordenamiento jurídico su propuesta de deslinde. Teniendo en cuenta las convicciones de todos, al final se quiera o no habrá que imponer a más de uno aspectos que personalmente no hace suyos.
Todos tienen convicciones
Tener en cuenta las convicciones de todos, equivale por otra parte a reconocer que todos tienen convicciones. El laicismo tiende a estigmatizar como tales sólo la de los creyentes, como si los demás tuvieran el cerebro vacío. Desde esta perspectiva se consolida una concepción discriminatoria del término convicciones, vinculándolo de modo exclusivo a aquellos juicios morales emparentados con posturas defendidas por determinadas confesiones religiosas.
Situados de nuevo ante la necesidad ineludible de trazar la línea entre lo jurídicamente exigible y lo moralmente admisible, el laicismo opta por tomar partido disfrazado de árbitro. Atribuirá de modo gratuito patente de neutralidad a sus parciales propuestas de no contaminación. Conseguirá así, con particular eficacia, imponer sus convicciones por el simpático procedimiento de no confesarlas; no porque se lo pueda considerar poco convencido, sino sólo por haberlas formulado desde presupuestos filosóficos o morales no abiertamente similares a los de una confesión religiosa. Se produce así una caprichosa atribución de neutralidad moral a propuestas harto discutibles; como si la frontera entre la fe y la increencia marcara a la vez otra entre la valoración o la inocuidad del juicio.
Característica de esta implícita discriminación, atentatoria a la libertad religiosa, es la propuesta de que el derecho se inhiba, optando por mostrarse neutral ante problemas particularmente polémicos. (...)
Obviar la polémica, presentando con aire neutral conductas que antes se habían visto rechazadas a golpe de juicio de valor, sería el modo más eficaz de contribuir al progreso y de vencer al oscurantismo. En realidad, lo que se está haciendo es sustituir un anterior juicio de valor, sometido a debate, por otro que, disfrazado de neutral, podrá ahorrarse toda argumentación. Parece obvio que al discutirse si los poderes públicos deben sancionar penalmente una conducta o dejar que cada cual haga de su capa un sayo, optar por lo segundo no demuestra neutralidad alguna; supone suscribir sin más la segunda alternativa. No parece exigir demasiado que, quien lo haga, haya de molestarse en argumentarlo.
La causa última del problema acaba quedando en evidencia: las ideologías de querencia totalitaria se muestran incapaces de soportar una convivencia entre autoridad moral y potestad política. Lo reducen todo a política, con lo que de camino atribuyen a ésta como una expresión más de la soberanía el derecho a imponer a todos los ciudadanos un código moral, que no siendo neutro neutraliza al vigente, invirtiendo así el juego democrático. (...)
Un mínimo ético nada neutral
Situados ante esta realidad, parece claro que sólo la existencia de un fundamento objetivo podría justificar que se llegue a privar de libertad a quien desobedezca normas no necesariamente coincidentes con sus convicciones. Similar presupuesto late bajo el principio de no discriminación, recogido en el artículo 14 de la Constitución Española: sólo la existencia de un fundamento objetivo y, en consecuencia, razonable justificará que pueda tratarse de modo desigual a dos ciudadanos. Lo de razonable rebosa de la inevitable ambivalencia de la razón práctica; se trataría de un fundamento racionalmente cognoscible, por una parte, y posibilitador de un ajustamiento de relaciones satisfactorio, por otra. Lo lógico y lo ético se acaban dando la mano en un planteamiento cognitivista.
No cabe solucionar el problema mediante el socorrido recurso al consenso. Descartado el posible juego de la razón práctica, el consenso no tendría ya nada que ver con verdad objetiva alguna, sino que pasaría a ser mera expresión de la superioridad cuantitativa de determinadas voluntades. Esa voluntad mayoritaria, falta de todo correlato objetivo, estaría en condiciones de imponer a las minorías una auténtica dictadura. Cuando, por ser la sociedad pluricultural, no cabe dar por supuesta voluntad unánime alguna, sería imposible salir de tal círculo vicioso.
Andrés Ollero es catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos (Madrid)
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