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El individualismo es contrario a la naturaleza humana. Somos constitutivamente sociales, al punto de que nuestra vida se haría prácticamente imposible si estuviera completamente aislada del resto del mundo, o al menos sufriría un pronunciado deterioro. Hasta para dar el propio ser a alguien es insuficiente uno solo. No hay nada más alejado de la realidad entonces, que esa expresión que sin embargo es tan frecuente escuchar (subrayando la primera persona): yo no le debo nada a nadie. La verdad es que lo debemos casi todo, desde el primer instante de nuestra existencia. Sin los otros, no hubiéramos llegado muy lejos. Si rechazáramos toda la tradición cultural que nos viene desde el origen, nos veríamos reducidos a una condición lamentable.
Todo lo que hacemos tiene siempre algo que ver con los demás, para bien o para mal. Las virtudes y los defectos de las personas poseen inevitablemente un sentido social, nunca son algo exclusivamente individual. Por eso los teólogos han venido hablando, sobre todo en el último medio siglo, del pecado social. Todo pecado es desde luego personal, pero también es igualmente social, en tanto tiene consecuencias sobre el conjunto de la comunidad.
El pecado social
Aunque el pecado es siempre un acto de la persona, él tiene una repercusión en los demás, en virtud de una solidaridad que como un hilo invisible une a todos los hombres y mujeres en tanto miembros del género humano. Esto se verifica incluso independientemente de la voluntad, ya que se trata de un dato de la propia naturaleza de la persona. De ahí la importancia de los vínculos, que han venido siendo estudiados con creciente interés por las ciencias sociales en los últimos siglos.
La primera vez que visité grandes ciudades del mundo no me impresionó solamente la cultura del país sino también el hecho de que las calles estaban limpias, entonces comprendí que eso formaba parte también de la cultura. A partir de ese momento no tiré más un solo papel en el suelo. La anécdota, aparentemente trivial, tuvo para mí un sentido ejemplar y encierra una enseñanza.
Cuando una ciudad está sucia se suele criticar al alcalde o al intendente; sin embargo esa suciedad y esa limpieza tienen que ver sobre todo con la educación y la cultura de los ciudadanos y no solamente con las dotes del gobernante. La limpieza de los baños públicos es un ejemplo pequeño pero muy indicativo de esta realidad, al punto que ese dato supuestamente ínfimo y casi ridículo puede iluminar sin embargo cuestiones más importantes.
La prosperidad de una nación no se funda tanto en golpes de timón o situaciones extraordinarias, sino que mas bien se sostiene en una gran cantidad de cosas pequeñas que corresponden a la multitud de los ciudadanos. A veces nos formamos la idea que la doctrina social de la Iglesia es algo que incumbe a los políticos y a los empresarios, y sin embargo nada hay más alejado de la realidad, porque ella tiene que ver con todos los hombres, aunque con distintos grados de responsabilidad. Cuando pensamos en la doctrina social de la Iglesia nos imaginamos que ella cuenta a la hora de tomar decisiones mas o menos importantes, como el sueldo que debemos pagar a nuestros empleados o actitudes un tanto grandilocuentes, a menudo fuera de nuestro alcance, como la realización de reformas estructurales o nuestro deber de ayudar de un modo efectivo a los hambrientos del mundo.
Sin embargo, la doctrina social es algo mucho más sencillo y cercano a nuestro acontecer más cotidiano y puede decirse que más que unas reglas para aplicar en determinados momentos de nuestra vida, ella es una luz que nos permite vivir cada día en un mundo más humano y más fraternal. La doctrina social de la Iglesia es una lectura cristiana de la realidad, en primer término la más inmediata a nuestras concretas circunstancias.
En particular tienen un rasgo especialmente social los pecados contra la justicia en las relaciones interpersonales y en las vinculaciones de la persona con la sociedad. Cuando trata este asunto, el Papa Juan Pablo II ejemplifica que puede ser social el pecado de obra u omisión por parte de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se empeñan en el mejoramiento de la vida comunitaria según las exigencias y posibilidades del momento histórico. Pero en verdad, todos los ciudadanos también nosotros- son, somos, aunque en diversa medida, responsables en este punto, en cuanto actores todos de la construcción de la sociedad en la que vivimos.
La muerte sobre ruedas
Este mismo año un organismo de la Santa Sede, el Consejo Pontificio para los Emigrantes e Itinerantes, presentó algunas indicaciones en materia moral referidas a algo tan cotidiano como la conducta en el tránsito. El texto fue recibido en general con una desconcertante ligereza por los medios informativos, que hablaron con cierta socarronería de nuevos pecados como si la autoridad eclesiástica tuviera la facultad de crearlos a su arbitrio. Con un mejor humor un amigo mío solía decir que después de los 160 km por hora los ángeles custodios se bajan del auto.
Sea como fuere, y más allá de su inconfesada ignorancia, la mayoría mostró ante estos consejos una glacial indiferencia, como si se tratara de un asunto eclesiástico: los pecados del tránsito. En realidad, la cuestión no tiene nada de curial si se tiene en cuenta la gravedad que reviste, debido casi siempre, no a un destino fatal, como suele atribuirse, sino a la desaprensión y negligencia de los propios seres humanos.
No se trata entonces de algo para tomar livianamente, si se advierte que durante el siglo pasado unas treinta y cinco millones de personas murieron en las carreteras. Conducir sin observar las reglas de tránsito o sin estar en la plenitud de las facultades por el alcohol o por cualquier otro motivo, puede ser frecuentemente una responsabilidad grave por las consecuencias -en primer lugar sobre el propio conductor- por los daños morales y materiales que se pueden derivar del hecho, pero también y sobre todo para terceros, a menudo completamente inocentes y obligados a soportar una verdadera injusticia que a menudo los tribunales no pueden reparar.
Por este motivo, fácilmente esas condiciones configuran una situación incluso de pecado mortal, ya que en esos casos se comprometen desde luego los bienes y hasta la salud y aun se pone en peligro más o menos próximo la vida propia y la de los demás. Todos estos bienes en juego constituyen como puede comprenderse, una materia grave. El pecado mortal en este caso se significa no sólo en la muerte del alma sino también en la del cuerpo. Pero aunque ello no sucediera, esto no es un motivo para desdeñar livianamente el cumplimiento de esas leyes, infringiéndolas sin escrúpulo alguno de conciencia.
La apropiación del tiempo
Si somos desordenados, perjudicamos al prójimo, mucho más de lo que nos imaginamos. En nuestro trabajo eso se notará en su resultado, pero el desorden se evidencia en primer lugar en nuestra más estricta privacidad, y a pesar de ello, las consecuencias sobre los otros también se dejan sentir. Lo primero que salta a la vista es el bochornoso espectáculo que presentan nuestras cosas, dispuestas de un modo caótico, al menos para el resto del mundo, pero no se trata solamente de un sentido meramente estético.
El desorden genera problemas en los otros. Si la tijera no está en su lugar, si después de usarla la dejamos en cualquier sitio menos en el que tiene que estar, el primero que la necesite se verá inevitablemente perjudicado, porque tendrá que buscarla, y no la podrá usar si no la encuentra, o sea hemos privado a alguien del uso de algo a lo que tenía legítimo derecho. Pero aunque la tijera fuera encontrada, habremos dispuesto arbitrariamente de un tiempo que no es el nuestro, con su consecuente dosis de injusticia.
Esta es la misma situación injusta para los otros en que se incurre cada vez que hacemos esperar sin motivo a alguien con el que nos hemos citado. En ocasiones se ha considerado de buen tono llegar tarde a una cita. Sin embargo, no tenemos derecho a disponer del tiempo de los demás, salvo que ellos nos otorguen esa disposición. La puntualidad es una muestra de consideración a la persona del otro, porque si llegamos puntualmente a una cita estamos mostrando que esa reunión o esa persona nos interesan. La impuntualidad, por el contrario, resulta indiciaria de una mediatización del interés. Cuando a alguien le motiva verdaderamente algo, estará antes de tiempo esperando que se haga la hora de acceder al bien preciado.
Si durante un encuentro de trabajo o una entrevista atendemos llamadas telefónicas, estamos transmitiendo este mensaje: me interesa más cualquier asunto -aun el más banal- que pueda llegar a irrumpir, que la materia propia de la reunión. Hay ahí una evidente muestra de menosprecio o desconsideración hacia el otro. Una entrevista que es interrumpida por este tipo de situaciones decae inmediatamente en su interés. Cada vez que atendemos una llamada en medio de una entrevista estamos disponiendo injustamente del tiempo de nuestro entrevistado, puesto que lo subordinamos a nuestro interés inmediato, que no es necesariamente el suyo.
El hurto del tiempo es tan pernicioso e injusto con quien es su dueño como el hurto de las cosas materiales, aunque no se trate de algo tangible. Llegar con retraso a una cita es algo casi tan común como llegar temprano, aunque debería ser algo excepcional y no una regla admitida socialmente como inevitable y fácilmente dispensable, sin que haya casi mención al incumplimiento incluso por parte de ambos protagonistas.
Ordinariamente no hay razones valederas para un retraso habitual en los horarios, que suelen ser explicados con excusas pero no en razones justificadas y verdaderas. Si se toman las previsiones, salvo el caso de accidentes que siempre pueden darse, lo habitual será que a la hora indicada cada uno pueda estar en el lugar previamente acordado. ¿Por qué hay tan pocas actividades que empiezan exactamente cuando está indicado? Quisiera que alguien me explique por qué motivo cada vez que un paciente va a una visita con el médico tiene que soportar largas esperas, salvo que ese motivo sea una mala praxis por parte del profesional o éste sea muy poco ordenado a la hora de cumplir los horarios establecidos.
El daño ecológico
Si dejamos la luz encendida sin motivo durante un largo lapso, a nadie escapa que nuestra familia deberá pagar una factura más abultada de lo que hubiera correspondido por un uso normal, pero toda la ciudad también sufrirá el exceso o el malgasto de esa energía, porque un abuso puede generar una crisis en la provisión energética, o quizás el propio país terminará pagando a otro vecino por la compra de la misma, con el consiguiente daño a las finanzas locales. El consumismo genera un daño ecológico evidente, que muchos no advierten en absoluto, ni consiguientemente son advertidos del provocado por efecto de la multiplicación propia de las grandes masas poblacionales.
Puede coexistir así en una misma cultura el derroche de aparatos electrónicos encendidos durante interminables horas sin que nadie los utilice, con acciones de protesta dirigidas a las propias grandes empresas industriales que fabrican los mismos productos bajo la acusación de daño contaminante, que parece ser un estigma hoy considerado más grave que matar niños en estado de gestación. Estamos aquí ante una evidente incongruencia.
El despilfarro no solamente se refiere a los medios materiales. También puede hablarse de una utilización irracional o un uso indebido de las palabras en el caso de miles y miles de horas de conversaciones ociosas y sin ningún sentido. La palabra vana es una expresión que ha casi desaparecido del vocabulario teológico moral o al menos ha disminuido notoriamente su uso, y sin embargo ha adquirido en nuestros días una inusitada vigencia a caballo de las nuevas tecnologías y modas como el chateo y el celular.
La mayor parte de la utilización de los teléfonos celulares no responde a una causal justificada y podría obviarse, pero genera un gasto que alimenta una economía fundada en la generación de continuas necesidades. El uso de los teléfonos celulares ha incentivado esta forma de consumismo electrónico en el que no es tampoco ajena la motivación psicológica, al punto de que podría mostrarse su función ansiógena que se evidencia en el paralelo que podría establecerse entre el uso de estos nuevos apéndices auriculares y los altos índices de ansiedad propios de la cultura contemporánea.
Es interesante ver cómo la ecología ha mostrado con gran claridad que cada uno es responsable del bien del otro, es decir, que no actuar de acuerdo a unas reglas mínimas, como tirar basura con desaprensión o cortar árboles, puede significar, mas o menos a largo plazo, muerte para otros. Lo que hacemos no es indiferente a cada uno de nuestros convivientes y al bien de todos en su conjunto.
Si después de utilizar algo lo dejamos en malas condiciones, es evidente que su futuro usuario tendrá que arreglarlo o restaurarlo para su uso corriente. Podemos estar seguros que, en ese caso, a alguien en concreto, con nombre y apellido, aunque no haya sido nuestra intención ni nuestra voluntad hacerlo, habremos causado un daño; o bien quien sea el damnificado lo usará en deficientes condiciones o se verá obligado a emplear su tiempo y esfuerzo en la restauración.
Sucede también que muchas veces no nos damos siquiera cuenta que estamos causando un mal, un perjuicio concreto al otro. Esos males ignorados constituyen una multitud que enrarece la convivencia social, e incluso retrasa el crecimiento de un país. Esto acontece sencillamente por no estar atentos a la existencia de los otros, nuestros prójimos, que son nuestros hermanos, aunque ni siquiera conozcamos su identidad. No solamente no estamos atentos a sus reales necesidades, sino que ni siquiera nos percatamos de su existencia. Esto ha sido potenciado por la cultura de masas a grados extremos. Muchas veces la indiferencia por conocer a otras personas se fundamenta en un autocentrismo que de ese modo inhibe cualquier posibilidad de ayudarlos. Cuando nuestro interés se ausenta de los otros, fácilmente actuamos de un modo que evidencia automatismos individualistas claramente perniciosos en primer término para el propio protagonista, pero también para el conjunto de la sociedad.
Un señor llegó apurado a la fila de quienes esperaban tomar el autobús, de tal modo que pasando por delante de ella, pagó su correspondiente boleto y se fue tan campante a sentar. Como era el único asiento disponible, el pasajero al que le correspondía no pudo hacerlo y se vio perjudicado al tener que viajar todo el trayecto de pie. Pero ahí no acaba el cuento, porque en esa situación, su enfermedad de las piernas sufrió un cierto agravamiento que no quedó registrado en ninguna parte o le significó una exigencia que pudo haberse evitado. El usurpante ni se dio cuenta de ese pequeño drama que se desarrolló ante sus narices.
Cuando todos los mandatos de la cultura atienden a que cada ser humano se considere el ombligo del mundo, hace falta un especial esfuerzo que permita tener una mirada sinceramente interesada y amable sobre los demás. Pero tenerla no es algo reservado a almas sublimes como la hermana Teresa de Calcuta, sino que corresponde a todo ser humano. Por eso muchos ordenamientos jurídicos sancionan como un delito de abandono de persona la omisión de socorro en determinadas circunstancias, aunque a nadie el derecho obliga a ser héroe.
¿Tienes un e-mail?
El correo suele ser un lugar donde el común de las personas incurre en pequeñas faltas éticas, algunas no tan pequeñas. Los e-mails de otras personas no están sujetos a la inspección de terceros, aunque entre ellos haya relaciones de parentesco. Los padres no tienen un derecho absoluto a conocer el contenido de la totalidad de los mails de sus hijos sobre todo cuando ellos ya van teniendo cierta edad, y este dato no menoscaba su deber de tutela y cuidado sobre ellos. Nadie tiene derecho a irrumpir sin su permiso, ni aun los cónyuges, en los papeles privados del otro, incluso aunque haya ciertas razones para hacerlo.
Muchos mails por su propia naturaleza no requieren una respuesta expresa, e incluso darla puede ser inconveniente si no hay un motivo razonable. Salvo esas excepciones, los mails deben ser contestados, aunque mas no sea, en muchos casos, para dar cuenta de su satisfactoria recepción. Esa función tiene lugar cuando así se lo dispone en forma automática. Omitirlo no se trata de una mera falta de educación, sino de un acto humano contra la justicia. El emisor, en efecto, de ordinario tiene derecho estricto a una respuesta sobre su requerimiento, salvo que éste sea infundado, extemporáneo o fuera de lugar. No se puede dejar a alguien esperando indefinidamente, lo cual constituye un pequeño atentado, pero atentado al fin, a su propia dignidad en cuanto ser humano. Este trato debido a toda persona es por completo independiente a la consideración de su rango en la vida social.
Las cartas, los telegramas, los mensajes y los mails enviados y recibidos forman parte del patrimonio moral de su titular, puesto que le pertenecen y no es posible disponer de ellos como si fueran un bien público o una res nullius, como se llamaban en el antiguo derecho a las cosas existentes en un espacio común que no eran reclamadas por nadie como propias. Una carta importa un derecho de propiedad intelectual tan respetable como el de un artículo o un libro.
Tampoco por el mismo motivo se pueden reenviar los mails que recibimos, cuando ellos están dirigidos explícitamente, pero también de modo implícito, a un sujeto determinado con exclusividad. La exclusividad es una regla que se supone, aunque no haya sido pactada, pues es un valor entendido, sobre todo entre personas que mantienen relaciones de mutua confianza. Si se da a conocer un correo privado sin la previa anuencia del emisor, se está violando su privacidad, aunque esta regla difícilmente pueda ser esgrimida en los tribunales. Con esta acción aparentemente inocua podemos estar infligiendo un daño concreto, por ejemplo a la buena fama del otro, o simplemente desconociendo su voluntad de mantener fuera de la luz pública su contenido.
También son harto frecuentes los incumplimientos en cuestiones, si se quiere pueriles, sin que se brinden disculpas o explicaciones referidas a los mismos. Es verdad que ellos pueden obedecer muchas veces a un motivo mas o menos legítimo, pero aun en tal situación deben ser advertidos los posibles o eventuales perjudicados con la debida anticipación, para que ellos puedan disponer las previsiones necesarias que permitan -por así decir-, restaurar el orden. Es conveniente que esos preavisos vayan acompañados de la oferta de otras alternativas que busquen minimizar e incluso reparar totalmente el eventual daño. Puede incumplirse por una razón de fuerza mayor, pero en ese caso debe anunciarse siempre que sea posible ese futuro acontecimiento, y ofrecer una cobertura al menos equivalente.
Existen unos deberes naturales que se dirigen no sólo a quienes tienen especiales vínculos con nosotros, como por ejemplo sanguíneos, amicales y educativos, sino a todos los hombres y mujeres, incluso aunque no integren una misma comunidad y sean extraños a nuestras adscripciones e intereses. No basta con no dañar a los demás. Se debe hacer el bien como una exigencia de la propia naturaleza y no por un mandato religioso considerado mas o menos sublime. Cuando miramos a nuestro alrededor y vemos a los otros, empezamos a descubrir un horizonte que nos permite ser más plenamente personas, porque estamos llegando a lo más profundo de lo humano.
Roberto Bosca, Profesor de la Universidad Austral (Buenos Aires)
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