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Se cumple un año de clausura de la V Jornada Mundial de la Familia en Valencia donde Benedicto XVI mostró la verdad sobre el matrimonio y la familia ante millón y medio de personas. Sin embargo las políticas sobre la familia no la valoran como un inmenso caudal humano que garantiza el futuro de una sociedad. Hace años que la política familiar en Europa no es favorable a la familia; concretamente España es el país de la Unión Europea que menos recursos destina a prestaciones familiares: el 0,52 por ciento del PIB frente al 2,2 como media de la UE-15, y en los Presupuestos Generales del Estado no aparecen las dotaciones necesarias para hacer realidad las acciones a favor de la familia que los partidos políticos suelen anunciar como programa antes de las elecciones.
El V Encuentro Mundial de las Familias celebrado en Valencia en 2006 fue una fiesta que concluyó cuando Benedicto XVI alentó a vivir el matrimonio y la familia según el plan de Dios trazado para la felicidad del ser humano. Fue una ocasión más para ver a millares de familias de verdad, compuestas de un padre y una madre, con bebés y jóvenes, junto con los abuelos allí también presentes, algo bien distinto de lo quieren propagar los partidarios de la ideología de género, según la cual la sexualidad no sería algo natural sino elegido por cada uno a la carta, y matrimonio sería cualquier tipo de unión. ¿Pero las leyes contra el matrimonio podrán subsistir contra la naturaleza y el sentido común?
Benedicto XVI quiso destacar en Valencia los aspectos positivos más que rechazar los ataques contra la familia, porque la fe es una cantera inagotable para redescubrir lo mejor de los hombres: «La familia es el ámbito privilegiado donde cada persona aprende a dar y recibir amor. Por eso la Iglesia manifiesta constantemente su solicitud pastoral por este espacio fundamental para la persona humana»[1], señalaba el Papa en la Misa celebrada para concluir ese Encuentro de Familias. Las familias han aprendido que no están solas y que no somos tan raros como algunos piensan. Por ser el núcleo básico de la sociedad la «comunidad eclesial tiene la responsabilidad de ofrecer acompañamiento, estímulo y alimento espiritual que fortalezca la cohesión familiar, sobre todo en las pruebas o momentos críticos», decía Benedicto XVI.
El Papa dijo en la homilía del domingo que: «La familia es un bien necesario para los pueblos, un fundamento indispensable para la sociedad y un gran tesoro de los esposos durante toda su vida. Es un bien insustituible para los hijos, que han de ser fruto del amor, de la donación total y generosa de los padres. Proclamar la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida, es una gran responsabilidad de todos». ¿Quién dijo que la familia tradicional se ha terminado? El millón y medio de participantes muestra, sin querer imponerse, la fuerza imparable que da consistencia al tejido social. Como organismo vivo se adapta a las circunstancias de nuestro tiempo como ha hecho toda la historia, y sigue adelante con sacrificio alegre. La sociedad les debe reconociendo y los gobernantes deben apoyar este valor seguro para el futuro de la humanidad. Parece mentira que ciertos pensadores y políticos no caigan en la cuenta de que ellos pasan mientras las familias permanecen y piden reconocimiento para que la sociedad no se suicide, porque los que hoy tienen el poder no tienen derecho a hipotecar el futuro de los jóvenes. Las otras realidades artificiales que llaman familias alternativas hacen tanto ruido que pueden aturdir a los ingenuos, pero son realidades virtuales que tiene ya fecha de caducidad. Porque no se puede ir contra la naturaleza, contra la dignidad del hombre y de la mujer, contra el seno materno que las criaturas necesitan, ni contra el sentido común. De ahí que el Papa invitara amablemente «a los gobernantes y legisladores a reflexionar sobre el bien evidente que los hogares en paz y en armonía aseguran al hombre».
1. Denominación de origen del matrimonio
«La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes»[2].
En el relato del Génesis el matrimonio aparece relacionado desde el principio con la misma creación del ser humano y su vocación al amor: varón y mujer fueron creados el uno para el otro de modo que su amor refleja el amor indefectible de Dios. La institución del matrimonio se remonta al origen de la humanidad, en el Paraíso terrenal: «Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le creó, los creó varón y hembra. Y los bendijo Dios, diciéndoles: procread y multiplicaos y llenad la tierra»[3]. Los creó, por tanto, sexualmente diferenciados destinándolos el uno para el otro, y confiándoles la propagación de la especie humana, como colaboradores suyos en la noble misión de transmitir la vida.
Se distinguen, pues, en la Biblia estos rasgos fundamentales en relación con el matrimonio: la existencia de dos sexos humanos diferentes creados por Dios; Dios los crea varón y hembra, y los asocia el uno al otro; esta sociedad del hombre y de la mujer es unitaria e indisoluble; por último, el fin de la institución matrimonial es propagar la especie humana y la ayuda mutua[4]. Y así, el matrimonio es institución natural por excelencia, como afirmaba Pío XI: «No fue instituido ni restaurado por obra de los hombres, sino por obra divina; que no fue protegido, confirmado ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor de la naturaleza (...) y que, por lo tanto, sus leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al acuerdo contrario de los mismos cónyuges»[5]. Por ello Juan Pablo II comentaba con gran fuerza poética la situación natural de Adán y Eva como cooperadores de Dios en la Creación: «Y cuando se vuelvan un solo cuerpo/ admirable unión/ detrás de su horizonte se revela/ la paternidad y la maternidad. / Alcanzarán entonces las fuentes de la vida que hay en ellos. / Alcanzan el Principio. / Adán conoció a su mujer/ y ella concibió y dio a luz. / ¡Saben que pasaron el umbral de la más grande responsabilidad!»[6]
La profunda desunión causada por el pecado original respecto a Dios Creador, que conocemos también por relato bíblico, alteró también la relación de amor entre el varón y la mujer. Desde entonces: «En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal»[7].
Sin embargo el plan inicial de Dios sigue en pie a través de la Revelación en la antigua Alianza y más aún en la Alianza nueva del amor en Cristo que eleva el matrimonio a la dignidad de sacramento. Un signo de ese plan divino es que los profetas describen la Alianza de Yahvé con Israel en términos del amor conyugal exclusivo y fiel [8]. Y así los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. Se entiende así que el famoso escritor J.R.R.Tolkien, advertía por carta a uno de sus hijos sobre la tentación del divorcio: «Con demasiada frecuencia la verdadera compañera del alma es la primera mujer sexualmente atractiva que se presenta. Alguien con quien podrían casarse muy provechosamente con que sólo... De ahí el divorcio, que procura ese con que sólo... Pero el verdadero compañero del alma es aquel con el que se está casado de hecho»[9].
Dios está empeñado en la felicidad de los hombres y mantiene el proyecto inicial pero enriquecido y elevado con el sacramento del Matrimonio instituido por Jesucristo. Nada hay de fortuito en la vida de Jesús, pues su presencia en Caná manifiesta la importancia y la santidad de la unión conyugal: Jesucristo quiso que los esposos cristianos tuvieran gracias abundantes para santificar el matrimonio elevándolo a la dignidad de sacramento. El misterio de las bodas en Caná consiste en el significado cristológico para el matrimonio cristiano, pues Jesús no sólo restablece el orden inicial perturbado por el pecado, sino que es signo del amor fiel con su Iglesia[10]. De modo que el Matrimonio es un sacramento instituido por el Señor Jesucristo, que establece la santa e indisoluble unión entre un hombre y una mujer bautizados, y les da la gracia para que se amen con amor humano y divino, y para que eduquen a los hijos para el Cielo como buenos hijos de Dios. La elevación de ese compromiso natural a la categoría de sacramento no supone un cambio en la naturaleza y fines del matrimonio, porque la gracia no destruye la naturaleza humana sino que la perfecciona, de la misma forma que un hombre no deja de ser tal por el hecho de recibir el Bautismo [11].
Por ello el matrimonio cristiano es vocación a la santidad pues determina para los esposos la universal llamada a la perfección cristiana recibida en el Bautismo. No se trata de una utopía irrealizable para los matrimonios de nuestro tiempo como predicó incansablemente San Josemaría Escrivá: «Los esposos cristianos han de ser conscientes de que están llamados a santificarse santificando, de que están llamados a ser apóstoles, y de que su primer apostolado está en el hogar. Deben comprender la obra sobrenatural que implica la fundación de una familia, la educación de los hijos, la irradiación cristiana en la sociedad. De esta conciencia de la propia misión dependen en gran parte la eficacia y el éxito de su vida: su felicidad»[12].
2. Casarse y permanecer fieles
Casarse es importante pero más importante es permanecer fieles a los compromisos contraídos manteniendo la comunidad de vida y amor, que se prolonga naturalmente en los hijos. Los datos sociológicos no tienen valor moral pues indican tan sólo algo de que ocurre, hechos que es preciso interpretar para analizar los problemas y buscar soluciones. Sin embargo esos datos son significativos cuando analizamos aquí la realidad del matrimonio y de la familia. Concretamente son cifras preocupantes el aumento de las rupturas matrimoniales: los españoles tienen menos deseos de casarse pero cada vez se rompen más matrimonios, cerca de 150.000 en 2005, que supone uno cada 3,5 minutos. Respecto a la natalidad España es uno de los países de la Unión Europea con menor índice de fecundidad, con 1,4 hijos por mujer, mientras crece el número de abortos, 91.600 sólo en 2005 que se traduce en 252 diarios[13].
A la vista de esto bueno será considerar el sacramento del matrimonio, en el que Dios está por medio tanto en su celebración como en la comunidad estable de vida y amor, pues no se reduce a un contrato simplemente privado y por ello la Iglesia junto con la sociedad tiene algo que decir. Concretamente, la Iglesia tiene poder para regular los aspectos litúrgicos y jurídicos, a fin de garantizar su santidad y su validez.
Los protagonistas del sacramento del matrimonio son un varón y una mujer bautizados, libres para contraerlo y expresar también libremente su consentimiento. Consiste en un acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente: «Yo, N. te recibo a ti, N., como legítima mujer mía/ legítimo marido mío/ y me entrego da ti como legítimo marido / legítima esposa tuya/ según lo manda la santa Madre Iglesia Católica»[14]. Este consentimiento debe ser un acto de la voluntad de cada uno de los contrayentes, libre de violencia o de temor grave externo, y ningún poder humano puede reemplazarlo. Si faltara esta libertad aquel matrimonio sería inválido. Y añade el Catecismo que por esta y otras razones la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar "la nulidad del matrimonio", es decir, que el matrimonio no ha existido. En este caso, los contrayentes quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión precedente (Cfr. Catecismo, 1629).
Para que el matrimonio tenga fundamentos humanos y cristianos, sólidos y estables, la preparación es hoy más necesaria que nunca: «Los jóvenes deben ser instruidos adecuada y oportunamente sobre la dignidad, dignidad, tareas y ejercicio del amor conyugal, sobre todo en el seno de la misma familia, para que, educados en el cultivo de la castidad, puedan pasar, a la edad conveniente, de un honesto noviazgo vivido al matrimonio»[15]. La Iglesia ofrece cursos adecuados para comprender y valorar desde la fe los aspectos antropológicos, conyugales, jurídicos y sacramentales del matrimonio. Pero también es importante la intervención de las familias de los futuros contrayentes con su ejemplo y su palabra, para facilitar a los jóvenes la asunción de las responsabilidades matrimoniales y familiares.
Como los demás sacramentos, el matrimonio establece una nueva relación de gracia con Dios Trinidad de Personas, pues en el vínculo de los esposos se refleja el vínculo de fidelidad del Padre con el pueblo elegido; en relación con el Hijo el vínculo nupcial es signo de la alianza indisoluble entre Cristo y su Iglesia. Y en relación con el Espíritu Santo, como Amor consustancial del Padre y el Hijo, les lleva a la donación total en un amor abierto a la vida. Por eso decimos que los efectos principales del sacramento del matrimonio son el vínculo perpetuo y exclusivo, y la gracia específica para vivir los deberes como esposos y padres llamados a la santidad cristiana específica.
Sobre el vínculo matrimonial ha dicho el Vaticano II: «Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado de bienes y fines varios »[16].
Del consentimiento libre y sellado por Dios nace el matrimonio cristiano como institución estable ante la Iglesia y ante la sociedad. Se trata de un compromiso singular por su origen divino, enraizado en el mismo derecho natural; por su consentimiento, que no puede ser suplido por ninguna autoridad humana; por su objeto y por sus propiedades esenciales, que se sustraen a la libre voluntad de los contrayentes. De ahí que el Catecismo diga que: «Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina» (Catecismo, 1640).
El matrimonio cristiano cuenta además con la gracia de estado que perfecciona el amor de los cónyuges para ayudarse y educar cristianamente a los hijos. Cristo mismo es la fuente de esta gracia que sale al encuentro de los esposos habitualmente, sobre todo si acuden a la oración y a los sacramentos, al Pan y a la Palabra que ofrece la Iglesia Esposa fiel del Señor. Así Jesucristo «permanece con ellos, les da la fuerza de seguirle con fidelidad superando los obstáculos que encontrarán en su camino, y la experiencia dice que, quienes vive de la fe y acuden a los medios de santificación que les proporciona la Iglesia, perseveran fielmente en su compromiso inicial aunque la sociedad ofrezca tantas ocasiones para abandonar su proyecto de santidad».
3. Hoja de ruta para el matrimonio
En Europa el número de matrimonios ha descendido en más de 620.000 durante los últimos 25 años, cifra que representa una pérdida del 22 %, y cada 33 segundos se rompe un matrimonio en Europa, incrementándose un 56% también en esos veinticinco años[17]. No extraña que los políticos más responsables den la voz de alarma y propongan un cambio de rumbo en las políticas familiares para favorecer la cohesión social, la solidaridad y el progreso económico.
Efectivamente, el matrimonio no es una institución más y por ello tiene unas características específicas que le hacen ser nervio principal de la sociedad y camino real para la felicidad humana en la tierra. Tiene como notas principales la unidad y la indisolubilidad, la fidelidad al amor conyugal y la apertura a la fecundidad, que vemos a continuación. Estas notas constitutivas no son abstracciones teóricas sino realidades profundamente humanas, tal como las entiende la doctrina católica: «El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona -reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad-; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»[18].
En España el número de matrimonios se ha estancado en torno a los 209.000 en el año 2005, a pesar del aumento de la población en 7 millones. En cambio, se disparan las rupturas, que aumentan en un 45,7% durante los últimos cinco años, alcanzado a 150.000, sumando los divorcios y las separaciones; es decir, cada día se rompen en España 408 matrimonios. El número de matrimonios celebrados al año y las rupturas en cada año van convergiendo, de modo que en el 2010 estarían casi igualados en unos 208.000 [19]. Estos datos sociológicos señalan que muchos matrimonios no son capaces de vivir esta institución básica de la sociedad quizá por hacer un planteamiento subjetivista de esta institución natural y del sacramento, de espaldas a su verdadera naturaleza y exigencias para la felicidad de las personas y el desarrollo humano de la sociedad.
«Una sola carne»[20] es la expresión que utiliza la Escritura Santa para designar la unidad e indisolubilidad el matrimonio, desde el comienzo y no sólo como una aspiración ideal pero casi imposible. Esta mutua entrega de dos personas lo mismo que el bien de los hijos, exigen esa indisoluble unidad. La comunión personal de espíritu y cuerpo entre los esposos está llamada a crecer y perfeccionarse, sobre todo en el sacramento del matrimonio por la comunión con Cristo, en la misma fe y en los sacramentos. La solidez original del vínculo conyugal se acrecienta por la elevación del matrimonio a sacramento, de modo que el verdadero matrimonio ya no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte[21].
En consecuencia, la poligamia no se ajusta a la ley natural, pues contradice radicalmente la comunión conyugal plena y exclusiva y es contraria a la dignidad de las personas. También ofende esa dignidad la costumbre de convivir con la perspectiva de contraerlo más adelante, aunque algunos reclamen hoy una especie de unión a prueba cuando existe intención de casarse. Cualquiera que sea la firmeza del propósito de los que se comprometen en relaciones sexuales prematuras, éstas no garantizan que la sinceridad y la fidelidad de la relación entre un hombre y una mujer queden aseguradas, y sobre todo protegidas, contra el cambio de sentimientos y pasiones[22]. La unión carnal sólo es coherente con al dignidad de la persona y moralmente legítima cuando se ha instaurado una comunidad de vida definitiva entre el hombre y la mujer. Porque el amor humano no tolera la "prueba", es decir, exige un don total y definitivo de las personas entre sí.
Oscurecido en la conciencia social lo esencial del matrimonio Jesucristo restituyó aquella primitiva unidad del matrimonio y prohibió cualquier atentado a esa unidad. En obediencia a su Maestro la Iglesia ha defendido siempre esta propiedad esencial, aunque en ocasiones haya sido una dificultad para los esfuerzos misioneros entre paganos que han oscurecido la ley natural, o haya retrasado incluso la conversión de pueblos enteros a la verdadera fe.
La fidelidad del amor conyugal
La doctrina de la indisolubilidad del matrimonio fue enseñada por la Iglesia desde el principio sin la menor duda, y urgió en la práctica el cumplimiento moral y jurídico de aquella doctrina expuesta con plena claridad por Jesucristo[23] y los Apóstoles, porque esa indisolubilidad entra en los designios divinos desde el origen de todo matrimonio, de modo que «no separe el hombre lo que ha unido Dios» (Mt 19,6).
Cabe preguntarse qué se puede hacer cuando las relaciones de un matrimonio parecen definitivamente destruidas. En esos casos, que no ocurren sin culpa de uno o de ambos cónyuges, habría que agotar todos los recursos de conciliación, antes de llegar a la separación canónica. Porque el Derecho canónico admite la separación, radicalmente distinta al divorcio, cuando la convivencia se hace insostenible para un determinado matrimonio, después de un examen atento en el que se ponderan motivos y soluciones. De este modo se ratifica la ley divina sobre la indisolubilidad natural del matrimonio, pero se atiende también a las dificultades particulares de aquel matrimonio. La Iglesia permite que vivan separados, pero no pueden contraer nuevo matrimonio mientras vivan los dos.
Otra cosa, que también ha previsto la legislación canónica, es la declaración de nulidad matrimonial: cuando los tribunales eclesiásticos dictaminan sobre la nulidad de un matrimonio no disuelven el vínculo, sino que declaran que nunca hubo vínculo ni matrimonio (aunque hubiera apariencias de tal), a causa de algún impedimento que lo imposibilitaba, o por faltar algún requisito esencial para el consentimiento prestado con libertad y suficiente madurez. Cuando algunas personas se sorprenden por algunas declaraciones de nulidad suele ser por falta de formación que desconoce esas distinciones o por falta de información sobre casos que afectan a la conciencia y que los tribunales eclesiásticos no airean en los medios de comunicación. De todos modos se puede engañar a un tribunal, cosa nada fácil porque trabajan con profesionalidad y respeto a la fe, pero no se puede engañar a Dios, aun presentando pruebas amañados o testigos falsos.
Es bien conocida la fortaleza de algunos Pontífices frente a ciertos poderosos para mantener vigorosamente la indisolubilidad en el matrimonio: de Pío VII contra Napoleón cuando quiso repudiar a Josefina para unirse a María Luisa; de Clemente VII contra Enrique VIII de Inglaterra a pesar del peligro de un cisma para la Iglesia, como efectivamente ocurrió; de Inocencio III con Felipe Augusto, y de Nicolás I contra el emperador Lotario de Lorena. El Magisterio pronunció en todos esos casos aquella afirmación: Non licet, non possumus: tratándose de una ley divina, a los hombres no es lícito ni podemos dispensar de ella.
Porque, de manera semejante a como la poligamia se opone a la unidad, el divorcio se opone a la indisolubilidad, como refleja ese para siempre que está en la entraña del amor que se prometen los esposos. Por eso el divorcio es una ofensa grave a la ley natural pues pretende romper el compromiso, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte. Además, el divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio sacramental es un signo, como hemos visto a la luz de Jesucristo y la Iglesia. El hecho de contraer una nueva unión, aunque sea reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se haya entonces en situación de adulterio público y permanente; y por ese escándalo se entienden las restricciones que exige la Iglesia mientras no haya conversión[24].
Conviene saber que el divorcio no sólo atenta al matrimonio como sacramento, sino también al matrimonio tal como fue querido por Dios como institución natural, antes de su elevación a la dignidad de sacramento. Cuando el divorcio es admitido en una sociedad, quiere decir que, por desgracia, en esa sociedad se ha perdido no sólo el sentido cristiano de la vida, sino que ha habido un retroceso en lo que se refiere al conocimiento de la ley moral natural; y ocurren graves consecuencias para la familia y para la sociedad entera, que se pueden ver fácilmente donde el divorcio ha sido introducido en la legislación. Además, los católicos defendemos la indisolubilidad del matrimonio no exclusivamente por motivos religiosos, y menos aún por subjetivas razones de conciencia individual, sino también como ciudadanos que, guiados por su conciencia cristiana, tenemos el derecho y el deber de participar en la vida pública, defendiendo lo que sabemos que corresponde a las exigencias naturales de una institución de importancia esencial para el bien de la sociedad.
5. Abiertos a la vida
En muchos países de Europa y del mundo occidental la demografía avisa desde hace años del riesgo que tiene una sociedad cuando los mayores superan en número a los menores, concretamente en España los mayores de 65 años son casi 2 millones superando en 1,1 millones a los menores de 14 años, formando una pirámide de población invertida. De modo que en un futuro no lejano esta sociedad difícilmente puede conseguir el bien común, con el progreso económico o la seguridad social para enfermos y ancianos. Los más atrevidos y sin criterio moral se atreven a proponer por la puerta de atrás la eutanasia como solución terminal para aliviar el peso a los laboralmente activos. Se trata de una solución inhumana con la que se quiere remediar, pero no solucionar, un mal previo que es la mentalidad contraceptiva o la terrible aceptación social del aborto. Un mal jamás se podrá solucionar con otro mal, y más en este caso cuando está en juego el origen y término de la vida, de la que nadie es dueño, pues la ha recibido del Creador a través de los padres.
El bien de los hijos
Con aquel «creced y multiplicaos» Dios confió al hombre, varón y mujer, la misión de participar en su capacidad creadora para alcanzar así su perfección propia, y por ello el matrimonio posee unos fines específicos que corresponden a la ordenación hecha por Dios. Como es lógico, esto vale para cualquier tipo de matrimonio legítimo y no sólo para el de los católicos, pues los fines del matrimonio establecidos por designio divino en la misma ley natural son la procreación y educación de los hijos, junto a la mutua ayuda
Partiendo de esa antropología los cónyuges no deben separar voluntariamente el significado unitivo y el significado procreador de los actos conyugales, porque sería una contradicción para la entrega total, que los convierte en cooperadores de Dios en dar la vida a una nueva persona humana.[25]. Por tanto, la antropología del matrimonio muestra cómo el amor conyugal implica tanto los hijos como el perfeccionamiento de los esposos: «En su realidad más profunda el amor es esencialmente don, y el amor conyugal, a la vez que conduce a los esposos al recíproco conocimiento que les hace una sola carne (Cfr. Gn 2,24), no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de Dios en el don de la vida a una nueva persona humana»[26].
En esta doctrina no hay naturalismo poco científico sino profundo sentido moral que contrasta a veces con la mentalidad contraceptiva, posibilitada más aún en nuestro tiempo por los anticonceptivos. No se trata de una cuestión de técnicas más o menos limpias para evitar los hijos sino del acto moral objetivamente desordenado cuando separa voluntariamente el significado unitivo y el procreador inscrito en la donación corporal de los esposos: «Al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. Esta diferencia antropológica y moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos periódicos implica (...) dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí»[27].
Cuando un matrimonio busca sinceramente la verdad sin detenerse en la comodidad acaba por encontrarla, porque no en vano la voz de Dios resuena en la conciencia que llega a descubrir la ley natural, y más si acude a la palabra revelada. Así lo reconocía el matrimonio formado por Scott y Kimberly Hahn al ver que la Biblia enseña la fecundidad y reprueba la infecundidad voluntaria. Sin embargo la luz plena acerca de la natalidad sólo les llegó al estudiar esa Encíclica de Pablo VI porque advirtieron que la Iglesia católica defendía, prácticamente en solitario, una postura acorde plenamente con la revelación bíblica. Esto fue para ellos un paso decisivo en su acercamiento a la fe católica hasta que más tarde llegaron a Roma como el dulce hogar[28].
Entre los cónyuges que cumplen la misión que Dios les ha confiado, merecen un reconocimiento especial de la Iglesia y de la sociedad los matrimonios que, de común acuerdo, aceptan con magnanimidad una prole numerosa para educarla dignamente[29]. La Sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres pues ellas constituyen la garantía del bienestar físico y moral de un pueblo. De ahí que la Iglesia recuerde que esas familias tienen derecho a la asistencia adecuada por parte de la sociedad en lo que se refiere a la procreación y educación de los hijos y no deben ser sometidos a discriminación alguna[30].
Otra cosa distinta es el uso responsable de la capacidad generadora por parte de los esposos cuando hay razones justificadas para espaciar un nacimiento, como enseña el Catecismo: «La continencia periódica, los métodos de regulación de nacimientos fundados en la autoobservación y el recurso a los períodos infecundos (Cfr. HV 16), son conformes a los criterios objetivos de la moralidad. Estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica. Por el contrario, es intrínsecamente mala "toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación" (Cfr. HV, 14)»[31]. Por ello enseña la Iglesia que: «Si para espaciar los nacimiento existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad»[32].
En el año 2005 nacieron en Europa 850.000 niños menos que hace veinticinco años, a pesar de un aumento de la población en 30 millones de personas en este período. En un solo año y en la UE-15, 2004, se produjeron 1.235.000 abortos, que supone uno de cada 6 embarazos[33]. Son cifras alarmantes que indican la difusión de una mentalidad contraceptiva desde los centros de poder, que viene facilitada por la falta de formación humana y cristiana de tantos.
La fecundidad del amor conyugal se extiende más allá de la generación de los hijos, pues les compete el deber de educarlos como personas e hijos de Dios, con un derecho primario e inalienable que nadie puede sustituir, aunque sí colabore la escuela que libremente elijan ellos para educarles de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas. El Estado no es educador primario de la persona sino que debe garantizar los derechos de los padres, la libertad para elegir escuela y la gratuidad de la enseñanza obligatoria, actuando de modo subsidiario con los agentes sociales. Sin embargo es bien sabido que a veces un determinado Estado o un gobierno pueden caer en la tentación de suplantar a los padres y diseñar leyes de educación que coartan la libertad de las familias intentando conformar ciudadanos a la medida de una determinada ideología, que fácilmente tiende al totalitarismo más o menos encubierto. Frente a ese peligro la ley natural y la enseñanza de la Iglesia insiste en que los padres son los principales y primeros educadores de sus hijos, como una consecuencia de la tarea fundamental del matrimonio y de la familia que es estar al servicio de la vida y de libertad.
Parece que las políticas sobre la familia no valoran a la familia como esperanza de la sociedad, un inmenso caudal humano que garantiza el futuro de una sociedad. Hace años que la política familiar en Europa no es favorable a la familia; concretamente España es el país de la Unión Europea que menos recursos destina a prestaciones familiares: el 0,52 por ciento del PIB frente al 2,2 como media de la UE-15, y en los Presupuestos Generales del Estado no aparecen las dotaciones necesarias para hacer realidad las acciones a favor de la familia que los partidos políticos suelen anunciar como programa antes de las elecciones. Y los ciudadanos ya no nos conformamos con declaraciones sobre la importancia de la familia, pues tenemos razones para esperar hechos concretos. Pero otra parte importante de responsabilidad depende de las mismas familias, sobre todo de los padres: de su generosidad y paternidad responsable, de su ejemplo de austeridad, y de la transmisión de la fe a sus hijos. España tiene una de las tasas de fecundidad más bajas del mundo y es el país que más rápidamente envejece. Es el momento de que esto cambie y de pechar con la propia responsabilidad.
Juan Pablo II ha explicado repetidas veces la naturaleza del matrimonio y de la familia, y lo mismo Benedicto XVI, especialmente en el mencionado viaje a Valencia para clausurar el Encuentro Mundial de las Familias. Y la Conferencia Episcopal Española ha publicado varios documentos de importancia sobre la familia como santuario de la vida y esperanza de la sociedad [34]. Tenemos pues todo un programa para revitalizar la familia y sanear la sociedad asegurando una convivencia con menos traumas y en libertad, sobre todo para los jóvenes. Esas consideraciones y exhortaciones pastorales apelan a la razón y la fe para quitarse complejos y ver con más claridad la verdad sobre el amor humano, el matrimonio y la familia, más allá de las modas impuestas en una sociedad desnortada. Todos deberíamos valorar y apoyar a las familias normales porque aportan grandes beneficios a la sociedad; sin embargo parecen encontrarse hoy ante una sociedad hostil que las mira como si representaran unos valores ajenos a una sociedad moderna y democrática.
El genio de Cervantes recoge los consejos que Don Quijote dio a Sancho Panza para gobernar aquella famosa ínsula: «Come poco y cena más poco; que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago». Algo semejante podríamos decir acerca de la sociedad: que la salud de todo el cuerpo social se fragua en la oficina de la familia, y llega la hora de afrontar sin complejos las causas de esta crisis y aplicar soluciones. A muchos nos preocupan las abundantes rupturas matrimoniales y las secuelas en los hijos, la extensión del divorcio y el aumento de las parejas de hecho, la aceptación social del aborto y de la eutanasia, así como el recurso a la reproducción artificial. El bueno de Sancho decidió poner en práctica los consejos recibidos porque el gobierno de aquella ínsula le desbordaba. Hoy el santuario de la familia no es un templo determinado sino que reside en cada familia que se reconoce como santuario de la vida y esperanza de la sociedad, y como camino de santidad para los creyentes. De ahí que Juan Pablo II afirmara en Familiaris Consortio que el futuro de la humanidad se fragua en la familia: una familia sana es el fundamento de una sociedad libre y justa, es el mejor legado que podemos dejar a los jóvenes.
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[1] BENEDICTO XVI, Homilía, Valencia, 9 julio de 2006.
[2] Catecismo de la Iglesia, CCE, n. 1603.
[3] Gn 1,27-28. Cfr. Gn 2,7.18, 21-24.
[4] El Génesis no contiene afirmación alguna que permita hablar de subordinación de un sexo al otro. Y la doctrina cristiana habla por eso de la complementariedad entre varón y mujer, no solamente a partir de la bipolaridad sexual con vistas a la procreación, sin también como varón y mujer que son al mismo tiempo iguales y diferentes. Cfr. J.MORALES, El Misterio de la Creación, p. 216-217.
[5] Pío XI, Casti Connubii, CC, 3. Esta Encíclica está considerada como la Carta magna sobre el matrimonio, y aparece repetidas veces citada por el Concilio Vaticano II. Posteriormente Juan Pablo II ha publicado en 1981 la Exh.Ap. Familiaris Consortio, dedicada al matrimonio y la familia. Esto le confiere cierto carácter sagrado, como a todo el derecho natural, y hace que esos rasgos constitutivos del matrimonio trasciendan la voluntad de quienes lo contraen
[6] JUAN PABLO II, Tríptico Romano, p. 36.
[7] CCE, 1606.
[8] Cfr. Os 2,16-25, Jr 2,1-2; 3,1.6-12; Ez 16; Is 54, 1-8; 62,4-5.
[9] J.PEARCE, TOLKIEN, Hombre y mito, Minotauro, Madrid 2000.
[10] «Los Padres interpretan siempre estas bodas en la perspectiva de unos desposorios aplicados a Cristo, el verdadero Esposo de la Nueva Alianza». I. DE LA POTTERIE, María en el misterio de la Alianza, p. 240.
[11] «Puesto que Cristo hizo signo de gracia el mismo consentimiento conyugal válido entre los fieles, la razón de sacramento se une tan estrechamente con el matrimonio cristiano que no puede haber verdadero matrimonio entre bautizados que no sea por lo mismo sacramento», PÍO XI, CC, 14.
[12] San JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n.91.
[13] Cfr. Instituto de Política Familiar, IPF, Informe de Evolución de la Familia en España 2006, Febrero 2007, Fuentes: INE y Eurostat.
[14] Ritual del Matrimonio, n. 66.
[15] Gaudium et Spes, GS, 49 c.
[16] GS, 48 a.
[17] Cfr. INE, Nota del 27 de julio de 2004. Fuente: Eurostat.
[18] JUAN PABLO II, Familiaris Consortio, FC, 13. Un poema de T.S.Eliot expresa la intuición de la perfecta unidad complementaria en el verdadero matrimonio: «Todo estará bien, todas las cosas serán buenas, / cuando, reunidas, las lenguas de fuego/ se hagan un nudo en forma de corona/ y sean el fuego y la rosa/ una misma cosa». Four Quartets, en The complete Poems and Plays, Faber & Faber, Londres 1990, p. 198.
[19] Cfr. IPF, Cfr. Informe de Evolución de la Familia en España 2006, enero 2007, www.ipfe.es, Fuentes: INE y Eurostat.
[20] Cfr. Mt 19,6, Gn 2,24.
[21] CIC, can. 1141, Cfr. can. 1061,1.
[22] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, CDF, Decl. Persona humana, 7.
[23] Mt 19,3-9; Mc 10,1-12; Lc 16,18, 1 Co 6,16; 7,10-11; Rm 7,2-3; Ef 5, 31 ss, etc.
[24] Los fieles que se encuentran en esta situación no pueden acercarse a recibir la Eucaristía si antes no reciben la absolución sacramental. Y no pueden recibir la absolución si no están arrepentidos y con el propósito de vivir de acuerdo con la ley moral. Cfr. JUAN PABLO II, FC, 79-84. CDF, Carta sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14-IX-1994.
[25] «Es precisamente partiendo de la visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena, sino también sobrenatural y eterna (Enc. Humanae vitae, 7: AAS 60, 1968, 485), por lo que Pablo VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador (Ibíd. 12). Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (Ibíd., 14) ». JUAN PABLO II, FC, 32.
[26] JUAN PABLO II, FC, 14. De ahí que los esposos a quien Dios no ha concedido tener hijos pueden alcanzar también su plenitud humana en el amor conyugal y en el servicio a los demás.
[27] Cfr. JUAN PABLO II, FC, 32; Cfr. CCE, 2370.
[28] Scott y Kimberly Hahn, Roma, dulce hogar, Rialp, 2000.
[29] GS, 50. La Sagrada Escritura y la práctica tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas un signo de la bendición divina y de la generosidad de los padres.
[30] Cfr. Carta de los derechos de la familia, art. 3 c.
[31] Ibidem.
[32] PABLO VI, HV, 16.
[33] INE, Ibidem.
[34] Cfr., CEE, La Familia, Santuario de la vida y Esperanza de la sociedad, 21 abril 2001; Directorio de Pastoral Familia en la Iglesia en España, 2002.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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