El cristiano ama al mundo porque ama a Dios y protege el mundo con responsabilidad porque Dios lo ha puesto en sus manos. Comparte la cultura con todos los demás hombres de su tiempo y con ellos, pero sin perder su identidad, trabaja con esfuerzo y entusiasmo para construir una cultura digna del hombre
Arguments
Hace pocos días un amigo me asaltó por un pasillo: tengo un texto que te gustará. Ya me dirás que te parece, y me pasó unas fotocopias unidas con una grapa y bastante trabajadas con subrayados y glosas. Me llamó la atención una frase: No estamos asistiendo al alumbramiento de una era postcristiana sino que asistimos a los funerales de la era neopagana y secularizada. ¡Caramba!, -pensé- esto por lo menos es provocador. Veamos a dónde nos lleva.
Guardé los folios de mi amigo en un cajón, con ánimo de devolvérselos en su momento, y con la intención de conseguir mis propias páginas sobre las que reflexionar y anotar. Al concluir el trabajo de aquella mañana, la red y la impresora me facilitaron lo que buscaba: 10 folios por las dos caras, titulados Cristianos en Europa después de la cultura secularizada. Su autor, Miguel Lluch.
¿Qué es lo que allí se dice? ¿Cuáles son las ideas fundamentales que Lluch transmite? A mi entender, el mensaje que se quiere comunicar es el siguiente: vivimos un tiempo entre dos tiempos, asistimos a los estertores crepusculares del secularismo, que, sin embargo, todavía golpea con fuerza; en esa situación, las mujeres y los hombres cristianos, manteniendo su identidad religiosa, no pueden encerrarse a la defensiva en los muros de protección de las comunidades vivas de los creyentes, porque tienen la apasionante tarea de contribuir al nacimiento de la nueva cultura, aportando con audacia su propia creatividad personal y su fe.
Estamos acostumbrados a pensar que el tiempo actual es un momento de cambio: el cristianismo ha sido superado y -para gozo o desdicha, según la perspectiva- entramos en una cultura postcristiana. En realidad las cosas no son así. Hace mucho tiempo que la mentalidad colectiva dominante en la sociedad y en la cultura ya no es cristiana. Lo novedoso no son los proyectos secularizadores. Lo nuevo es que la cultura secularizada dominante desde hace siglos ha entrado en crisis y que ya no tiene fuerzas para inaugurar nuevas eras.
¿Cuál es el problema, entonces? ¿Acaso semejante crisis no es positiva desde el punto de vista cristiano? ¿No es motivo de alegría que el oponente desfallezca? El problema es que en esta etapa final la cultura de lo que Henri de Lubac llamó en 1967 humanismo ateo, está dejando de ser humanista. La cultura del Hombre contra Dios se vuelve contra los hombres. Y eso para el cristiano, a quien nada humano resulta ajeno, nunca es motivo de júbilo.
El humanismo ateo nació como una cultura anticristiana: todas sus acciones prácticas y sus elaboraciones intelectuales se desplegaron en silenciosa contraposición a la religión, como marginación y sustitución de la vida cristiana y de sus obras culturales.
En el actual momento de extinción de la cultura secularista, el laicismo es más beligerante, más dictatorial, se ha convertido en totalitarismo. Agotado el pensamiento y la capacidad de argumentación, se dedica con todas sus fuerzas -ya agónicas, pero todavía salvajes- a imponer sus principios configurando una legislación favorable a todas las costumbres e instituciones sociales que no sean cristianas. Se ha producido una mutación y ha aparecido un nuevo modelo, el humanista sin límites, que en su urgente afán de eliminar todo lo cristiano, ataca también lo humano.
Antes, el humanista marginaba a Dios de la realidad que cuenta para la vida, desconfiaba e incluso descalificaba a las personas con convicciones basadas en una religiosidad viva, pero creía en la moralidad, trataba de ser buena persona y buen ciudadano, rechazaba la violencia, cuidaba del bienestar propio y de sus seres queridos. No quería fundamentar su vida ni sus decisiones en verdades permanentes, pero conservaba unos límites, respetaba unas normas que no debían abandonarse.
Según el humanista evolucionado nada nos limita: ni Dios, ni la naturaleza, ni la razón. Ante este nuevo mutante sin límites nadie está seguro, ni siquiera los humanistas con límites. El combate crepuscular de la Cultura sin Dios no es entre cristianos y no cristianos, sino entre los que quieren mantener el proyecto ilustrado de una sociedad moral sin Dios y los que siguiendo el argumento de Habermas- se han convertido en fríos cínicos y relativistas indiferentes, ya no quieren seguir soportando normas y medidas de rectitud. Ya nada une a estos dos grupos, salvo su oposición a lo cristiano. Esta es en mi opinión escribe Lluch- la dramática situación en la que nos encontramos.
En ese combate, el humanista con límites está llamado al fracaso, poco puede oponer ante el despliegue arrogante del humanista sin límites. Atenazado por su afán de eliminar a Dios, no tiene fuerzas ni respuestas capaces de hacer frente a los impulsos individualistas. Si se suprime la hipótesis de un Dios rector del mundo no llego a comprender dice Antonio Baumann- sobre qué realidad se puede asentar la noción de un derecho que permita al individuo, mónada aislada, situarse frente a los otros seres que le rodean y decirles: hay en mí algo de intangible que os obliga a respetarme porque su principio es independiente de vosotros.
¿Nos queda pues, solamente, el horizonte de la barbarie? ¿Caminamos apresurada e inexorablemente hacia una barbarie técnica y centralizada, reflexivamente inhumana y por eso más peligrosa que la antigua? ¿Tiene el relativismo la última palabra?
Sabemos que no. Nuestra fe decía Benedicto XVI en Austria el pasado 8 de septiembre- se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad, como si esta fuera demasiado grande para él. Sabemos también que el cristianismo no está en peligro en un tiempo entre dos tiempos. Porque no se une sustancialmente a las culturas. A lo largo de sus dos mil años de historia ha conocido más cambios culturales que ninguna otra realidad viviente en el mundo. El cristianismo se hace presente en todas las culturas humanas sin identificarse con ninguna de ellas. Sobrevive incluso la vida de las culturas que se han hecho cristianas.
Pero al cristiano, al cristiano concreto, la nueva situación le puede desconcertar. Debe reorientarse y aprender a manejarse en un tiempo en el que la identidad cristiana es atacada precisamente con argumentos originariamente cristianos aunque ahora tergiversados. No sólo tiene que sobrevivir personalmente en medio de la tormenta desatada a su alrededor. Es también responsable de la tarea de cuidar y perfeccionar el mundo. La fe en Cristo escribía San Josemaría Escrivá- ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana.
El cristiano ama al mundo porque ama a Dios y protege el mundo con responsabilidad porque Dios lo ha puesto en sus manos. Comparte la cultura con todos los demás hombres de su tiempo y con ellos, pero sin perder su identidad, trabaja con esfuerzo y entusiasmo para construir una cultura digna del hombre.