Havel proponía una verdadera transformación de la democracia en favor del individuo concreto. "Se trata de la rehabilitación de valores como la confianza, la amplitud de miras, la responsabilidad, la solidaridad y el amor"
La Gaceta de los Negocios
En estos días de comienzo de un nuevo curso académico y de retorno a la agria confrontación en los medios de comunicación de nuestro país, viene a mi cabeza la breve visita que pude hacer en julio a la ciudad de Praga. No había estado nunca en la capital de la República Checa, pero conservaba en mi memoria el vivo recuerdo de la primavera de 1968 y las imágenes de los tanques soviéticos avanzando pesadamente por las calles de Praga el 21 de agosto para aplastar aquel brote de libertad. El comunismo real no admitía primaveras en las que pudiera hablarse con libertad, en las que fuera posible un verdadero humanismo, el amor entre los seres humanos y un genuino protagonismo del pueblo.
Por este motivo, el primer lugar de Praga que quise visitar fue la emblemática estatua de San Wenceslao, que casi cuarenta años atrás había escuchado tantos emocionados discursos y había visto aquellas ilusiones democráticas machacadas por los carros de combate, pero que dos décadas después, en noviembre de 1989, había sido testigo de las multitudinarias manifestaciones de la "revolución de terciopelo", encabezadas por Václav Havel, que restaurarían la democracia.
Conforme iba subiendo por la amplia avenida abarrotada de turistas de todas las nacionalidades, advertí con cierta desazón la notable transformación de los edificios que flanquean aquella ilustre estatua que había sido el centro emocional de Praga. El edificio de la izquierda se ha convertido en un imponente McDonald's con mesas en la calle atestadas de gente bajo sus sombrillas rojas; el de la derecha exhibe ostentosamente los rótulos luminosos del Casino Ambassador abierto las 24 horas del día. La visión de ambos edificios americanizados me encogió el corazón, pero al llegar al pie de la noble estatua ecuestre me reconcilié con Praga al encontrar un grupo de jóvenes asiáticos y occidentales que hacían campaña con un megáfono, carteles y publicaciones en favor de Falung Gong y en contra de la sistemática violación de los derechos humanos en China. Trajeron a mi memoria las proféticas palabras de Václav Havel, "lo malo no es mentir; lo malo es vivir en la mentira".
Paseando luego por el centro y por Josefov, el antiguo barrio judío, pude ver casi las mismas tiendas de souvenirs y abalorios diversos que llenan los cascos antiguos de las ciudades turísticas. Llamó mi atención el hecho de que muchas iglesias son ahora museos o auditorios musicales, que ofrecían en la tarde del sábado conciertos de Dvorak y otros músicos checos, y que las estatuas religiosas del majestuoso puente de Carlos IV y de tantos otros lugares no cuadraban del todo con los ruidosos turistas que se fotografiaban sonrientes y despreocupados junto a ellas. La elocuente lección de espiritualidad de aquellas estatuas parecía del todo ahogada por el trasiego comercial del turismo. En mi primera tarde, Praga me pareció una ciudad postcristiana, degradada por décadas de comunismo gris primero y por un agresivo capitalismo consumista después.
Sin embargo, a la mañana siguiente pude asistir a la misa de 8 en la impresionante catedral de San Vito, junto al castillo que domina la ciudad. La luz del sol se filtraba por las amplias vidrieras y los poderosos sones del órgano llenaban las naves de la catedral. No estábamos más de 30 personas, incluidas media docena de jóvenes monjas checas, muy elegantes con sus hábitos negros. La misa, en checo, sin prisas, fue una verdadera experiencia espiritual. Como lo fue también, al dejar la catedral por el barrio de Malá Strana, la ciudad menor, advertir el contraste entre la cumbre del barroco de la iglesia de San Nicolás, vacía y fría, y la modesta iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, que atesora la venerada estatua del Niño Jesús de Praga, llena de feligreses que acudían a la misa de diez.
Visitar Praga da mucha luz sobre las contradicciones de nuestro tiempo y de nuestra sociedad occidental. Frente a la mentalidad conformista del turismo pagano, la libertad que defendían los jóvenes al pie de la estatua de San Wenceslao. Frente a las iglesias transformadas en museos, la práctica vital enriquecedora de la fe cristiana. El espíritu de Praga que alentaba en el socialismo de rostro humano de 1968 y en la revolución de terciopelo de 1989 parece ahora como anestesiado, pero hay algunos signos de que una nueva primavera está brotando en estos países de la vieja Europa sometida a la dictadura comunista en el pasado siglo.
De regreso a España pude releer el luminoso ensayo de Václav Havel de 1990 sobre La reconstrucción moral de la sociedad, en el que defendía una auténtica "revolución existencial", una renovación radical de la relación del individuo con los demás, con el prójimo y con la comunidad en cuanto tal. Havel denunciaba certeramente que las democracias parlamentarias tradicionales no disponen de recursos para hacer frente a la presión de la sociedad de consumo y del dominio tecnológico.
Havel proponía una verdadera transformación de la democracia en favor del individuo concreto. "Se deberían constituir estructuras sostenía el dramaturgo luchador por la libertad que, en lugar de partir de la formación de relaciones y de garantías políticas, partieran de un nuevo espíritu; es decir, principalmente de un contenido humano. Se trata de la rehabilitación de valores como la confianza, la amplitud de miras, la responsabilidad, la solidaridad y el amor". Al releer estas palabras, que tanto contrastan con nuestra realidad cotidiana, es lógico que la imaginación vuele en pos del espíritu de Praga.