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El 28 de octubre serán beatificados en Roma 498 de los miles de católicos asesinados en la persecución religiosa desencadenada en la España de los años treinta, durante la II República y la Guerra Civil. La Iglesia católica ha dicho que, al honrar a estos mártires, no esgrime esas muertes contra nadie. Cualquiera que defienda la necesidad de seguir la propia conciencia y la libertad religiosa puede sumarse a este recuerdo. El historiador Fernando de Meer evoca el contexto en que se produjeron los hechos.
Nunca olvidaré la emoción que sentí al visitar un cementerio de soldados británicos en el bosque de Arenberg, cerca de Lovaina. Miles de cruces blancas, césped cuidado, la tribuna ligeramente elevada en el fondo. No obstante, lo que más llamó mi atención fueron algunas cruces cercanas a la entrada en las que, por ejemplo, podía leerse: Abatido en el sur de Bélgica. Desconocido para los hombres, conocido para Dios. Me pareció admirable esa voluntad de gratitud hacia todos aquellos soldados, muy jóvenes en su mayoría, que dieron su vida para que la libertad pudiera ser una realidad en Europa.
He tenido sentimientos análogos al recorrer la catacumba de san Sebastián en Roma, donde un tiempo estuvieron enterrados los restos de san Pedro. No resultaba difícil considerarse integrado en la tradición de aquellos cristianos, que hasta el inicio del siglo cuarto de nuestra era vivieron una vida diaria no siempre fácil, siglos en los que muchos sellaron con su sangre la fidelidad a Jesucristo.
Me parece una manifestación de justicia y gratitud recordar a aquellos que dieron su vida por ser coherentes con su fe. Los primeros mártires quizá no murieron porque el odio a la religión fuera la causa que movía a la autoridad que desencadenaba la persecución. Entregaron su vida porque no desearon anteponer a la ley del amor a Cristo, sobre todas las cosas, la ley de un imperio que les ordenaba dar culto al emperador.
Este sentimiento de gratitud revive ante la noticia de una próxima beatificación de 498 personas que dieron su vida por no renunciar a su fe, algunos en 1934, y el resto en la zona republicana durante la guerra de España.
498 personas es una cifra extraordinaria. No obstante, en ese número no hay cuestión. Cuando los sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados se acercan a los 7.000, y también son muy numerosos los laicos asesinados por su fe, necesariamente se vuelve a plantear la causa y el modo en el que se produjeron esas muertes, cómo aceptaron las personas asesinadas su inmolación, y cómo en todas las épocas de la historia la Iglesia ha rodeado de un recuerdo particular y de un afecto especial a aquellos que padecieron por ser leales a Cristo.
La vida durante los años de la Segunda República, y especialmente las consecuencias de la revolución de octubre de 1934, había llevado a sacerdotes y religiosos a pensar que tenían que estar dispuestos a morir antes que negar la fe que profesaban. La conciencia de morir por ser fieles a Cristo se agudizó en la primavera de 1936. Parece oportuno evocar dos testimonios. Ambos sucedieron en Madrid. El primero está narrado por un capuchino de Jesús de Medinaceli, el 7 de octubre de 1934, mientras escuchaba el tiroteo cercano a su convento: Reunidos en torno al Sagrario orábamos; no llorábamos como pusilánimes, y nos ofrecíamos gustosos a lo que el Señor dispusiera de nosotros.
El segundo corresponde al mes de junio de 1936. Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid, al hablar a la promoción que ordenaría ese año, les dijo: antes de un mes alguno puede ser mártir. Y tras estas palabras requirió a todos que expresaran, si esa era su voluntad, de nuevo y libremente su decisión de recibir el sacerdocio. Todos respondieron afirmativamente.
Producida la sublevación militar y cívica, la persecución religiosa que se desató en la zona en la que la insurrección fracasó se caracterizó por una virulencia total. Los alzados en armas y parte de los republicanos de izquierda no se esperaban una persecución de tal magnitud.
La sublevación militar no consiguió hacerse con el poder del modo más rápido posible. Ese fracaso provocó las revoluciones sociales que intentaba evitar y que se tradujeron en un elevado número de asesinatos por motivos religiosos.
El Estado republicano quedó totalmente desestructurado y dentro de una violentísima revolución social tuvo lugar la persecución religiosa ante la pasividad y la inoperancia de los instrumentos que debían garantizar la vida a los ciudadanos.
A modo de breve ejemplo, se puede afirmar que la quema de Iglesias y conventos se inició en Madrid al atardecer del sábado 18 de julio. Fueron incendiadas la parroquia de san Andrés, la parroquia de san Ramón, el convento de las Comendadoras de Santiago, la Iglesia de Nuestra Señora de los Dolores y el edificio anejo a la Mutua del Clero. Fueron asesinados los cuatro primeros sacerdotes. El domingo se celebró Misa en algunas iglesias madrileñas.
Unos meses más tarde Pío XI podía hacer esta referencia a España: Vive hoy la Iglesia momentos heroicos, al menos tan heroicos como en los primeros siglos; es por ello que en Rusia y en México primero, y ahora en España en proporciones mucho mayores, se ha abierto de nuevo el gran libro del martirologio. Y ahora, como en los primeros siglos de nuestra era, la fe, el heroísmo y la sangre de los mártires son la fuerza. La persecución se produjo en el ámbito de una revolución social que en los primeros meses tuvo una violencia mayor que la revolución que llevó a los comunistas al poder en Rusia.
Al número de asesinatos se unía la crueldad con la que la mayoría fueron realizados. A mediados de septiembre de 1936 el número de sacerdotes, religiosos y religiosas asesinados se elevaba a 3.400; entre ellos diez eran obispos.
El caldo de cultivo de la violencia
Detrás de aquellos hechos había decenas de años de propaganda anticlerical y la difusión de ideologías políticas que tenían un fundamento radicalmente antirreligioso. Los obispos de la Iglesia católica, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y muchos cristianos corrientes eran vistos como los exponentes de una realidad que había que arrancar de cuajo para que surgiera el hombre moderno. Aquella persecución tan irracional, y tan cruel, no sólo tenía detrás personas poco cultas, con un carácter pasional y de reacciones extremas. Había años de propaganda anticatólica y antirreligiosa destinada a presentar al sacerdote como un parásito de la sociedad y a la religión como una traba para un verdadero progreso científico y humano.
Me parece que es posible afirmar que en una buena parte de los republicanos que participaron en los actos de persecución religiosa, y en los asesinatos, se había plasmado, de una u otra manera, la idea de que el hecho religioso debía ser suprimido de raíz, y para ello existían diversos caminos entre los que estaba como solución la eliminación física. Los cinco años de vida de la República española habían contribuido a tensar los espíritus y a hacer patente que era imposible la convivencia entre personas de convicciones religiosas y agnósticas. Al intentar alterar el orden social de un modo radical muchos pudieron pensar que uno de los primeros pasos para conseguir un cambio absoluto era la eliminación de la Iglesia de la vida española.
Esa actitud de persecución religiosa que en ocasiones se manifestaba o procedía de un laicismo cultural agresivo puede pensarse en el número de iglesias que fueron destruidas necesariamente influía en personas con escasa capacidad de análisis intelectual para quienes los sacerdotes, los obispos y en general la Iglesia aparecía vinculada a un orden político considerado como conservador y negador de la libertad radical del hombre. Se abrió ante los revolucionarios agnósticos la posibilidad de borrar todo lo que supusiera para el hombre una advertencia de que había una dimensión espiritual.
Sólo podía darse una sociedad nueva y libre, de individuos libres y nuevos, en la medida en que se elimine de raíz la idea de un ser trascendente. La radical libertad que el anarquismo reclama para el hombre exige el reconocimiento de que este se encuentra solo, completamente solo (Gonzalo Redondo). Desde estos presupuestos ideológicos aplicados con brutal coherencia, puede comprenderse parte de la persecución religiosa acaecida en la zona leal al gobierno de la República.
Un escritor contemporáneo ha dicho: La virulencia mortal del anticlericalismo español se enraizaba en su dimensión dual: el anticlericalismo cultural y político de los republicanos de izquierda, pertenecientes a la clase media, y el anticlericalismo total y revolucionario de los movimientos revolucionarios de masas (Laboa). El anticlericalismo anarquista tenía, en expresión de este mismo autor, un carácter obsesivo y virulento, y el anticlericalismo socialista expresaba con claridad su rechazo a todo lo que tuviera que ver con la Iglesia.
No sé si resulta necesario que se pruebe el odio a la religión en los perseguidores para que haya martirio. Siempre me pareció de mayor entidad la certeza que tenían los asesinados, en la guerra de España, de morir por ser fieles a su fe, por defender lo que era inviolable ante su conciencia. La apostasía de uno de ellos hubiera llenado de felicidad a los asesinos. Además, todos los mártires perdonaban cuando morían. Perdonar a sus verdugos era para ellos una expresión de amor y paz.
La jerarquía de la Iglesia católica, después de un estudio serio, procederá a declarar mártires a esas 498 personas en un acto que se celebrará en Roma. Me parece un acto de gratitud y de justicia para con los asesinados, constituye una referencia para saber perdonar, y sobre todo puede ser como un impulso y ejemplo para los católicos de hoy y para toda persona que busque a Cristo.
Ante el recuerdo que tenemos de aquellas personas que fueron testimonio de la fe es razonable pensar que la comunidad a la que pertenecen les honre. Siempre ha sucedido así. La Iglesia católica, a esas personas que murieron por ser coherentes con su religión, les denomina mártires, les reconoce esa condición después de estudiar la muerte de cada uno. Son ejemplo para muchos otros cristianos.
El libro de los mártires de la Iglesia se ha escrito siglo tras siglo. Sabemos que el número de mártires del siglo XX no es reducido. Es imposible no recordar también a aquellas personas que sufrieron muerte civil, restricción permanente de la libertad personal y discriminación social por la fe profesada, padres a quienes se impidió asegurar a sus hijos una educación inspirada en su fe
El mártir aparece como esa persona que antepone los deberes de su conciencia a una orden de la autoridad que le lleva a actuar contra su religión. Los mártires son esas personas que en cualquier lugar y de muy diversas maneras son perseguidos a causa de su fe.
Fernando de Meer es profesor de Historia en la Universidad de Navarra.
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El historiador Vicente Cárcel Ortí, autor de un libro sobre la persecución religiosa en esta época, recuerda algunos datos en un artículo publicado en la revista Palabra (agosto-septiembre 2007).
A los mártires de la guerra se les llama así porque murieron única y exclusivamente por motivos religiosos. No fueron caídos en acciones bélicas, ni víctimas de la represión política (...) Los mártires nunca fueron combatientes en el campo de batalla, pues no estaban en guerra con nadie ni hicieron la guerra contra nadie. Eran hombres y mujeres de paz (...) Tampoco fueron militantes de partidos políticos beligerantes, sino personas que desarrollaban pacíficamente su labor apostólica en las parroquias o en otros lugares: escuelas, colegios, orfelinatos, hospitales, asilos, leproserías... Lo mismo hay que decir de los seglares, hombres y mujeres, que estaban en sus casas desarrollando sus actividades normales o ejerciendo sus profesiones y fueron sacados violentamente para ser asesinados porque eran católicos fervientes (...)
Los sacerdotes y religiosos martirizados eran en su mayoría pobres, tan pobres o más que sus mismos asesinos (...) Las vocaciones sacerdotales y religiosas fueron tradicionalmente de extracción humilde en su inmensa mayoría y de la media burguesía en una reducida minoría.
(...) [De los asesinados por motivos religiosos] 4.184 pertenecen al clero secular, incluidos doce obispos, un administrador apostólico y los seminaristas; 2.365 son religiosos y 283 religiosas. (...) Los seglares de ambos sexos podrían ser unos tres mil, con lo cual tendríamos una cifra aproximada de unos 10.000 mártires.
El historiador italiano Andrea Riccardi escribe en el libro El siglo de los mártires (Milán, 2000) a propósito de la persecución religiosa en España por parte de los anarquistas, socialistas radicales y comunistas.
La escalada de los asesinatos fue impresionante: desde el 18 de julio hasta el final de ese mes, las víctimas del clero ascendieron a 861; en agosto, a 2.077, con una media de sesenta muertes al día. En el otoño los asesinatos continuaron, a pesar de que su número disminuyó, y a principios de 1937 descendieron sensiblemente. (...) En este contexto los obispos decidieron firmar la carta colectiva redactada por el cardenal Gomá publicada el 1 de julio de 1937, en la que los prelados denunciaban la persecución sufrida por la Iglesia y se manifestaban abiertamente partidarios de los nacionales.
Sin embargo, la persecución que sufrió la Iglesia no fue una consecuencia de la carta colectiva. La verdad -dijo el cardenal Tarancón- es que la gran matanza de sacerdotes se realizó cuando la Iglesia no se había definido, en ningún momento, por alguno de los dos bandos (...) Extrañamente todos aquellos muertos suelen atribuirse a la famosa carta colectiva del episcopado español: los rojos, en definitiva, habrían tomado represalias contra la posición adquirida por la Iglesia, pero es cierto lo contrario: la carta, de hecho, detuvo prácticamente la sangría... en realidad fue la consecuencia de aquellas muertes y no lo contrario (pp. 300-301).
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