Artículo del Cardenal Juan Luis Cipriani, Arzobispo de Lima sobre el terremoto en Perú. Pido a Dios que mantenga este afán de solidaridad, de unidad, en los corazones de todos los pueblos del mundo
El sur de Lima ha sido devastado por un terremoto de 7.9 grados Richter de intensidad. Es, sin duda, una de las mayores tragedias que ha tenido que soportar mi país, una tierra acostumbrada al sufrimiento y a los desastres naturales. Sin embargo, esta vez, los daños han sido catastróficos. Más de quinientos muertos, cientos de heridos, cien mil damnificados y ciudades enteras borradas del mapa -entre ellas, Pisco, con el 90 por ciento de sus edificios destruidos-, son parte del balance macabro de un episodio desolador.
El terremoto y sus secuelas han puesto a prueba la fe de los peruanos. Somos, por herencia y tradición, un pueblo optimista, solidario, valiente. No hemos perdido, ni en las horas más lóbregas, la esperanza de salir adelante, de ocupar nuestro lugar en la historia. Estamos unidos. Y en estos momentos de desdicha, en los que las fibras del corazón peruano se han puesto a prueba, la inmediata respuesta del mundo nos ha llenado de confianza y seguridad. Sabemos que no estamos solos, porque ustedes están a nuestro lado. No he podido dejar de recordar, en estos días de tristeza limeña, que nuestro querido Juan Pablo II nos hablaba, siempre, de la globalización de la solidaridad. Nosotros, los peruanos, la hemos vivido. Hemos sido arropados por hombres y mujeres de todos los continentes. Por grandes y pequeños, por gentes de todas las razas. Por la humanidad unida. Y también, ¡cómo no!, por ustedes, queridos hermanos españoles.
Por eso, no pierdo la esperanza. Mi esperanza es Jesús. Así nos lo recuerda el Papa Benedicto XVI en su reciente libro sobre Jesucristo, cuya versión española acaba de salir a la luz. Los peruanos sabemos que la unión es la clave para superar este desastre. Unión. Entre nosotros, y con el mundo. Confiamos en la ayuda internacional. Sólo tememos algo: que la molicie y la indiferencia terminen por apaciguar el fuego de la generosidad, que la necesaria reconstrucción de nuestras ciudades y el socorro a los damnificados sea pospuesta por otros afanes, más prosaicos y menos urgentes. Para evitar esta segunda desgracia, este cataclismo de la inercia, necesitamos de la cooperación desinteresada de todos los samaritanos de buena voluntad y de los medios de comunicación. Sé que no olvidarán que cerca, muy cerca, en el Perú, la gente continúa sufriendo, aunque el terremoto ya no sea noticia y aunque nuestros muertos hayan sido enterrados.
Con unos medios de comunicación comprometidos con la más ardua de las etapas -la de la reconstrucción-, llevaremos esta empresa a buen término. La cobertura de los medios es fundamental. Sin ellos, no es posible aliviar el dolor de las decenas de miles de peruanos que siguen durmiendo a la intemperie y tienen que edificar de la nada, del desierto, ciudades y vidas nuevas. Con la ayuda de todos y cada uno de ustedes, queridos hermanos españoles, y una vez sepultados nuestros hijos, enterrados nuestros amigos y llorados nuestros vecinos, la titánica tarea de reconstruir nuestras ciudades y nuestras vidas será menos imposible, menos dolorosa y más esperanzadora. Así, pronto, muy pronto, la verdadera noticia llenará los titulares del mundo entero: el Perú ha vencido al dolor.
Hemos reaccionado con madurez. No hemos abandonado a nuestros hermanos. ¡Mantengamos ese espíritu vivo! No dejemos que nos embargue la molicie, que nos venza la desidia o que nos arrebate lo coyuntural. El terremoto, la noticia del día, ya ha pasado, pero el dolor permanece, incólume, desafiante. Hay que acabar con él. El pueblo peruano sabe levantarse y ayudar al hermano caído. Nuestra solidaridad viene de tiempos inmemoriales y se ha potenciado con la religión del Amor. La reconstrucción para la que pido vuestra ayuda, queridos hermanos, ha de permitir que cuaje esta solidaridad, que se fortalezca la unidad. En momentos difíciles, una mano generosa no conoce de fronteras. No se arredra ante distancias ni problemas logísticos. Por eso, les pedimos que su ayuda desinteresada cruce el océano y llegue a los corazones de los peruanos. Que la inmensa generosidad de la madre patria se sienta, sobre todo, ante el enorme reto de la reconstrucción. Porque la verdadera amistad es constante, y porque ustedes son más que amigos, hermanos, quiero pedirles, de todo corazón, que no cesen en su empeño y en sus buenas intenciones. Que éstas se conviertan en obras, que ellas se multipliquen, como el pan y los peces, abarcándolo todo, limpiándolo todo, venciendo con tenacidad la sombra de muerte que se apoderó del Perú.
Lo digo como pastor. Lo pido como cristiano. Que el testimonio de vuestra fe se transforme en un testimonio de caridad. Éste es el momento. El Perú lo necesita. Ustedes pueden ayudarnos. De muchas maneras. Somos una sola familia. Compartimos una tradición, un mismo lenguaje, una misma fe. Somos hermanos de sangre. Y muchos miles de peruanos viven en España, trabajan en vuestras empresas, comparten vuestros sueños. ¡Qué claras son las palabras de la Escritura! El que no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Por eso, la Iglesia peruana convoca a los españoles y a todos nuestros hermanos en el mundo para que colaboren en el enorme esfuerzo de reconstruir nuestro país. Permítanme mencionarles mi lema episcopal: Consummati in unum! Consumados en la unidad. ¡Qué hermoso ver en medio del dolor tantos gestos de cariño, de generosidad, de entrega! ¡Cuántos españoles -bomberos, médicos, socorristas- han acudido ante el clamor de nuestro pueblo herido! ¡Cuántos hermanos españoles no han dudado en dejarlo todo para venir a socorrernos, poniéndose de pie, dándonos, en medio del dolor, cuando más lo necesitamos, una prueba concreta de amor y sacrificio! En Pisco, Ica, Chincha, Cañete y en los pueblitos de las alturas de Huaytará, Castrovirreyna y Humay, jamás se olvidará la generosidad, la constancia y el tesón de los españoles, que no abandonaron ni un segundo a sus hermanos peruanos. Son buenos samaritanos que sin amilanarse, han sabido construir, con sudor, el edificio inquebrantable de nuestra gratitud.
Hermanos españoles: la peor de las prisiones es un corazón cerrado y endurecido por el desdén y la apatía. No es vuestro caso. Y el peor de los males, la desesperación. Sé que con la ayuda de ustedes, los peruanos volverán a vivir en familia, reconstruirán sus hogares, secarán sus lágrimas de impotencia y dolor. Urge que tu mano amiga nos haga más llevadero el camino que debemos recorrer. ¡Con Dios nunca perdemos la esperanza! Esta prueba que el Señor ha permitido, la hemos recibido con fe y caridad. Seguramente pensarán: ¿qué podemos hacer desde tan lejos? Aunque esta tragedia ha llegado a los oídos de todo el orbe, es preciso responder a la llamada, responsabilizarse. No permanezcamos ciegos, sordos y mudos ante una catástrofe de esta magnitud. Sin duda, la campana de la solidaridad continuará tañendo en el corazón generoso de España.
Por eso, les pido solidaridad espiritual y material. Aprovechen esta ocasión para hacer un gran bien. Son miles y miles los que se han quedado sin padres, sin hermanos, sin amigos. Sin casas. Cuento con ustedes, queridos hermanos españoles, siempre con su oración, pero, esta vez, también con su apoyo solidario. Les ruego que movilicen fundaciones, empresas, universidades. El Perú los espera con los brazos abiertos. Pido a Dios que mantenga este afán de solidaridad, de unidad, en los corazones de todos los pueblos del mundo. Lo pido especialmente para España, por los lazos eternos que nos unen. Se vienen meses intensos de trabajo, de sacrificio. Tendremos que poner a prueba el amor que sentimos los unos por los otros. La unidad de nuestros países -España y Perú- se ha visto reforzada por la ayuda desinteresada que nos han brindado en estos días aquellos que se han compadecido ante nuestro dolor. Juntos, unidos, podremos salir adelante. ¡Consummati in unum!