La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos, sino contribuir a forjar hábitos nuevos y mejores y, en cierta medida, contrarios a las pulsiones y deseos más inmediatos
La Gaceta de los Negocios
Cuando los gobiernos aspiran a determinar el contenido moral de la educación obligatoria, cooperan a la destrucción de la educación. No son los menores errores de la actual legislatura los que se refieren a la política educativa. El principal y más radical de ellos consiste en la profundización de los errores de la Logse, cuyos desastres aún padecemos. Al parecer, en lugar de rectificarlos, se trata de perseverar en ellos y aumentarlos. El mayor error se puede cifrar en la decisión, deliberada o no, de destruir los fundamentos de la educación, que son la exigencia, la disciplina, el estímulo por la obra bien hecha y la adquisición de los hábitos de laboriosidad propios del trabajo intelectual; es decir, lo que alguno de nuestros clásicos contemporáneos llamó la moral de la ciencia.
La escuela no debe halagar ni complacer las tendencias naturales de los alumnos, sino contribuir a forjar hábitos nuevos y mejores y, en cierta medida, contrarios a las pulsiones y deseos más inmediatos. Nada elevado le es regalado al hombre. Todo lujo espiritual y moral es territorio de conquista. No se llega a la cima ni se libera uno de las cadenas de la caverna platónica sin esfuerzo y estudio. Cualquier otra utilidad es benéfica, pero de índole inferior. Todo esto parece haberse olvidado. Y si se recuerda es para repudiarlo, como si se tratara de una antipática e insoportable antigualla. A este mal radical se añade otro de filiación próxima: la pretensión de manipular la educación desde el poder para modelar a su antojo e interés las conciencias. Así, los ciudadanos devienen en súbditos, y la democracia camina hacia el totalitarismo.
Por si esto pareciera al lector demasiado teórico o abstracto, descendamos a las realidades concretas (aunque éstas siempre dependan de las abstractas). Ahí está la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, en la que hasta su denominación es torpe (¿por qué no educación cívica?). No es el Estado el que debe formar la conciencia de los ciudadanos, ni determinar el contenido de la opinión pública. Para ello carece de autoridad espiritual. Por el contrario, el Estado (al menos, el democrático) existe para gobernar y legislar de acuerdo con la opinión pública. Pero la formación de ella le es absolutamente ajena. Tampoco tiene el Estado el derecho de educar, sino la obligación de garantizar el ejercicio de ese derecho. Ahí está también la errática decisión de que los alumnos pasen al curso siguiente incluso con cuatro suspensos. O la vulneración del derecho a recibir la enseñanza en la lengua materna o en la libremente elegida. O la ridícula y totalitaria pretensión de imponer el uso de una determinada lengua hasta en el tiempo de recreo. O la eliminación de las enseñanzas comunes en toda España, puerta abierta al particularismo y al secesionismo.
Mucho es lo que se puede aprender de Rousseau acerca de los fundamentos del extravío intelectual y moral actual. El pensador ginebrino, atrabiliario, genial y fundamentalmente equivocado, es el más influyente en la izquierda actual. Por encima incluso (al menos en la teoría) de Marx, al cabo, epígono suyo. Y, sobre todo, en el ámbito de la educación. De él procede esa nefasta tendencia pedagógica a respetar la espontaneidad del niño, derivada de su defensa del hombre natural o del buen salvaje.
La Academia de Ciencias de Dijon convocó un concurso literario en el que los participantes debían discutir si el progreso de las ciencias y las artes (técnicas) había contribuido o no al aumento de la felicidad de la humanidad. Rousseau concursó defendiendo la tesis negativa. Ganó el premio. Si tenía razón, entonces la educación no debía promover el conocimiento de las ciencias y las artes, vías seguras hacia la desgracia, sino más bien la ignorancia de ellas y el fomento de la vida espontánea e instintiva. De ahí a la falsa pedagogía de la primacía de lo lúdico y de lo instintivo sólo había un paso. Educar no sería forjar un hombre ideal, sino dejar ser. Lo importante no es el ideal, sino la autenticidad y una falsa libertad sin principios, normas y valores. La vida ideal nunca es la que ya es, sino la que debe ser.
Acaso no todo ello sea imputable directamente a Rousseau, pero sí puede derivarse de él. Bertrand Russell, demoledor crítico tanto de la obra como de la moralidad del escritor ginebrino, afirmó que mientras que de John Locke procedían Roosewelt y Churchill, de Rousseau procedían Hitler y Stalin. Aunque no se comparta por entero tan enérgico dictamen, no cabe duda de que encierra buena dosis de verdad, que ha llevado a hablar de él como teórico de la democracia totalitaria. Su herencia no es, desde luego, la de la ilustración.
Es poco probable que nuestros gobernantes actuales hayan leído a Rousseau, pero, aún así, sus prejuicios educativos (y no sólo ellos; también sus dificultades para comprender y aceptar los principios de la democracia liberal) se derivan, en buena medida, de las migajas ideológicas de tan fascinante como resentido y extraviado pensador.