La corrupción de lo óptimo es lo pésimo. Esto obliga a la mujer a reconocer su papel fundamental en la vida familiar y social, por lo tanto, a no perder de vista su responsabilidad de elevar los sentimientos, los conocimientos y las decisiones de quienes están cerca de ella
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Los deseos de paz y armonía son necesidades que fortalecen a su vez a las necesidades básicas de subsistencia, de pertenencia y de seguridad, inmersas en todo ser humano.
Por otro lado, hay dos maneras de afrontar los variados puntos de vista sobre las necesidades de las personas: la conciliación o el dominio. Quien es conciliador tiende a asumir una actitud muy flexible, muestra una gran capacidad de escucha y trata de desdibujar las aristas que surgen de las diferentes opiniones, las combinan de manera que logran presentar los asuntos sin realce y prácticamente neutros. Aunque aparentemente logran la armonía, sus interlocutores quedan mal impresionados y sorprendidos ante la alteración de sus puntos de vista, esto causa inseguridad y disgusto. Esta manera de conducirse logra tranquilidad en la superficie pero desconfianza e inconformidad en lo profundo, por eso, las relaciones aunque parecen buenas sólo son aparentes y ocultan tensiones peligrosísimas que pueden detonar en pugnas violentas.
Los dominantes están firmemente convencidos de sus planteamientos, pierden el interés por conocer los de los demás y no los escuchan, e imponen lo suyo sin ninguna consideración. Provocan dos reacciones extremas: la de quienes manifiestan claramente su desagrado, muchas veces con vehemencia, y la de quienes por temor se callan pero internamente disienten por el modo de tratarlos y por el planteamiento mismo. En el primer caso queda totalmente manifiesta la separación de los puntos de vista. En el segundo, sucede algo semejante a las reacciones que provocan los conciliadores, se trata de una bomba de tiempo.
En nuestro tiempo, la actitud dominante está francamente desacreditada, ya no se admiten autoridades impuestas y, esto es un logro. Sin embargo la balanza se ha inclinado a la postura radicalmente opuesta: la conciliación absoluta sacrificando la claridad que se deriva del señalar límites; ya no se distingue el bien del mal, lo lógico de lo absurdo, lo equilibrado de lo desequilibrado, lo virtuoso de lo vicioso... Así, la postura que subyace es el relativismo.
El relativismo rompe con cualquier tipo de norma, convenio o definición, pero, como no podemos estar sin ningún tipo de sustento, se erigen dos conceptos que hacen las veces de guía para cualquier toma de decisiones: la «tolerancia» y «lo políticamente correcto». La tolerancia es necesaria cuando se vive un momento de transición, se soporta un mal menor mientras se llega el cambio a un bien. La tolerancia, por lo tanto, ha de ser pasajera. Pero, desgraciadamente, en la actualidad se adopta la tolerancia como una postura estable donde caben todas las congruencias y las incongruencias. Lo políticamente correcto resucita formas victorianas del siglo XIX con un matiz contemporáneo, se trata de cuidar las formas y de agradar a la mayoría para no evitar las críticas aunque las propuestas desencadenen serios desajustes cívicos y morales.
Desde el relativismo cualquier camino lleva al mismo sitio, esto es verdad en un campo parcial, hay muchas carreteras que pueden llevar al mismo sitio aunque algunas sean más largas que otras. En un campo absoluto esto no es cierto pues sólo algunas carreteras llevan a ese lugar. Por lo tanto el relativismo absoluto confunde y por eso corroe la dignidad humana al negar la validez del acceso a la verdad, promueve el egoísmo de encerrarse en las propias ideas, destruye el espíritu de colaboración y, lo peor es que entierra la dimensión moral de la vida. Paradójicamente, el relativismo es una nueva forma de represión, el pez se muerde la cola, la postura conciliadora se vuelve dominante.
Aunque no se puede decir que el espíritu de conciliación es más femenino y el de dominio, masculino, generalmente la mujer tiende a cultivar espacios pacíficos y cuando soplan vientos de guerra pone los medios para restablecer la armonía. Sin embargo, a veces esos medios no son del todo adecuados porque con tal de evitar las confrontaciones ella minimiza aspectos importantes y toma un papel de neutralidad donde los principios, las creencias, los logros quedan al mismo nivel de las dudas y los errores. Esta actitud propicia el relativismo.
Sin embargo, la mujer tiene la capacidad de llegar a la raíz de los anhelos vitales por su inclinación a intuir. También sabe resolver lo inmediato para continuar el camino diario, precisamente por su sentido práctico, por la cercanía y comprensión de las diversas circunstancias que nos envuelven. El panorama al cual tiene que responder le apremia a conseguir ámbitos de paz combinando lo fundamental con los detalles poco espectaculares de lo cotidiano. Para ello, ha de estar dispuesta a rechazar las novedades impuestas por costumbres fáciles y relajadas, y a esforzarse por llevar a cabo proyectos para mejorar las costumbres, las relaciones y las creencias.
Cada una ha de empezar por aceptar su modo de ser, inclinado o al dominio o a la conciliación, y cultivar dos virtudes muy accesibles y enlazadas con la feminidad: la ternura y la fortaleza. La ternura lleva a comprender las posturas y las reacciones de los demás como resultado de sus propias experiencias alegres o dolorosas. La fortaleza consiste en defender y difundir la verdad y el bien objetivos, sin amedrentarse ante los obstáculos ni ceder ante halagos cuya intención busca disminuir el empeño por lograr el fin propuesto.
Quien es dominante tendrá que inclinar la balanza hacia la ternura, las conciliadoras inclinarla a la fortaleza. Y, el denominador común es la seguridad de nunca ceder ante la imposición de la comodidad, la avaricia o el afán de poder; ni desentenderse de la mejora de los demás.
La corrupción de lo óptimo es lo pésimo. Esto obliga a la mujer a reconocer su papel fundamental en la vida familiar y social, por lo tanto, a no perder de vista su responsabilidad de elevar los sentimientos, los conocimientos y las decisiones de quienes están cerca de ella.
Ana Teresa López de Llergo
Doctora en Filosofía
Directora de Difusión en la Universidad Panamericana