Es evidente que las leyes democráticas y las creencias religiosas pueden llegar a oponerse
Gaceta de los Negocios
Ninguna fe puede oponerse a la soberanía popular, que reside en el Parlamento, ni a las leyes que de la misma dimanan. Esto es lo que, según las crónicas, ha afirmado el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ante las Juventudes Socialistas. Lo que literalmente dice la frase resulta absolutamente falso, puesto que es evidente que las leyes democráticas y las creencias religiosas pueden de hecho oponerse. Lo que quizá quiere decir el presidente Rodríguez Zapatero es que las creencias religiosas no deben prevalecer legítimamente sobre las decisiones del Parlamento. Suponemos que incluso cuando esas leyes o decisiones sean aprobadas por una mayoría parlamentaria absoluta como la que tuvo el Partido Popular y de la que, por cierto, carece en estos momentos el PSOE. Entonces, cabe pensar que tampoco ninguna fe progresista o pacifista debería prevalecer sobre la decisión del Gobierno legítimo apoyada por el Parlamento. Pongamos, Irak.
Al margen de estas consideraciones que pueden afectar a la coherencia, la afirmación del presidente del Gobierno es completamente errónea. Cualquier hombre religioso, al menos si es cristiano, sabe que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, por muchos y de izquierdas que éstos puedan llegar a ser. Cualquier hombre culto (aunque acaso este argumento no sea muy fuerte, ya que parece que cada vez quedan menos), sabe algo de los conflictos internos de Antígona o de las enseñanzas de Sócrates sobre la conciencia moral, o de la idea agustiniana de que en el hombre interior (y no en el Parlamento) habita la verdad. Incluso todavía algunos hombres quizá sepan que, como enseñó Max Scheler, los valores religiosos ocupan el lugar más alto en la jerarquía estimativa, por encima, por lo tanto, de los valores de justicia. Y hay que recordar que no toda ley emanada de la soberanía popular es necesariamente justa. Naturalmente, constituye, en principio, un deber moral cumplir las leyes, más aún cuando se trata de un régimen político legítimo. Pero el deber moral de cumplir las leyes no es absoluto ni incondicionado. Otra cosa sería asumir el totalitarismo.
La Iglesia, y por cierto no sólo ella, cuando se opone a la obligatoriedad de la nueva asignatura de educación para la ciudadanía no pretende imponer su fe al conjunto de la sociedad sino solamente reivindicar el derecho que la Constitución reconoce a los padres para elegir la educación religiosa y moral que han de recibir sus hijos. El Gobierno pretende que con la nueva asignatura sólo se trata de extender la Constitución y sus valores (por cierto, que debería contribuir a extenderlos en la práctica, por ejemplo, en Cataluña así como en el País Vasco), pero parece claro que se trata más bien de imponer su propia concepción de ellos. Por lo demás, tampoco entraña la Constitución en sí misma, un valor moral, ni, por lo tanto, el más alto. Es sólo una norma jurídica, la superior. Tampoco es la Constitución algo intangible, sino criticable y reformable. A lo que ella obliga es a su cumplimiento, pero no a su conversión en una especie de moral totalitaria y laica.
El poder político legítimo no lo puede todo. La autoridad del Parlamento es política y jurídica, pero no moral. La objeción de conciencia, antes que un derecho, es un deber. Ninguna ley está por encima de la conciencia moral.
Si un hombre entiende que el cumplimiento de una ley entraña el incumplimiento de un deber moral grave, tiene la obligación de incumplirla, aunque las leyes no le reconozcan el derecho a la objeción de conciencia. Bien está que los gobiernos democráticos ejerzan la fuerza inherente al poder político, pero carecen del monopolio de la verdad moral.