Nada permite conocer mejor a una persona que la identificación de su tesoro: saber si lo tiene y dónde lo tiene
Gaceta Negocios 
Tiendo a pensar que existen tres clases de personas: las que tienen un tesoro, las que no lo tienen pero lo buscan, y quienes ni lo tienen ni lo buscan. Éstos últimos son los nihilistas, los desesperanzados y los desesperados, en suma, aquellos que estiman que la vida carece de sentido y finalidad. No es posible vivir plenamente sin un tesoro o sin la esperanza de alcanzarlo algún día. En ocasiones, estos apesadumbrados pasan por ser los más sabios y enterados de las cosas de la vida. A mí siempre me parecen tan tristes como equivocados. Y pasan por sabios porque aún hay quien piensa que todo tesoro es engaño o quimera, y que, por tanto, quien acepta las cosas como son tiene que soportar vivir sin tesoro. El problema no es tanto que sean infelices; es que están, en lo fundamental, equivocados. Y equivocarse para ser desgraciado es la más fatal torpeza.
Luego están los que buscan su tesoro. Pueden ser felices, pues la búsqueda, en sí misma, ya es portadora de sentido. Y también, como decía Cervantes, es preferible el camino a la posada. En realidad estos buscadores son, en definitiva, los más sabios (o, para ser más exactos, los segundos, pues aún hay otros que los superan), ya que el verdadero tesoro nunca se encuentra en el mundo. Aquí se encuentran los integrantes del gremio de los genuinos filósofos: los buscadores de la sabiduría.
Entre los que poseen un tesoro, o creen poseerlo, cabe distinguir entre quienes lo tienen en el mundo y los que lo poseen fuera de él. Entre los primeros se encuentran los más grandes equivocados, casi más aún que los nihilistas. Así, los que creen que su tesoro se encuentra en la posesión del poder sobre los demás hombres, o en la adquisición y disfrute de las riquezas, o en el éxito y la fama mundanos e inmediatos. Pero la verdadera fama, como los molinos de los dioses, según Homero, muele despacio. En el mismo grupo están los que aspiran a los aplausos y afectos del mundo. Son acaso los más equivocados, pues guardan un tesoro con pies de barro, que se volatiliza aún antes de conseguirlo. Una variante de estos la constituyen quienes encuentran su tesoro no en el mundo, sino en sí mismos. Pero entre estos hay que distinguir dos variedades: los egoístas reales y los sólo aparentes. Los primeros no son sino lo mismo que representa la variedad anterior: los mundanos. Los segundos se acercan, por el contrario, a la verdadera sabiduría. Son aquellos que ponen su vida al servicio de la causa del espíritu. Pero aún no son capaces de abandonar la preocupación por sí mismos. Son los grandes creadores y quienes cuidan de su propio yo porque saben que, como enseñó san Agustín, en el hombre interior habita la verdad.
Sólo hay unos (muy pocos) que se encuentran por encima de estos: son los que consiguen abandonar toda preocupación por sí mismos y alcanzan la verdad y la sabiduría. Se les puede reconocer porque siempre viven serenos e irradian la suprema felicidad. Olvidados de sí, sólo viven para el espíritu, para aquello que ya no pertenece al mundo. Su tesoro es invisible e inaprensible. La mayoría de los hombres, en su ignorancia y su infelicidad, los consideran pobres y miserables.
Nada permite conocer mejor a una persona que la identificación de su tesoro: saber si lo tiene y dónde lo tiene, y en qué consiste, si no lo tiene pero lo busca, o si ni lo tiene ni lo busca. En definitiva, el mayor tesoro de un hombre son sus obras. El más sabio de los hombres, pues era más que sólo un hombre, ya enseñó que allí donde se encuentra su tesoro, habita el corazón del hombre.