El varón es tanto más masculino cuanto más se asombra de la mujer y cuanto más vive, por decir así, en su presencia. La virtud de la pureza nace de este asombro y es su respuesta lógica y natural
¿Quién dijo que la castidad es represiva y alienante? ¿Un psicólogo de laboratorio? ¿Un viejo sesudo y desencantado? ¿Un vicioso disfrazado de intelectual? ¿Un hombrecillo que va de machote? Desde luego el que no dice tal cosa es el auténtico varón, ese que ante una mujer guapa lo primero que le sale es un piropo. Más aún, me atrevería a afirmar que el piropo mismo, el requiebro entusiasmado ante la mujer, es una manifestación lógica de la castidad varonil, expresión espontánea y natural de un corazón bien templado.
Porque más que de castidad habría que hablar de pureza de corazón. Es una puntualización necesaria para entender qué tiene que ver el piropo en todo esto. Pureza de corazón es virtud que incluye la castidad pero va más allá. Mientras la castidad es aquella parte de la templanza que modera el apetito sexual, la pureza de corazón es la que dispone a la persona entera cuerpo, psique, espíritu para el amor esponsal. La castidad modera el sexo, la pureza modela el amor. Para ser casto no es imprescindible estar enamorado, para ser puro sí. La pureza entra en juego cuando se siente el amor ahí, llamando a la puerta, turbando la paz, extasiando el corazón, alterando el sentido.
No quiere decir esto que para practicarla haya que encontrarse en pleno idilio romántico, pero sí con el corazón orientado en esa dirección, ya preparándose para tal experiencia, ya reviviéndola con la memoria, ya prolongándola mediante la fidelidad. El amor erótico-esponsal siempre ha de estar de algún modo presente, si no con vistosas llamaradas, al menos como ascua latente y operativa, escondida en el rescoldo del corazón. Sólo entonces la castidad adquiere su forma perfecta y acendrada, que es la pureza.
Pero no olvidemos el apellido de esta virtud: la pureza es
de corazón. No en el sentido vago y trivial de esta palabra, que equivaldría más o menos a afectividad, esa abstracción que tanto gusta a psicólogos y pedagogos (¡y moralistas!). No hablamos, en efecto, de pureza de la afectividad, como si fuera una higiene y profilaxis de los sentimientos. No, el corazón a que nos referimos es el de la gran tradición bíblica y literaria de Occidente, en la cual figura como símbolo del hombre entero en su tensión amorosa, del hombre cuerpo y espíritu, tierra y cielo, carne e historia, que es tanto más hombre cuanto más ama.
En este sentido pureza de corazón quiere decir integridad conquistada y celebrada de la persona, síntesis de todas sus dimensiones alcanzada por obra del amor. ¿Qué amor? El erótico en el sentido clásico de la palabra, cuyo paradigma es el amor esponsal entre varón y mujer. Respecto a él la pureza es signo, pedagogía y fruto, y también su condición necesaria, pues sólo el puro de corazón es capaz de decir con propiedad: only you forever; sólo el dueño de sí puede aspirar al don de sí.
Ahora bien, no comprenderíamos lo afirmado al principio sobre el piropo si nos quedáramos en esta descripción general. Hay que acercarse a la existencia concreta de la persona, la cual acontece según dos formas originarias e irreductibles: varón o mujer. Hay, pues, una pureza masculina y otra femenina, o si se quiere, dos modos radicalmente diversos de vivir la misma virtud. En realidad sucede así con todas las demás (cosa que los moralistas deberían recordarnos más a menudo), pues no hay virtudes unisex, sino que todas presentan un estilo complementario; son, en el modo de practicarse y entenderse, duales. Este fenómeno da lugar a un hermoso y tácito diálogo entre varón y mujer, articulado no con palabras o gestos, sino con la conducta misma, la cual, en la medida en que es virtuosa, les hace estar constantemente en presencia el uno del otro. Aquí radica lo que podríamos llamar estética de la ética, cuyo objeto no se limita a las relaciones entre amantes, sino que se extiende al ámbito familiar y el social.
Y si esto sucede con toda virtud, ¿qué decir de la pureza? Pues no sólo es dual el modo de practicarla, sino que su objeto mismo es esta dualidad, esta complementariedad sexuada, en cuanto requiere ser cultivada de acuerdo con la dignidad de la persona. La ascética de la pureza, en efecto, es pedagogía y ejercicio de complementariedad: hace más varón al varón y más mujer a la mujer. El empeño por adecuar obras, palabras y pensamientos a la verdad de la relación, por educar los sentidos, por guardar la vista, por controlar la curiosidad, etc., acentúa ¡y celebra! la masculinidad o feminidad del sujeto.
Y en esta perspectiva, tan rica y compleja, de la pureza complementaria es donde debemos situar lo insinuado al principio sobre el piropo. ¿Qué tiene que ver el cumplido galante con la conducta honesta, el elogio castizo con la vida casta? Pues que ambas proceden, a nuestro juicio, de la misma fuente. Son respuestas diversas a una única llamada. Ambas confiesan de modo específicamente masculino idéntica verdad, a saber: el esplendor de la feminidad en cuanto manifestada en tal mujer, aquí y ahora.
Es, en efecto, un mismo chispazo de contemplación el que provoca reacciones tan dispares: unas momentáneas y fulgurantes, otras esforzadas y duraderas. Y contemplación genuina, no un simple arrebato sentimental. Pues la auténtica contemplación se caracteriza precisamente por su tendencia a encarnarse en obras, a dejar huella indeleble en la existencia personal.
Y tal sucede con la pureza. Nace, como hemos dicho, del entusiasmo por la mujer, pero reclama una respuesta fiel a la verdad de su persona. En el corazón bien templado la belleza grita más fuerte que el imperativo categórico, la convención social o la concupiscencia. El limpio de corazón, en efecto, percibe esta belleza al modo de un postulado moral, que podría formularse del siguiente modo: Esta mujer, precisamente por serlo, exige un reconocimiento que yo, precisamente por ser varón, debo rendirle.
Contemplación y realismo son, pues, las notas distintivas de la genuina pureza. Porque son siempre mujeres concretas las que suscitan esta virtud en el varón; no el eterno femenino de Goethe, sino ésta o aquella con que me encuentro en la familia, en el trabajo, en la calle; la que me interpela con su donaire, su elegancia, su amabilidad, su ternura. Nunca es la pureza un velo de idealismo, de fría abstracción, interpuesto entre varón y mujer. Al contrario, es un recio y gozoso ejercicio de realismo, que sitúa al varón ante la auténtica mujer, viva y palpitante, ésa por la que vale la pena dar la vida. Rechazando lo carnal, la pureza revela lo encarnado, es decir, a la persona femenina, y la muestra en toda su hermosura.
Sí, sólo los limpios de corazón ven a la mujer real y la ven con realismo. Y por eso son los más capacitados para entusiasmarse por ella y para traducir este entusiasmo en obras.