En la actualidad hay una notable confusión en torno a la nueva asignatura Educación para la Ciudadanía.
En este blog hemos publicado ya varios artículos sobre este asunto que preocupa muy seriamente y con razón a los padres y madres de familia. Pero el confusionismo social requiere volver sobre este importante tema.
Alfonso Basallo dice en el blog Uranio Enriquecido: La Educación para la Ciudadanía es una gran mentira, comenzando por su propio nombre. Educación y relativismo equivale a hablar de círculo cuadrado. Si no existen el bien y el mal, si la ideología de género trata de decir que lo blanco es negro al borrar la más elemental de la distinciones -varón y hembra-, si la ética queda en manos del Estado, si no hay verdades objetivas entonces no cabe hablar de educación, sino de repetición de consignas.
En Cambiemos el Mundo, escribe Miguel Angel Almela: Es la asignatura llamada «Educación para la Ciudadanía» la que pretende instaurar ese monopolio moral. A nadie se le escapa que enseñar -como propone Marina- una «ética universal» en una sociedad como la nuestra ha devenido una tarea imposible. Nuestra Constitución, por ejemplo, consagra el «derecho a la vida» como principio rector del ordenamiento jurídico; sin embargo, sucesivos gobiernos han propiciado una aplicación laxa de la legislación penal sobre el aborto, y más recientemente han permitido la experimentación con embriones. ( ) ¿Cómo se puede explicar el derecho a la vida que consagra nuestro ordenamiento desde una perspectiva ética universal? O bien se recurrirá a las generalidades huecas, reprimiendo la natural curiosidad de los alumnos, o bien se formará su conciencia desde presupuestos que en modo alguno pueden considerarse una «ética universal», sino adoctrinamiento ideológico.
Juan Manuel de Prada ya denunciaba hace un año en un artículo titulado "Educación para la esclavitud" (ABC, 17-VII-2006) que un ejemplo palmario de ingeniería social lo representa esa asignatura llamada cínicamente Educación para la Ciudadanía, cuyo objetivo no es otro que imponer un nuevo sistema de valores, presentándolo como un imperativo moral e imprescindible para la existencia de una sociedad cohesionada. Y más adelante: nuestros hijos serán atiborrados de un pienso ideológico que naturalmente no se limitará a incluir unas normas de convivencia cívica, sino que sobre todo se preocupará de imponer una «moral pública» que tuerza y pisotee la moral que los padres, legítimamente, les intentamos transmitir.
La Permanente de la Conferencia Episcopal Española, en una nueva Declaración del pasado 20 de junio, dice entre otras cosas:
La LOE ha introducido en el sistema educativo español una nueva asignatura obligatoria, conocida como Educación para la ciudadanía, cuyo objetivo, tal como resulta articulada en los Reales Decretos, es la formación de la conciencia moral de los alumnos. La publicación de las correspondientes disposiciones de las Comunidades autónomas y de algunos manuales de la materia ha venido a confirmar que ése es el objetivo de la nueva asignatura.
implica una lesión grave del derecho originario e inalienable de los padres y de la escuela, en colaboración con ellos, a elegir la formación moral que deseen para sus hijos. Se trata de un derecho reconocido por la Constitución Española (art. 27, 3). El Estado no puede suplantar a la sociedad como educador de la conciencia moral, sino que su obligación es promover y garantizar el ejercicio del derecho a la educación por aquellos sujetos a quienes les corresponde tal función, en el marco de un ordenamiento democrático respetuoso de la libertad de conciencia y del pluralismo social.
Hablamos de esta Educación para la ciudadanía. Otra diferente, que no hubiera invadido el campo de la formación de la conciencia y se hubiera atenido, por ejemplo, a la explicación del ordenamiento constitucional y de las declaraciones universales de los derechos humanos, hubiera sido aceptable e incluso, tal vez, deseable.
En esta situación, se han planteado muchas dudas acerca del modo adecuado de responder a tal desafío. En nuestra Declaración de febrero hemos exhortado a todos a actuar de modo responsable y comprometido ante una asignatura inaceptable tanto en la forma como en el fondo. Los medios concretos de actuación de los que disponen los padres y los centros educativos son diversos. No hemos querido ni queremos mencionar ninguno en particular. Deseamos, en cambio, recordar que la gravedad de la situación no permite posturas pasivas ni acomodaticias. Se puede recurrir a todos los medios legítimos para defender la libertad de conciencia y de enseñanza, que es lo que está en juego. Los padres harán uso de unos medios y los centros, de otros. Ninguno de tales medios legítimos puede ser excluido justamente en ninguno de los centros en los que se plantea este nuevo desafío: ni en los centros estatales ni en los de iniciativa social.
Cuando está en cuestión un derecho tan fundamental, como el de la libertad de conciencia y de enseñanza, todos y los católicos, en particular debemos mostrarnos unidos en su defensa.
Esta Declaración de la Permanente de la Conferencia Episcopal Española, del 20 de junio, incluye dos apartados: el primero trata sobre el estatuto de los profesores de Religión y el segundo sobre la "Educación para la ciudadanía.
La Unión Europea distingue entre la educación para la ciudadanía y el adoctrinamiento ideológico, cosa que no hace el gobierno español. Por eso produce cierta indignación que, para avalar la nueva asignatura, algunos grupos de presión utilicen el argumento de que es una recomendación de la UE.
Como interesa conocer las opiniones de los expertos para así disponer de argumentos serios y no dejarse engañar por los estereotipos ideológicos que se están repitiendo hasta la saciedad, hoy reproducimos en arguments dos interesantes artículos escritos por unos expertos que ya son bien conocidos en este blog: un jurista y un filósofo
CIUDADANÍA DE TEMPORADA, publicado en La tercera de ABC (2-VII-2007).
Por Andrés Ollero, Catedrático de Filosofía del Derecho
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La polémica sobre la asignatura «Educación para la ciudadanía» ha suscitado reacciones tan variadas que parecen agotar toda posible novedad al respecto. De ahí mi preocupación, al comprobar que la mía no encaja en ninguna de las hasta ahora expuestas. Quizá todo se deba a mi curiosa condición de catedrático de Filosofía del Derecho.
En el fondo, se estaría reduplicando un fenómeno bien conocido en la filosofía jurídica. Tras la última guerra mundial se planteó una crítica al positivismo jurídico, como presunto culpable de los desmanes que la habrían generado. Esta teoría jurídica aparecía así como éticamente perniciosa, dando de camino ocasión a una efímera resurrección del derecho natural. Con el paso del tiempo, la crítica al positivismo jurídico ha cambiado de enfoque, ganando a la vez en profundidad: su problema no es que resulte éticamente indeseable, sino que más bien se constata como teóricamente inviable. Mientras proponía ocuparse del derecho como es, marginando salmodias de deber ser, lo que a la hora de la verdad nos cuenta no tiene mucho que ver con el derecho como en realidad existe.
Ante la nueva asignatura, no me he planteado si sus resultados serán tan éticamente esplendorosos como para zambullirnos de una vez por todas en lo políticamente correcto, o si por el contrario pueden llevar a las jóvenes generaciones al infierno de cabeza. Me he limitado a preguntarme, ya que me ha dado por dedicarme a la filosofía jurídica, cómo podría yo explicar tan discutida asignatura. El resultado no ha podido ser más desalentador; la asignatura no me parece ni buena ni mala; constato simplemente que es inexplicable. Al menos yo, quizá porque filosofar obliga a reflexionar sobre lo que se hace, no podría explicarla.
No se me tenga precipitadamente por objetor. El problema arranca al plantearme cómo puedo explicar cuestiones con hondas implicaciones morales sin traicionar la neutralidad exigida por lo público. Cuando el destinatario es adulto, todo queda constitucionalmente delegado a la libertad de cátedra y al deseable sentido crítico de los destinatarios. Durante decenios existió una asignatura de «derecho natural», denostada por más de uno de los que hoy paradójicamente apelan a una ética universal, al alcance de cualquier mortal en su sano juicio. Nada impidió que los docentes de dicha disciplina desarrollaran pintorescos programas de teoría marxista, explicando cómo debería ser en el futuro el derecho, según un autor que exigía que desapareciera cuanto antes.
Cuando, por el contrario, los destinatarios son menores de edad, nuestra Constitución garantiza (en su artículo 27.3) «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». En consecuencia, para explicar la asignatura, dado que se pretende imponer como obligatoria, tendría yo que llevar a cabo una encuesta previa para ver qué quieren los progenitores que explique a sus retoños. Argumentar que si los padres desean ejercer ese derecho se habrán buscado un centro escolar con ideario, reconocidamente capaz de satisfacer sus deseos, exige ignorar la jurisprudencia constitucional existente. Ésta atribuye al ideario de los centros un alcance que en modo alguno coincide, ni cabe con afán reductor identificar, con lo moral o religioso. Sin duda involuntariamente, los centros que se vienen ofreciendo a explicar la asignatura con arreglo a su ideario están paradójicamente contribuyendo a ofrecer precedentes para llegar a ver interpretado restrictivamente el alcance real de sus propios derechos, como si tuvieran fundamento en un privilegio religioso.
Tendría más sentido argumentar que yo, al margen de lo que los padres puedan pensar, respetaría la neutralidad en la medida en que me limite a explicar cuestiones morales remitiéndome a lo recogido en la legalidad vigente. No en vano ésta ha sido elaborada por los representantes del pueblo soberano, entre los que tengo el orgullo de haberme visto incluido durante más de diecisiete años. Esta argumentación desconoce, sin embargo, aspectos elementales de nuestro modelo constitucional, particularmente atento a evitar cualquier posible dictadura de la mayoría.
Las mayorías parlamentarias son tratadas por nuestra Constitución como meramente coyunturales; incluso si se tratase, y ahora ni siquiera es el caso, de abrumadoras mayorías absolutas. Nunca, en nuestro sistema, el que gane unas elecciones, aunque no sea de carambola, lucra con ello el derecho a formar a los ciudadanos con arreglo a las convicciones morales de su preferencia. Parece lógico, ya que lo contrario sería tratar a la ciudadanía como prenda de temporada, que iría cambiando de diseño según quién sacara más votos, o lograra con mayor facilidad endosarse los ajenos. Como consecuencia, yo no podría explicar la discutida asignatura remitiéndome a lo que mi buen amigo Elías Díaz calificaría, con alcance meramente sociológico, como «moral legalizada». Ya su maestro Bobbio consideraba disparatado afirmar que habría una obligación moral de obedecer al derecho positivo, por el mero hecho de haber sido puesto. Así que sigo teniendo difícil explicar tan obligatoria asignatura.
Alguien medianamente informado se brindaría a salvarme de la perplejidad, sugiriéndome que cuento con un punto de referencia nada coyuntural, al que remitirme para abordar cuestiones de relevancia moral, por peliagudas que me parecieran: el texto constitucional. Al fin puedo asumir tan honrosa tarea docente...
Siento complicar la cuestión si planteo una nueva pregunta; al fin y al cabo, los filosofantes se dedican a preguntar, consiguiendo gracias a ello complicar lo más obvio. Cuando llegue el momento de referirme a las uniones entre personas del mismo sexo, ¿debo considerarlas como una modalidad de matrimonio, o no? La respuesta no parece fácil, ya que nuestra Constitución no ha sido tan previsora como para establecer que los docentes de Secundaria puedan plantear cuestiones de inconstitucionalidad; ni siquiera a los jueces encargados del Registro se reconoce tal posibilidad. Tendré quizá que ignorar esa parte de la asignatura hasta que el alto Tribunal se pronuncie; como habría tenido que aplazarla (siete años) para explicar si el aborto puede verse despenalizado en determinados supuestos, o (dieciocho años) para explicar si existen preembriones que merezcan protección diversa que los embriones, o (veintiún años) para explicar qué cabe o no hacer con éstos últimos.
Me asombra que las editoriales, que han perseguido a nuestros éticos más comerciales para que les pergeñen un manual, no hayan optado por la fórmula fascicular. Sería el único modo adecuado de mantener actualizada la asignatura; incluso, recurriendo a soporte informático, podrían mediante las oportunas descargas automáticas anunciar cada día en qué consiste ser ciudadano de acuerdo con las últimas sentencias recaídas. Aun así, no faltará quien plantee si los votos particulares no merecerían también honores discentes. Puede, en cualquier caso, darse por hecho que a final de curso cualquier parecido entre lo que el sufrido alumno haya logrado entender sobre la cuestión y lo que sus padres piensen al respecto será pura coincidencia.
Nos queda, por último, tomando en serio lo sugerido por José Antonio Marina, refugiarnos en los dictados de la «ética universal». Ésta logra, al parecer, situarse por encima de las morales socialmente vigentes, de las más de mil confesiones religiosas inscritas en el registro y de lo que, sobre unas y otras, puedan pensar los padres y demás parientes. Ya dijo Hugo Grocio que «etsi Deus non daretur» (o sea, aunque Dios no existiera) con el derecho natural podríamos entendernos todos. Por lo visto, la asignatura, que se eliminó de los planes de estudios de Derecho (salvo en El Álamo de la Complutense), vuelve ahora con nuevos bríos; nada menos que a los cursos de Primaria y Secundaria, sin que ni siquiera los padres marxistas puedan decir ni pío. Porque ya me dirán ustedes qué será esa ética universal sino el derecho natural, desprovisto desde luego del roquete con el que, por torpeza o mala intención, acabó muy a su pesar revestido.
PARADOJAS ÉTICAS, publicado en La tercera de la Gaceta (1-VII-2007)
Por Alejandro Llano, Catedrático de Metafísica.
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El empecinamiento en cuestiones éticas acaba produciendo paradojas que rozan el disparate. España es el primer país del mundo en consumo de cocaína, por encima incluso de Estados Unidos. En el agua de ríos que pasan por ciudades de tamaño medio se detecta la presencia, en alto grado, de esta droga. Pero si en cualquier lugar público se realiza una inspección oficial y se observan rayas de cocaína, los supervisores no podrán hacer nada. Sólo les estaría permitido actuar en el gravísimo caso de que se detecte olor a tabaco o se localice un cuenco con aspecto de cenicero que contenga grapas o clips.
A un Estado que se encuentra ahora en semejantes manos se le encomienda la educación moral de los jóvenes a través de Educación para la Ciudadanía. La base ética de una ciudadanía sana es decir la verdad y su derecho básico consiste en no ser engañada. Ahora bien, el Gobierno que ha impuesto esta asignatura como obligatoria está mintiendo sistemáticamente al pueblo español en lo que concierne a sus conversaciones y pactos con una banda terrorista y con los grupos políticos que la representan. ¿Es éste un ejemplo de recta ciudadanía que se pueda presentar a los alumnos? La paradoja se aproxima peligrosamente en este tema a la contradicción.
Según Aristóteles, en la ciudad perfecta el buen hombre es idéntico al buen ciudadano. Pero no hay ciudades perfectas. De manera que, en la práctica, no es lo mismo el buen ciudadano que la buena persona. El propio Estagirita admite que a quienes rigen la ciudad les corresponde educar a los ciudadanos por medio de leyes justas. Pero no se le ocurre referir esta enseñanza ética a todos los aspectos de la moral humana. Transfiriendo esta teoría clásica a la actualidad, resulta que en todas la democracias normales y corrientes la educación cívica que muchas veces no configura una disciplina determinada se refiere a cuestiones del ámbito público, tales como el conocimiento de la constitución, la historia patria, la solidaridad entre los ciudadanos, la urbanidad cívica o civismo, la necesidad de pagar los impuestos justos, la posibilidad de ejercer la objeción de conciencia, y asuntos de este tipo. En ninguna democracia liberal, que yo sepa, se incluyen en esta vertiente formativa las concepciones más profundas y personales. Si se intenta, el tufo a totalitarismo y manipulación es inevitable. De ahí la lógica indignación de muchos españoles cuando entre nosotros se pretende abordar oficialmente temas como la condición humana, la identidad personal, la dimensión afectivo-emocional, la ideología de género, la democracia en la escuela o el pleno reconocimiento y protección de la homosexualidad. Intromisión y adoctrinamiento se llama esta figura.
La protesta de los padres de alumnos y de cualquier demócrata que defienda la libertad de las personas y de las familias no tiene nada que ver con la actitud que pueda adoptar la Iglesia católica o cualquier otra confesión religiosa. Si una Iglesia denuncia el error conceptual que se esconde tras esta asignatura, no hace más que dar expresión a una evidencia. Y, desde luego, la postura en tal sentido de cualquier persona o institución no tiene por qué ser tildada de conservadora a ultranza, reaccionaria o cualquier otro lindo calificativo. Lo que, al parecer, se pretende al anatematizar a los discrepantes es amedrentarlos. Ahora bien, una de las características de un régimen de libertades es que la gente no se deja intimidar por palabras gruesas que no vienen a cuento y que procuran poner al personal de cara a la pared. Ese cuento se acabó. Ya tuvimos 40 años de lavado de cerebro. Y ni uno más.
Imponer a los ciudadanos una ética ideologizada, mientras las instancias oficiales y oficiosas se permiten todo tipo de atropellos morales, equivale a lo que siempre se ha llamado ley del embudo: ancho para mí y estrecho para ti. Si de verdad se quisiera contribuir a la ética ciudadana, lo primero que habría que hacer es procurar que las actuaciones políticas y administrativas, en todos los niveles, respondieran al nivel de transparencia y rectitud para el que el lenguaje común reserva la palabra decencia. No más, pero tampoco menos. Y, lamentablemente, estamos muy lejos de alcanzar ese umbral mínimo de honradez que siempre es exigible. Para muestra, baste el caso del avasallamiento, la ambigüedad y la confusión que se va produciendo en el interminable culebrón que se está representando para la formación del Gobierno de Navarra: ningún parecido con algo así como una ética pública.
Y lo más paradójico de esta serie de paradojas es que no se reconozca el derecho a la objeción de conciencia, garantía última para todo miembro de una democracia en regla. Amenazar al que objete desde su íntima convicción es el último escalón del contrasentido al que se puede descender en un Estado justo de Derecho.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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