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La indignación comienza con el enojo y, con frecuencia, acaba en la ira contra algo o alguien y sin el reclamo se queda en eso. Reclamar es apoyarse en la indignación de cuya energía tanto se precisa para conducirla hacia donde es debido.
La siguiente anécdota pone de manifiesto uno de los errores en que puede incurrir cualquier persona: el excesivo aprecio por sí misma:
Un día cualquiera sube un viajero en un autobús. Un hombre de edad madura, elegante y de porte distinguido. Busca en sus bolsillos el ticket que precisa para viajar, pero no sólo no lo encuentra, sino que apercibe que no lleva moneda alguna; sólo la tarjeta Visa. Habla con el conductor, quien le explica que el reglamento de la compañía de autobuses no acepta la tarjeta para pagar. La conversación va subiendo de tono y comienzan a crisparse.
Los viajeros restantes observan unos a hurtadillas, otros abiertamente. Pero ninguno hace el más modesto gesto por encontrar solución al conflicto. Algunos, los más jóvenes y curiosos, se aproximan un poco.
De repente, en la acalorada discusión, el viajero increpa al conductor con una pregunta, enfáticamente airada: «¿Sabe usted con quién está hablando?». El conductor no responde: pone la señal intermitente, detiene el autobús en mitad de la calle y ordena al viajero sin billete que se apee. La circulación queda en parte bloqueada, las luces de otros vehículos se encienden y apagan y suenan claxons de protesta.
El conductor se pone en pie y como ampliando la discusión exclama ante los viajeros: «Este señor dice que si yo sé con quién estoy hablando. La verdad, no lo sé, ni me hace falta saberlo, porque lo que sí sé es que intenta colarse y no pagar su billete. ¿Alguno de ustedes sabe quién es la persona con quién estamos hablando?».
Se oye un murmullo, sin que se produzca respuesta alguna. El conductor se encara con el viajero y le espeta: «Ya ve usted que nadie le conoce, que nadie sabe quién es usted. ¡Usted es un don nadie, y ahora mismo se apea de este autobús!».
El resto de los pasajeros grita entonces a coro: «Fuera. ¡Que se baje, que se baje!» El hombre elegante enseña su Visa al público, hace un gesto destemplado y se apea. El autobús cierra las puertas y se pone en marcha; una salva de aplausos de los impacientes viajeros pone fin al conflicto.
Todo ha sucedido con tanta rapidez que la mayoría no se ha percatado de lo sucedido. En realidad, el conductor y los viajeros no han conocido a la persona que motivó el conflicto. Esta tampoco al conductor con el que discutió, ni a los viajeros que le increparon. Ni unos ni otros han tomado conciencia de lo que sucedía.
En principio, no es cierto que esa persona quisiera colarse. Estaba allí su Visa como muestra de sus buenas intenciones. Aunque una demostración inútil, puesto que no fue aceptada para ese pago de menor cuantía.
Todos, a su manera, han participado en el problema; pero ninguno ha intentado resolverlo. Las palabras han servido más para confundir que para poner un poco de claridad.
Es probable que el hombre de edad madura, modifique, después de esto, el concepto que tenía de sí mismo y es probable que también cambie el concepto que, en general, tiene de las personas. Ha sido alcanzado por la desaprobación y exclusión social; incluso, injustamente vejado y expulsado del vehículo.
Esta anécdota no tiene más pretensión que ejemplarizar algunas cosas que pasan, y poner en evidencia la facilidad con que los seres humanos no nos escuchamos unos a otros. Aunque los datos estén a veces en mi contra, desearía que no fuera verdad la vieja afirmación de Machado: «En España de cada diez cabezas, una sola piensa, las nueve restantes envisten».
Con el furor de la discusión todos han quedado confundidos. ¡Con lo fácil que hubiera sido que uno solo hubiera prestado su billete o abonado al conductor el precio del viaje del distinguido caballero!
Los personajes que intervienen en la historia incurrieron en la misma conducta: la indignación ante la injusticia sufrida. Todos se sintieron indignados, porque sobre todos recayó, aparentemente, la injusticia, al menos así lo creyeron.
En primer lugar, el caballero de edad madura por las razones aludidas. En segundo, el conductor del vehículo, puesto que su responsabilidad es vigilar que los viajeros paguen su billete, y este caballero no sólo no tenía para pagar al menos, según las normas establecidas por la compañía, sino que además trató de intimidarle al atribuir a su propia personalidad un excesivo reconocimiento social, que al instante sería desmentido por los otros pasajeros.
A los restantes pasajeros se les hizo un flaco servicio al detenerse el autobús en mitad de la vía pública con las puertas abiertas, causándoles la injusticia de llegar con retraso a sus destinos y hacerles perder el tiempo. En cuarto y último lugar, a los restantes conductores, que ignoraban lo que sucedía y sufrieron el atasco de circulación.
Todos se comportaron como personas que sufren una injusticia, causada probablemente por una falta de información en un usuario del transporte público.
De acuerdo con la aparente injusticia sufrida, la indignación hizo presa, de inmediato, en cada persona. Pero, ¿es suficiente la mera percepción de la injusticia para que algo sea realmente injusto? ¿Acaso no pueden engañarse los sentidos en lo que perciben o las cogniciones en lo que atribuyen a lo percibido? Veremos eso más adelante, por el momento nos detendremos en el fenómeno de la indignación.
La indignación comienza con el enojo y, con frecuencia, acaba en la ira. Lo propio de la indignación es la vehemencia que siempre se dirige contra algo o alguien. De ordinario, lo que indigna es el modo en que se comportan otras personas. Pero de los comportamientos es fácil remontarse a las personas que así se conducen.
La vehemente indignación se dirige casi siempre contra la otra persona o incluso contra sí mismo. La persona enojada, mientras esté presa o sea transportada por esa fulgurante pasión, no se compadecerá de los otros, tampoco de sí misma.
La queja es una cierta desazón o destemple del estado de ánimo a causa del dolor, pena o sentimiento por el mal padecido que abandonada a sí misma se transforma en resentimiento. La persona resentida se cuece en los sentimientos del pasado, de los que es rehén, poco importa que en la actualidad tengan o no acomodo en la realidad.
El resentimiento trabaja en la memoria, en la que busca una y otra vez lo referente a los eventos negativos. Tal vez por eso, la persona resentida se olvida del presente y del futuro. Más aún: los convierte en residuos del pasado.
Lo que mantiene la queja en el ser es el recuerdo. Mientras se pueda rememorar, reiterar y repetir una misma escena, siempre habrá quejas. Y así sin pausa y con prisa la persona airada se conduce hasta que encuentra un juez que la escuche y sancione al culpable.
«La capacidad de enojarse escribe Santo Tomás en De malo es la verdadera fuerza de resistencia del alma». Pero si no es ordenada, si no está sometida a la razón, la ira tiene un efecto cegador sobre la persona. En ese caso, la ira desmedida que se manifiesta en las explosiones de indignación, el rencor y el deseo de venganza atentan tres veces contra la templanza, en especial cuando no se dispone de una justa motivación para ello.
Si la indignación no trastornara la razón, haría a la persona más dueña de sí y la potencia irascible se fortalecería dando origen a la virtud de la mansedumbre. Ser dueño de sí, en unas circunstancias como las descritas, significa moderar la irascibilidad, iluminar la razón y solucionar el problema.
Cuando esto acontece, entonces de la indignación se pasa a la reclamación. Algo que no suele ser frecuente entre los españoles, a los que se nos va más la fuerza ¿o debilidad? por la boca (indignación manifestada como incontinencia verbal), y no por las reclamaciones escritas (alegaciones que dejan constancia de su apoyo en la razón), que son las que en verdad resuelven los problemas.
Reclamar es volver a clamar; hacerse oír en los asuntos de quien nadie se había ocupado hasta ahora, quizás porque no se había conocido o reflexionado sobre la verdad de los hechos. Reclama quien exige un derecho que ha sido conculcado o injustamente frustrado por la acción de otro.
En la reclamación hay también cierta diligencia, pero en ella lo pasional está sometido a control. Quien reclama reviste de racionalidad su perjuicio. Este «poner en razón» lo que le sucedió constituye un modo de someter los sentimientos a la racionalidad o, si se prefiere, tratar de hacerlos más razonables e inteligibles.
Optar por la indignación es optar por la irracionalidad de las pasiones tan fulgurantes como ineficaces, perder el control de sí mismo, provocar probablemente una injusticia mayor a los otros y acrecer la magnitud del conflicto.
En cambio, optar por la reclamación hace crecer a la persona en la virtud de la templanza, repara la injusticia sufrida y soluciona el conflicto. La indignación es un vicio; la reclamación, una virtud.
En el conflicto anecdótico, al que se ha hecho referencia, se siguió la peor parte. Todos se indignaron, pero nadie reclamó. Todos perdieron, pero nadie ganó. Los únicos que en verdad crecieron fueron la injusticia e impotencia humanas.
En realidad, en nadie compareció la mansedumbre. De haberlo hecho, el conflicto se habría resuelto antes, más y mejor. Pues, como escribe San Gregorio Magno, «la razón hace frente al mal con gran acometividad si la ira contribuye poniéndose de su parte» (Moralia in Job 5, 45). Pero es preciso que la indignación se ponga de parte de la razón, es decir, que actúe como una vis a tergo inspiradora y energizante de la razón, a fin de superar los conflictos, de acuerdo con la justicia.
Para reclamar es preciso reconducir la indignación y embridar la ira, de manera que la razón nos conduzca a puerto seguro. Reclamar es aquí sinónimo de atemperar (templar, templanza) la indignación y moderarla, de forma que se subordine a la razón, y no al contrario. Exige un esfuerzo mucho más costoso que el de indignarse. Reclamar es apoyarse en la indignación de cuya energía tanto se precisa y reconducirla hacia donde es debido.
La indignación por una causa justa forma parte de la mansedumbre. La persona inhibida no es mansa, especialmente si su comportamiento se agota en la mera indignación. La persona que vive la mansedumbre no es la que se inhibe frente a la injusticia, sino la que se hace violencia a ella misma y transforma la indignación en reclamación.
La persona inhibida la que sólo se indigna no es por eso más templada ni más fuerte, aunque sí puede ser más perezosa y estar cautivada (des-templada) por su comodidad. La persona mansa, en cambio, reprime la fuerza inicial de la indignación, la transforma y la pone al servicio de la justicia. Por eso soluciona los problemas. Por eso mismo también, la persona mansa queda justificada, mientras que la persona que sólo se indigna no.
La mansedumbre, contra lo que algunos opinan, no es una virtud de los débiles sino de los fuertes. Una virtud que mejora la salud física y psíquica, pues destila ese buen humor que adorna a las personas que son capaces de reírse de ellas mismas y de cuanto les sucede. Tal vez porque saben que si no contribuyen a solucionar los problemas fortaleza es porque forman parte de ellos con su debilidad.
Aquilino Polaino-Lorente, Catedrático de Psiquiatria
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