La idea de Kelsen podría parecer -vía Pilato- una mera extravagancia teórica; pero, por desgracia, su escepticismo apunta al propio corazón de las democracias occidentales, también de la nuestra
El Mercurio (Chile),
Durante la Semana Santa, el proceso de Jesús ante Caifás y ante Pilato ha sido, para los cristianos, parte de la meditación religiosa de su pasión y muerte en la cruz. Pero cabe también una reflexión jurídica y política sobre ese episodio, que arroja no pocas luces sobre nuestra actualidad ciudadana.
Mayoría de votos y sentencia de muerte
En los años del gobierno militar, cuando muchos objetaban la democracia por principio, un anti demócrata me la descalificó así: ¿para qué queremos un régimen de gobierno que sirvió para crucificar a Cristo? Ante mi extrañeza, precisó que se refería a esa plaza del pretorio de Pilato, donde una multitud embravecida -una "mayoría de votos"- pidió y obtuvo su crucifixión. Le repliqué, como es lógico, que esa multitud vociferante no era precisamente un ejemplo de democracia; que sus gritos no podían considerarse un acto de soberanía popular judía, y que, en términos de régimen de gobierno, el democrático era en el pretorio el más ausente de los tres clásicos. En cambio, los otros dos regímenes -monarquía y aristocracia- sí que estaban presentes y actuantes: el primero, representado por el poder imperial del César a través de su procurador Poncio Pilato; y el segundo, bajo la forma teocrática del Sanhedrín o Consejo Supremo de los judíos, presidido por Caifás.
El recuerdo de aquella conversación no tiene más valor que el anecdótico. Pero lo asombroso fue para mí encontrar un argumento muy similar, y nada menos que en un texto de Hans Kelsen, el autor de la teoría pura del derecho, el maestro del positivismo jurídico y mentor de la democracia liberal (relativista) en el siglo XX. Ese texto, que describe el papel de Pilato en el proceso a Jesús, es tan elocuente que merece aquí un pequeño resumen.
Kelsen afirma que Pilato, al condenar a Cristo, actuó como un perfecto demócrata. Han leído ustedes bien: un perfecto demócrata. En el interrogatorio, Jesús le habló de "la verdad". Y el procurador preguntó: "¿Qué es la verdad?" (Juan 18, 38), expresando así, según nuestro autor, el necesario escepticismo del político, que no puede andar haciendo averiguaciones religiosas, filosóficas o morales para gobernar: o no existe verdad, o no viene al caso en política. Pilato buscará, pues, la única respuesta posible en la multitud que tiene delante, para que la causa se resuelva por voto popular; de allí la consulta cuasi plebiscitaria: "¿Y qué he de hacer con Jesús?" (Mateo 27, 23). Como el perfecto demócrata no sabe lo que es justo, será la mayoría quien decida: "¡Crucifícalo, crucifícalo!" (Juan 19,6). Así Poncio Pilato, haciendo crucificar a Cristo, se habría convertido en el emblema perfecto de la democracia. Si por practicarla se condena a un inocente, ése ya no es problema del procurador, ni tampoco de Kelsen, por lo visto, ni de sus discípulos los "perfectos demócratas".
Se observará el parecido entre esta sofisticada teoría jurídica y aquella opinión política que recordé al comienzo: ambas afirman -aunque con valoración opuesta- una impensada relación entre democracia y crucifixión de Jesucristo. La idea de Kelsen podría parecer -vía Pilato- una mera extravagancia teórica; pero, por desgracia, su escepticismo apunta al propio corazón de las democracias occidentales, también de la nuestra.
Entre nosotros se debaten hoy decisiones de alta connotación moral sobre el matrimonio y la familia, la vida y la muerte, el sexo y la procreación. Su discusión nos ha familiarizado con rechazos del tipo "por qué en democracia unos ciudadanos van a imponer a otros su particular idea de lo justo, lo moral, lo bueno". Quienes así hablan suelen mirar también toda invocación a "la moral" o al "derecho natural" como algo sospechosamente metafísico e intolerante. No andan lejos del escepticismo ni del relativismo kelseniano.
Democracia y relativismo ético
Pero, por otra parte, ¿qué sentido tiene la democracia si no garantiza los derechos fundamentales de la persona humana, al mismo tiempo que una serie de valores objetivos e intransables más allá de las alineaciones políticas del momento, puesto que son anteriores al Estado mismo? Pues este régimen de gobierno necesita, como la médula de su legitimidad y de sus procedimientos, un núcleo ético esencial, es decir, un mínimo común denominador moral que no sea relativista. Porque una democracia verdadera es -valga el juego de palabras- una democracia con verdad: con un fundamento de verdad a secas (verdad sobre la persona y la sociedad, verdad sobre lo justo y lo injusto) que no proviene de mayorías ni de sumatorias circunstanciales, las que muy bien pueden seguir crucificando a los inocentes. La determinación de ese núcleo moral mínimo es el problema político de nuestro tiempo.
Imagino a muchos lectores que se estiman auténticos demócratas, que adhieren a las instituciones de ese régimen de gobierno -sufragio, representación, separación de poderes-, y que sin embargo, ante el planteamiento de Kelsen -que no pueden aceptar- piensan, en resumidas cuentas: democracia sí, relativismo no; pluralismo sí, escepticismo no. Es, en substancia, lo que advirtió Juan Pablo II cuando planteó el gran peligro político actual en estos términos: "Es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil todo punto seguro de referencia moral" (Enc. Veritatis Splendor, 101). Otro tanto acaba de advertir Benedicto XVI ante la Unión Europea.
Por lo demás, el "perfecto demócrata" a lo Pilato cree ser muy neutral, pero en forma espontánea tiende a las opciones morales más permisivas y relajadas, cuando no simplemente epicúreas y hedonistas, dado el peso de las pasiones humanas y de los intereses creados. Y esas opciones no son en absoluto neutras, como tampoco lo fue la sentencia del acomodaticio procurador de Judea. Se ha puesto de moda reivindicar a Judas; parece que también Pilato puede incluirse en el panteón de los héroes. En cambio, Jesús de Nazaret, el hombre que osó identificarse con la verdad, se está volviendo -¡por eso mismo!- el villano de la función: el perfecto intolerante.
Pero no es decente llamar "democracia" a esa tergiversación de la realidad.