Un repaso desde la fe (...) que sólo desea hacer pensar un poco. Afirmaba Julián Marías que “donde todo el mundo piensa igual, casi nadie piensa demasiado”
Diario Levante
No puedo realizar este vistazo desde mi opinión personal; ha de ser una mirada no partidista, sino desde la fe. También hay que advertir que este repaso no puede ser omnicompresivo de todo lo que nos sucede y que elijo los temas por su relación con esa fe, sin apoyar a nadie en especial y sin animadversión a personas o grupos. Aprendí, hace mucho tiempo, a no ser antinada ni antinadie. Ojalá sepa reflejarlo en estas líneas que sólo desean hacer pensar un poco. Señalaré igualmente que no trato de ofrecer soluciones técnicas cristianas a las cuestiones que se plantean, sino una óptica cristiana, tras la que pueden caber soluciones diversas. Es más, seguramente será mejor así, pues, como afirmaba Julián Marías, «donde todo el mundo piensa igual, casi nadie piensa demasiado».
Voy a comenzar por el espinoso y terrible problema del terrorismo. La Iglesia lo ha condenado mil veces y en todos los tonos. En su catecismo, afirma «que es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la comunidad internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia»; es decir no sólo el acto destructor es terrible, sino también las secuelas posteriores, que de tantas maneras nos inquietan y dividen. Por eso, indica el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia que la lucha contra el terrorismo presupone el deber moral de contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se desarrolle, tema harto difícil, sobre todo cuando ya ha nacido o esas condiciones parecieran inviables, ilegales o contrarias a un patrimonio histórico, que la mayoría se resiste a perder. En cualquier caso, la condena es tajante: «el terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un desprecio total de la vida humana y ninguna motivación puede justificarlo, en cuanto el hombre es siempre fin y nunca medio». Aspecto difícil, pero que requiere de todos los medios legales para poder erradicarlo, y frente al que existe un deber y un derecho a defenderse dentro de la ley. Una anotación final: es una blasfemia brutal promoverlo en nombre de Dios. Y es una ignominia utilizarlo para fines políticos, económicos o de gloria personal.
La inmigración tiene dos caras: la acogida fraterna a quienes nos necesitan -y seguramente necesitamos- y el posible descontrol de entrada en los países receptores, que puede ser causa de grandes males sociales: abusos laborales, marginación, inseguridad, paro, pérdida de identidad cultural o religiosa, falta de integración en el país que acoge, etc. Desde el primer punto de vista, ha dicho la Iglesia que la capacidad propulsora de una sociedad orientada al bien común y proyectada hacia el futuro se mide también y, sobre todo, a partir de la perspectiva de trabajo que puede ofrecer. Ahí está la clave para evitar flujos migratorios desarraigados: es necesario ayudar al desarrollo de esos países con educación y medios técnicos, evitando la corrupción. La regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y equilibrio, sin explotar vilmente al inmigrante, sin demagógicas rentas políticas, es necesaria para salvar la dignidad de las personas.
El duro tema de la inmigración enlaza con el del paro o con el del trabajo basura. Seré breve: hace falta mucha magnanimidad, mucha generosidad, mucho corazón para que no se enriquezcan unos pocos en detrimento de unos muchos, teniendo todos igual dignidad. Es cierto que los políticos de los diversos gobiernos -sin partidismos- han de velar para que sea respetada esa dignidad. Baste recordar un marco exigente en el que Juan Pablo II encuadraba el derecho al trabajo. Y no es banal el encuadre porque es un todo del que si se extrae una fibra, arruina el tejido: el derecho a la vida no nacida, el derecho a formar una familia (heterosexual, estable, unida) que favorezca el desarrollo de la propia personalidad; el derecho a madurar la propia inteligencia y libertad, buscando la verdad y el bien; el derecho a participar en el trabajo, valorar los bienes y recabar el sustento propio y familiar; libertad para educar a los hijos, particularmente en materia religiosa, etc. Todos estos derechos tienen como epicentro la familia y el trabajo. Gracias a Dios, en nuestro país baja el paro, pero ¿es en este marco natural?
La solidaridad entre los diversos pueblos de España. Me atrevo a decir que es anticristiano el abismo que se está creando al tirar de la manta cada uno por su lado. Y lo peor no es que la manta se rompa, lo más desastroso es que se machaca la caridad y el respeto, la admiración mutua; se cambia el generoso deseo de ayudar y servir por el egoísmo de pensar sólo en lo propio. ¡Ah si lo propio fuera el bien común generosamente contemplado!
Esto enlaza con el nacionalismo porque algunos han podido ser causa, en parte, de la citada insolidaridad. La unidad -natural- de toda la familia humana no encuentra todavía realización, al verse obstaculizada por ideologías materialistas y nacionalistas que niegan los valores propios de la persona considerada integralmente, en todas sus dimensiones, material y espiritual, individual y comunitaria. En particular, es moralmente inaceptable cualquier teoría o comportamiento inspirados en el racismo y en la discriminación racial. Así se lee en el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia. Es muy fácil que, incluso antes de llegar a ese extremo, algún tipo de nacionalismo provoque tal exaltación de los valores propios -que lo son de veras- hasta límites que mueven al orgullo altanero, al desprecio o ignorancia buscada de otros, que constituye un auténtico atentado a algo tan cristiano como la unidad y la solidaridad de los hijos de Dios, radicalmente iguales y unidos del modo más elevado en la comunión de los Santos. Es obvio que la Iglesia admite el nacionalismo como una opción política legítima. Recientemente la Conferencia Episcopal Española ha dado unas indicaciones, tales como el reconocimiento de la libertad de los ciudadanos para buscar el ordenamiento jurídico que deseen, a la vez que les llama a la máxima responsabilidad, rectitud y respeto a la verdad de los hechos, de la historia, del bien común de la población directa o indirectamente afectada, sin dejarse llevar por impulsos egoístas o reivindicaciones ideológicas, etc. Recuerda que la misión de la Iglesia consiste en «exhortar a la renovación moral y a una profunda solidaridad de todos los ciudadanos, de manera que se aseguren las condiciones para la reconciliación y la superación de las injusticias, las divisiones y enfrentamientos». A este respecto, y en otra perspectiva, el mismo documento hace una llamada para que no se dilapiden los bienes conseguidos por la reconciliación entre los españoles que supuso la Constitución de 1978. Para un cristiano, la caridad, el amor verdadero, que excluye odios, rencores e incomprensiones, está por encima de todo. No podemos utilizar a los que murieron para despertar disensiones entre sus hijos y nietos. Eso no es humano, es horrible.