Sin apoyo en la verdad, la moral sólo puede edificarse en la afectividad y en la sensibilidad
Ángel García Dorronsoro
La Gaceta de los negocios, 22-XII-06
Almudi.org
TUVO éxito, probablemente por ser un buen resumen, la conocida frase: “En una guerra, la primera víctima es siempre la verdad”. En una sociedad a la que la verdad le parece un asunto problemático, secundario y perturbador con demasiada frecuencia, la frase podía ser enunciada así: “Cuando el interés por la verdad decae, la primera víctima es la moral”. Sin apoyo en la verdad, la moral sólo puede edificarse en la afectividad, y en la sensibilidad, creciendo entonces el prestigio de las personas con buenas intenciones.
X. Zubiri escribe que en la visión filosófica de Kant la verdad la pone el hombre. La verdad no está en las cosas, sino en nosotros y la aplicamos al conocer. Me parecía útil este recuerdo, porque esta deriva marcará el sesgo de la orientación en muchos aspectos, no superficiales, de la cultura contemporánea.
De un modo parecido, en el pensamiento moral moderno, con frecuencia, la moralidad la pone el hombre. No hay cosas malas en sí mismas, todo es indiferente o premoral. La realidad está esperando la acción del hombre y la intención con que la realiza.
Hay moralistas que enseñan que más que atender al fin de lo que se hace, hay que fijarse en lo que el hombre se propone y las posibilidades de alcanzar la meta, garantizan la bondad de los medios elegidos. Estos profesores de una moral tan inquietante, que empuja al subjetivismo y acrecienta el prestigio de las “buenas intenciones”, fueron muy alabados por la prensa que alaba y aplaude todo lo trasgresor, sobre todo si la trasgresión afecta a los fundamentos de la ética tradicional. Y como en ocasiones anteriores, esa prensa criticó con especial dureza a los sacerdotes pederastas en EEUU, que eran discípulos de los profesores aclamados. La “nueva moral” situaba al hombre en condiciones de decidir sobre el bien y el mal. Poseer la ciencia del bien y del mal situaría al hombre en condiciones de disponer de unas posibilidades de las que el hombre común carece.
El bien de la vida ordinaria, necesariamente emparentado con el Bien, le parece al que vive según su propia moral un estorbo que retrasa su proyectos, al no tener en cuenta que hay oportunidades, compromisos, necesidades, en definitiva urgencias a las que hay que atenerse. Goethe escribió que “cuando tuvo que decidir en Weimar, nunca pensó en hacer lo más oportuno, sino lo mejor, y a la larga se vio que lo mejor era lo más oportuno”. No sabemos si el poeta vivió siempre el contenido de su máxima, pero hay que reconocer que encierra una buena orientación para políticos a los que oprime siempre la cercanía de las elecciones.
Un importante capítulo de la doctrina de la Iglesia se ocupa del conocimiento de la Misericordia y de su manifestación en el perdón. Después de haber escrito la Encíclica Redemptor hominis afirmando a la luz de Cristo, que el amor es más grande que la Creación, más fuerte que la muerte y que el pecado, sintió Juan Pablo II el deseo de completar su pensamiento en la Dives in misericordia, un estudio lleno de la sabiduría que enseña la Palabra de Dios, y en el que se contempla a la misericordia como inseparable de la realidad de Dios. Una lectura reposada y serena de la encíclica sería un buen remedio para todas las penas que nos trae el vivir diario y un bálsamo para que las relaciones entre nosotros puedan ilusionarnos de nuevo, aprendiendo a pedir perdón y a perdonar.
Oí una declaración del portavoz y secretario de la Conferencia Episcopal Española, recordando que las conversaciones con terroristas son inmorales, aludiendo a otras enseñanzas anteriores; en esa afirmación están presentes la naturaleza de la misericordia, del perdón y su íntima relación con la justicia. Dice la Encíclica:
“Cristo subraya con tanta insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro, que había preguntado cuántas veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra simbólica de “setenta veces siete” (Mt 18, 22), queriendo decir con ello que debería perdonar a todos y siempre. Es obvio que una exigencia tan grande de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia.
LA justicia rectamente entendida constituye por así decirlo la finalidad del perdón. En ningún caso del mensaje evangélico el perdón, y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo, el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición del perdón”. ( Dives in misericordia,14j;30 de noviembre de 1980). Es imposible perdonar (como se desprende del significado de la palabra) al que piensa que no tiene nada de qué arrepentirse, podría incluso sentirse agraviado y no sería la primera vez que se da ese malentendido, en negociaciones que se intentan sin ajustar bien la relación de los interlocutores entre sí. Los que van a dejar de matar ¿son iguales a los que les ofrecen esa posibilidad? ¿Cómo evitar el escándalo de convertirlos en héroes si sus acciones fueron necesarias? Cuando se pide a terroristas el arrepentimiento, no es por una dureza de ánimo inoportuna, ni por falta de ilusión por los bienes que acompañan a la paz, sino porque si ellos han realizado unas acciones heroicas asesinando a inocentes, completamente ajenos a ninguna responsabilidad imaginable, entonces el gravísimo daño moral que se hace a una comunidad o a un pueblo con ese escándalo sería históricamente imposible de limpiar.