Queremos más democracia, menos intervencionismo del Estado en materias religiosas y morales
Fernando Sebastián Aguilar
Arzobispo de Pamplona
La Gaceta de los negocios, 14-XI-2006
Aunque el laicismo suene mucho, y las objeciones contra la Iglesia se nos repitan muchas veces, ésta es ya una fase concluida, básicamente cerrada. En el mundo está comenzando una fase nueva. Nueva para la sociedad y nueva para la Iglesia. Nueva para la sociedad, porque las sociedades cultas y democráticas reconocen que dentro de la democracia tiene que existir el respeto profundo hacia la libertad religiosa de los ciudadanos. Las instituciones civiles se van convenciendo de que el ejercicio de la libertad religiosa —y en consecuencia, el ejercicio libre de las propia religión por parte de los ciudadanos— es una parte importante del bien común que el Estado tiene que proteger y garantizar, del cual se siguen muchos bienes para las personas y para la consistencia de la sociedad entera. En nuestro caso, podemos decir: ¿quién mejor que la Iglesia educa para la convivencia, para el trabajo, para la justicia y la solidaridad? La carta Deus caritas est del papa Benedicto lo expone hermosamente.
Y en buena parte, nueva también para la Iglesia, porque poco a poco vamos aprendiendo a vivir en libertad y en pluralismo, aprendemos a convivir con otros que viven de otra manera, sin que eso signifique ni conflicto ni sometimiento. Quien diga que la Iglesia no sabe vivir en democracia no dice verdad. No añoramos ningún poder político, no pretendemos imponer a nadie nuestra fe ni nuestra moral mediante el poder o las instituciones políticas. Pretendemos simplemente poder vivir en libertad, sin restricciones, y poder anunciar libremente nuestro mensaje y nuestros puntos de vista sobre la vida personal, familiar y social. Todo perfectamente admisible en una concepción democrática de la sociedad. Si en algo pecamos es en vivir demasiado cohibidos, sin atrevernos a marcar las diferencias con el resto de la población, a ejercer nuestros derechos civiles y políticos de acuerdo con nuestras propias creencias y nuestros intereses de grupo.
Para ser justos hay que decir que entre nosotros hay grupos y partidos políticos que tienen una concepción estrecha de la democracia, en la cual no cabe la vida religiosa de los ciudadanos. Partidos que no saben ver la vida religiosa de los ciudadanos como parte del bien común, como simple ejercicio de la libertad en una dimensión importante de la persona humana.
Con frecuencia, nuestras críticas contra esta manera estrecha e injusta de entender la democracia son interpretadas como una incapacidad de acomodarnos a una vida democrática real. No es que nos quejemos de la democracia, sino que queremos más democracia, menos intervencionismo del Estado en materias religiosas y morales, más neutralidad de las autoridades políticas ante las manifestaciones y el ejercicio de la libertad religiosa de los ciudadanos.
En concreto, los obispos hacemos a la Administración dos tipos de crítica. Una, pidiendo que las decisiones de la autoridad se sometan como actividad humana a las normas morales vigentes en la sociedad, fundadas en la recta razón y en la historia cultural y religiosa de la población. No es querer imponer, es defender la libertad de la sociedad y los límites de la autoridad. Quienes gobiernan no están autorizados a gobernarnos y dirigirnos como les parezca mejor, sin tener en cuenta las normas de la moral natural y de la moral histórica de nuestra sociedad.
La segunda crítica es reclamar el derecho a ser reconocidos y tratados como cualquier otro grupo cultural, sin discriminaciones ni restricciones por el hecho de ser una institución religiosa.
Sin embargo, no podemos ser pesimistas. También ahora en nuestra sociedad y en nuestra Iglesia hay muchas cosas positivas. Por lo pronto, una tercera parte de los ciudadanos son miembros decididos de la Iglesia, asisten fielmente a las celebraciones litúrgicas y tratan sinceramente de vivir según la fe de Jesucristo. Dos terceras partes de nuestros conciudadanos se confiesan cristianos. Más bien tendríamos que preguntarnos cómo les estamos ayudando a vivir su fe en el mundo real de cada día. Por otra parte, no podemos exagerar las dificultades que padecemos. Nadie nos persigue. Ni tenemos que hacer grandes renuncias por ser fieles a nuestra fe. Si nos quejamos, alguien nos podría decir, como se dice a los destinatarios de la Carta a los Hebreos: “No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha con el pecado”.
POR otro lado, el pecado y la idolatría llevan dentro el germen de su destrucción. La gente más sensata comienza a darse cuenta de que una sociedad sin religión ni moral es una sociedad sin alma, sin fuerza interior, amenazada de disolución por los conflictos de las pasiones y de las ambiciones. La situación actual no es normal, ha de llegar el momento de la lucidez y la reacción, la sensatez y la sabiduría de la gente sencilla y honesta tiene que reaccionar frente al espectáculo de la degradación y la injusticia.
El Papa acaba de decirnos que es preciso redescubrir el cristianismo no como un conjunto de prohibiciones, sino como una opción positiva, una opción de vida, un camino de recuperación y rescate de lo mejor de nuestra humanidad. Pero entendámoslo bien, para presentar el cristianismo como opción positiva de vida y de esperanza no hay que maquillarlo ni recortarlo, es el cristianismo por sí mismo, el cristianismo entero —como sistema de vida coherente y completo— lo que es una opción de vida que llena el corazón y las aspiraciones más profundas de los hombres de todos los tiempos.