Lo que comenzó como un conflicto entre la fe y la ciencia moderna, dio lugar a una crítica radical de toda religión
Fernando Sebastián Aguilar, arzobispo de Pamplona y obispo de Tudela.
La Gaceta de los negocios, 8 de noviembre de 2006
Lo menos que podemos decir es que estamos en un tiempo de dificultad. Mirando las cosas de fuera a adentro, podemos decir que hay en el ambiente muchas reticencias respecto de la Iglesia, del cristianismo, de la religión en sí misma. Con frecuencia aparecen en los medios de comunicación actitudes contrarias a la Iglesia, muchas personas se han alejado de la vida cristiana, en cuestiones morales hay un fuerte disentimiento, en bioética, en moral sexual, los asuntos económicos son muy complejos y la dimensión moral queda muy diluida, en la vida política se rehuye expresamente la existencia de una ley moral objetiva. Nos acusan de no saber vivir en la democracia, nos dicen que añoramos los tiempos del franquismo, que pretendemos imponer la fe y la moral a la sociedad.
No es difícil responder. Lo hemos hecho muchas veces, pero las acusaciones vuelven a aparecer en cuanto se presenta la ocasión. La verdad es que, al menos desde 1971, los obispos españoles optaron por favorecer la democratización de la sociedad.
Yendo al fondo de la cuestión, tenemos que reconocer que lo que se rechaza es la religión misma, en sus elementos esenciales, diciendo que no es compatible con los valores más apreciados de la vida: la ciencia, la libertad, el bienestar. La reflexión tanto filosófica como teológica, el testimonio de la historia, demuestran que la fe cristiana no es contraria a estos valores, sino a una manera de entenderlos, en el marco de una visión deformada de la realidad en la cual el hombre sería el centro del universo y como el dueño último de su existencia. Si no hay Dios, si existimos por azar en un mundo meramente fáctico, sin más norma que la casualidad, entonces todos los valores son relativos.
Quienes creen que esta manera de ver las cosas es la verdadera cultura moderna y democrática, no soportan una Iglesia diferente y fiel a sí misma; quieren una Iglesia que se acomode, que cambie sus estructuras y sus enseñanzas, que se someta al criterio común de la nueva cultura. Pero esta actitud no es democrática. Nosotros pedimos una democracia en la que se respeten las diferencias, en donde ser católico o ser laico no lleve consigo ni privilegios ni sospechas de ninguna clase.
En realidad se trata de un movimiento cultural que se desarrolla en todo Occidente desde el siglo XVIII. Lo que comenzó como un conflicto entre la fe y la ciencia, dio lugar a una crítica radical de toda religión y al desarrollo de un ideal humanista que pone al hombre como centro del mundo. Y en España este movimiento cultural tiene características especiales que lo hacen más radical y más intransigente:
1. Reacción histórica. El movimiento secularizador tiene entre nosotros la fuerza de una reacción pendular a una situación anterior en la que la religión era casi la única forma de vida socialmente aceptada.
2. Vivimos acaparados por las ofertas del consumismo. La gente no tiene tiempo para pensar ni para hacerse preguntas existenciales, que además serían incómodas, que alteran el ritmo, que no tienen interés ni conducen a ninguna parte.
3. El valor supremo, el verdadero dios que se adora en este mundo nuestro es el propio bienestar, el bienestar inmediato, el bienestar del dinero, de las diversiones, del sexo, de los viajes.
4. Por debajo de esta crítica a la religión existe el desconocimiento del verdadero Dios, tal como ha sido revelado por Jesucristo, un Dios de Amor y de libertad, que es fuente de vida y horizonte de esperanza. La abundancia reinante hace que la Iglesia se haya quedado en esta sociedad sin poder ofrecer nada interesante. Todos los servicios están asumidos por el Estado. Esto no es así, los servicios del Estado de bienestar dejan muchas rendijas por donde se cuela el sufrimiento, un sufrimiento que sólo la caridad personal y el amor desinteresado pueden remediar. Pero esto no se reconoce. Todos, de derechas o de izquierdas, quieren un Estado que garantice enteramente su felicidad y le atienda en todas sus necesidades.
Muchos cristianos viven afectados por esta ideología y entre nosotros también se ha producido lo que el Papa Juan Pablo II llamaba la pérdida de la memoria y de la herencia cristiana. Y a lo mejor no hemos acertado en las soluciones. Ante los primeros síntomas de este enfrentamiento entre el mundo de la fe y el mundo del laicismo, quisimos hacer la Iglesia más interesante, más dialogante. Una Iglesia que hablase menos de Dios y más de la tierra. Una Iglesia portadora de un mensaje terreno, de tipo moralizante, dirigido a fomentar la justicia y garantizar el bienestar de los hombres. Los hechos están demostrando que esta manera de pensar se equivoca y confunde el diálogo con la condescendencia. Esta presentación del cristianismo tampoco interesa a nadie. Debilita la vida de los cristianos, rompe la unidad de la Iglesia y no aparece como una verdadera alternativa de vida en la cultura del hedonismo.