Las Provincias, Valencia, 12-IX-2006
He trabajado no poco en la promoción integral –especialmente en ambientes socialmente desfavorecidos– de chicas y chicos a través de la educación diferenciada por sexos. Y puedo afirmar con los hechos que no he visto un solo caso de sociabilidad debilitada por esta causa, ni de discriminación alguna. Podría indicar que hay muchos estudios –ahora crecientes– relativos a un tema muy abierto en todos los sentidos, mostrando que la educación mixta no es el único modelo educativo ni, por supuesto, algo a imponer. Hombres y mujeres gozan de idéntica dignidad y deben tener las mismas posibilidades en la sociedad; pero no son idénticos ni física, ni psicológica, ni afectivamente. ¿No se habla del derecho a la diferencia? ¿Hay quien desea acentuar la igualdad al educar? Pues bien, ¿que otros se fijan en la diferencia? Pues igualmente bien. Ante todo libertad. En el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, se lee: “Masculino y femenino diferencian a dos individuos de igual dignidad que, sin embargo, no poseen una igualdad estática porque lo específico femenino es diverso de lo específico masculino. Esta igualdad en la diversidad es enriquecedora para una armoniosa convivencia humana”.
Sería largo y prolijo recorrer el itinerario hacia la educación mixta como un objetivo a conseguir y, más tarde, como un dogma a imponer. Pero siempre subyace el ideal de la igualdad práctica de mujeres y hombres en el mundo y de una mejor sociabilidad entre los dos sexos. Sin embargo, es muy dudoso que se haya logrado con ese mayoritario sistema educativo, como es igualmente dudoso que no se consiga con la educación diferenciada. Seguro que ambos tienen sus ventajas e inconvenientes. Pero no me parece que haya razón suficiente para imponer ninguno de ellos. La dignidad de la persona, sin discriminación de ningún tipo, exige esa libertad. Nadie plantea la educación diferenciada como discriminatoria, sino justamente al contrario: como el derecho a formarse de una determinada manera que algunos ven beneficiosa para unos y otras. Si la existencia de una verdadera democracia requiere un pluralismo real –como también recuerda la doctrina social de la Iglesia–, si este no se da en la escuela, con todas sus consecuencias, no existirá en el país, en la vida cultural, política, artística, religiosa, etc. La sociabilidad humana no es uniforme ni se realiza en vía única, sino que reviste diversas expresiones, que deben ser garantizadas por quien ha de hacerlo.
Creo que tengo una cierta mente jurídica, que se duele por el más que posible encorsetamiento de la libertad con diversas iniciativas legales, o de pretendida imposición por lo políticamente correcto, contra esa educación diferenciada por sexos en algunas edades. A título de ejemplo, se puede citar la nueva ley de Educación que antepone los colegios mixtos a los diferenciados a efectos de concertación. Me parece una desigualdad de los españoles ante la ley y que no cumple con equidad el precepto constitucional que proclama la libertad de los padres a elegir el tipo de educación que deseen para sus hijos. Otro ejemplo es el de la zonificación, que dificulta seriamente el libre ejercicio de ese derecho, previo a la misma ley de leyes.
Sin vanidad, pero con verdad, puedo afirmar que he luchado mucho por el sostenimiento de centros educativos deficitarios. Y ahora, cuando nuestra situación económica es mejor, padezco la discriminación de quienes dicen que el dinero público es para la escuela pública o para aquella que los poderes determinen. Para empezar, y hablo de doctrina social de la Iglesia, no de política, el Estado no debe suplantar a los ciudadanos en nada. Puede leerse en el citado Compendio: “La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita, y a veces también anula, el espíritu de libertad e iniciativa”. En cualquier caso, el dinero público es de todos por igual, y el Estado lo administra en orden al bien común y con justicia para todos. En concreto, en la tarea educativa, el Estado sólo suple a los padres que no pueden levantar sus propias escuelas o delegan en otros esta función. Y aun así, no ha de olvidar el criterio de la suplencia, porque los ciudadanos las pagan con sus impuestos y son esos padres los primeros y principales educadores de sus hijos. Otra cosa supone un notable déficit democrático y una decidida imposición ideológica. El Estado no puede absorber, ni sustituir, ni reducir la dimensión social de la familia –particularmente en el ámbito educativo– ; más bien, debe honrarla, reconocerla, respetarla y promoverla, según ese principio de subsidiaridad, como afirma el Catecismo de la Iglesia católica.
Hace no mucho tiempo, en un debate televisivo, refiriéndose cierto invitado a la educación diferenciada, afirmó que no con dinero público. Otro citó los impuestos para hablar de libertad y fue asombrosamente callado con el dogma de que los impuestos nada tienen que ver. Alguien sentenció, sin más, que la educación diferenciada debía ser prohibida. Pienso que ese triste cuadro se aleja mucho de la libertad democrática y del derecho natural: son opiniones libres, pero situadas a un paso del totalitarismo educativo. Afortunadamente hubo otras.
Buena parte de los detractores del modelo educativo diferenciado creen basar sus razones en el artículo de nuestra Carta Magna que prohíbe las discriminaciones por razón de sexo, entre otras. pues bien, me parece que los adalides de la tolerancia cero respecto a esa discriminación, no han reparado en que la educación diferenciada no discrimina, sino todo lo contrario: busca favorecer a los dos sexos porque estima que los forma mejor.
Lo he visto de cerca en muchos campos: intelectuales, de habilidades, comportamiento humano, religiosos, morales, cívicos, etc.
Y a la vez, no niega el derecho a la educación mixta para el que lo desee. Insisto: ¿no se habla de derecho a la diferencia? De hecho, existe una variopinta multitud de actividades separadas para mujeres y para hombres. En todo caso, no parece que la no discriminación por sexo en materia educativa deba consistir necesariamente en que chicos y chicas se formen juntos. Pienso que se trata más bien –por caminos de libertad– de formar en una cultura enriquecedora por igual de hombres y mujeres, que suponga una apuesta por la creatividad, por la inteligencia, por la solidaridad, la capacidad de autodominio, el sacrificio y la disponibilidad de servir al bien común, sin enroques en posturas cerradas.
(Educación diferenciada y libertad escolar (y II))
Finalizaba mi artículo anterior con un cierto alegato a favor de la libertad escolar, y una particular referencia al derecho de los padres a elegir una educación diferenciada por sexos, para sus hijos. Y, por consiguiente, al derecho de estos centros a existir con las mismas coordenadas jurídicas y económicas que los restantes. También incluyo lógicamente la presencia de centros estatales de este tipo. Podría pensarse que los últimos compases del citado artículo sonaban a temas demasiado concretos, que me alejaban del propósito de navegar por la ley natural contenida en la doctrina social de la Iglesia. Traté simplemente de pegar al terreno esa doctrina. Porque la moral es conducta, no una teoría. También parece útil advertir –para evitar actitudes confesionales– que la doctrina social no ha de imponerse por ser cristiana, sino justamente al revés: esta moral social es cristiana porque da razón del hombre. Nadie como la Iglesia explica y defiende al hombre entero. Además, la mayoría de los contenidos de esta moral son anteriores a la revelación de Cristo, que sí los purifica, eleva y perfecciona. No me he referido a verdades exclusivamente cristianas. Recordemos algunas en conexión con lo dicho.
Primera y capital: la persona humana es libre porque está dotada de inteligencia, voluntad y afectos. El único límite de esa libertad es su propia naturaleza. Por eso existe para buscar el bien y la verdad que hacen al hombre mismo bueno y verdadero, como afirmó Benedicto XVI. Otro límite implícito en el anterior es la libertad de los demás que, si es maltratada, incapacita a la nuestra para ser humana. Bien cerca de estas afirmaciones está el derecho a madurar la propia inteligencia y la propia libertad a través de la búsqueda y el conocimiento de la verdad, como decía Juan Pablo II en Centesimus Annus , o el de fundar libremente una familia que acoge y educa a los hijos. Las exigencias del bien común –escribía Juan XXIII en Mater et Magistra – están estrechamente vinculadas al respeto y a la promoción íntegra de la persona y de sus derechos fundamentales, entre los que se cita el de la educación. El bien común –dijo el último concilio– es el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección. Es obvio que promoverlo es fin principal del Estado y exige que no expolie a la familia en la tarea de formar al hombre en toda su dignidad, en todas sus dimensiones. Al contrario, ha de ver en ella la primera escuela de virtudes sociales, con un derecho y un deber original y primario en la educación de sus hijos, insustituible e inalienable. Por tanto, nadie debe usurparlo.
Trataba en el artículo anterior de que la educación diferenciada no es discriminatoria. Aludo ahora brevemente a que tampoco disminuye la sociabilidad entre sexos. Un motivo elemental es que hay muchas otras formas de relacionarse. Y otro, que lo prioritario no parece la simple convivencia social y relacional, sino la búsqueda real del bien, es decir, del sentido y de la verdad que se encuentran en las formas de vida social existente, sin eludir nunca el bien común. Vuelvo después al argumento, pero adelanto que, a mi modo de ver, la sociabilidad está, sobre todo, en darse.
El reiteradísimo principio de subsidiaridad del Estado –presente en el Magisterio desde la primera encíclica dedicada a la cuestión social, la Rerum Novarum de León XIII– tiene mucho que ver con la sociabilidad porque, en consonancia con la naturaleza humana, enseña que es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan aquellas expresiones asociativas de diverso tipo, a las que el hombre da vida y hace crecer de modo libre y espontáneo. Estas no solamente son los partidos políticos; hay otras muchas formas de asociacionismo que podrían ser más importantes. Pues bien, es difícil negar la libertad de constituir y sostener partidos, pero a veces el Estado absorbe o dificulta la libertad individual o la vida de las sociedades menores, que son escuelas de sociabilidad. Eso es totalitarismo más o menos completo o encubierto. En el tema educativo, la Iglesia se reafirma en que las distintas formas de subvención económica han de repartirse de tal manera que los padres sean verdaderamente libres para ejercer sus derechos sin soportar cargas injustas. También afirmaba recientemente que, de no ser así, se camina a un injusto monopolio escolar estatal, que conculca la justicia e impide variadas formas de relación.
La subsidiaridad del Estado conduce a una mayor participación de los ciudadanos, expresada en multitud de actividades, para la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenecen, como dijo Pablo VI en Octogesima Adveniens . Así se hace y expresa la sociabilidad honda y duradera; se estructuran y traban vínculos entre las personas y sociedades que vertebran ese ámbito de convivencia. Se muestra que cifrar la sociabilidad entre sexos en la educación mixta, sin negar legitimidad a esta, constituye una visión pobre. Por otro lado, la sociabilidad recibe particular relieve de la solidaridad, que sintetiza la exigencia de reconocer, en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para ocuparse del crecimiento común, compartido por todos. Hay, pues, una línea que une subsidiaridad, solidaridad y libertad, en la que ha de buscarse la sociabilidad y no discriminación de seres humanos.
En síntesis, podemos decir que la convivencia humana –y su educación– es ordenada, fecunda y digna del hombre, cuando se funda en la verdad; cuando se modela según la justicia, con respeto y leal cumplimiento de deberes y derechos; cuando se realiza en libertad, exigencia inseparable de la naturaleza humana, que sólo es verdadera si une a las personas; cuando es vivificada por el amor, que hace sentir como propias las necesidades y exigencias legítimas de los demás. Así se determina la calidad de una sociedad. Nunca, por lo que aleja del ser del hombre.
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