25 voluntarios del Centro Universitario Ariany y de la Asociación Almudí trabajan un mes en Nicaragua.
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Cuando tenía 13 años, leí un reportaje con estupendas fotos del desastre provocado por el Huracán Mitch en Centroamérica. Hablaba de inundaciones, pobreza, refugiados, desastres naturales, nacatamales, chanchos, gallopinto, frijoles, chabolas de adobe, miseria y desolación. Contaba historias de superación en medio de las dificultades y en una de ellas aparecía la foto de Jessi. Una niña de 12 años, tan guapa como pobre, que había perdido a sus padres y hermanos. Mirando su foto una y otra vez, me enamoré perdidamente de aquella niña de ojos tristes y ausentes. Yo iré a Nicaragua y te sacaré de aquel infierno Jessi, espérame me dije para mis adentros. Pensando en ella tarareé machaconamente, durante la edad del pavo, aquella canción de Ducan Dhú: “esos ojos negros, no los quiero ver llorar”. Años después, Mikel Erantxu, ya en solitario, seguía cantándola igual (¿o más melancólico aún?) y yo me reafirmaba en mi propósito de rescatar a Jessi. He conservado esa foto, ese artículo y ese sueño muchos años sin decirlo a nadie y por fin, este verano he ido a Nicaragua con 25 jóvenes de la Asociación Almudí y del Centre Universitari Ariany buscando el rastro de Jessi.
Del 12 de julio al 12 de agosto hemos graduado la vista a miles de personas en la selva profunda de El Crucero –una Clínica Oftalmológica de España nos facilitó el aparato, y la Optica Visión Lab nos prometió 500 monturas y cristales graduados ad hoc que ahora enviaremos-; hemos instalado tres aulas de informática en un orfanato y dos colegios -con diez modernos ordenadores cada una-; hemos dado clases de computación -como ellos dicen- a profesores y maestros empíricos (no tienen la correspondiente titulación académica) y titulados; clases pedagógicas al personal docente; dispensario médico; escolarización de niños; higiene bucal; becas universitarias; micro-créditos… y mil cosas más. He visto a Jessi en la cara de muchas niñas y niños. Quizá incluso –quién sabe-, era alguna de esas jovencísimas madres con varios bolos a su alrededor, dando el pecho a uno de ellos mientras asistía a mis clases. No lo sé, no lo podía comprobar pues no sabía su apellido. Todas se parecían a ella y en todas veía realizado mi sueño.
Pero mi verdadero encuentro con Jessi fue –no podía ser menos- en el basurero La Chureca. La situación de ese vertedero de las afueras de Managua -el segundo más grande del mundo- es esperpéntica. Cientos de niños, en edad de estar jugando o en el colegio, andan descalzos buscando durante diez horas diarias algo que vender después. Pisan cristales rotos y animales muertos, y de vez en cuando, les pica algún escorpión o serpiente. Tarde o temprano, entre tanto mosquito y parásito cogen alguna enfermedad que les lleva a la tumba, porque no existe la Seguridad Social y no tienen dinero para un médico. A su lado, los niños de los orfanatos son peluches vivientes. Pedí a Dios que mi muñeca, mi Jessi del alma, no hubiera acabado allí. Vi en esos niños, ángeles desterrados de la gloria, perdedores de la sociedad que parten de menos cero. Su presente y su futuro no es atractivo ni prometedor, están atrapados por el día a día, obligados a no faltar ni uno solo para poder alimentarse ellos y sus hermanos.
Nicaragua me ha sacado de mi ensimismamiento. A la vuelta me siento como en cuarentena. No solo he adelgazado diez kilos, es que por dentro me siento en un aislamiento preventivo. Todo lo veo difuminado, desenfocado. Se trata de aplicar nuevas reglas porque las que yo usaba antes han saltado por los aires.
Si se hiciera una clasificación de los viajes según su impacto en el corazón de los viajeros, sin duda el de Nicaragua merecería el primer puesto. Sólo los carteles a la vera de las carreteras merecen un caso aparte: “No dé agua a su bebé en los primeros meses. Sólo leche basta”; “Si toma, no maneje”; “Contra el polio y el sarampión, teta no. Existe la vacunación”; “la solidaridad es la ternura de los pueblos”; “No bote aquí basura”; “Aterremos las charcas, evite el cólera.”; “Lávese las manos con agua y jabón”; “Hecho por y para el pueblo”; “Pulpería a dos varas al sur”;…nos hacían gracia, los comentábamos entre nosotros, pero los veíamos como algo anecdótico, al igual que las iguanas –llamadas popularmente garrobos-, los armadillos –cusucos- o las serpientes con que nos topábamos de vez en cuando en la selva.
Lo importante son otras cosas más sutiles, que precisan de una especial percepción, y que a todos nos iban golpeando muy dentro. Cada día, con los ojos y oídos bien atentos, podías distinguir las tonalidades de esa humanidad tan maravillosa de los nicas. Eso es lo que a mí más me ha cautivado. Su serena amabilidad está macerada por siglos de paciencia. Sólo los últimos 35 años han dejado un terremoto, una dictadura, una guerra civil, una revolución y contrarrevolución, un huracán y todas las variantes posibles de corrupción, con resultado evidente: la pobreza golpea al 70 por ciento de la población. Y sin embargo -¿o precisamente por eso?- la gente visita a los enfermos, se quieren y ayudan unos a otros, están alegres, rebosan espiritualidad por todos sus poros, son acogedores y generosos.
¿Rescatar a Jessi de ese infierno? Ha sido más bien lo contrario. Ha sido ella quien me ha liberado del mío. Gracias Jessi porque sin ti nada hubiera sido posible.
Joan Domenech Escrivá
DNI 20475888-T
Móvil 609765284
Foners,8
07006-Palma
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