Universidad de Navarra. 1 de julio de 2006 La Gaceta de los Negocios (Madrid)
La visita a fines de mayo de Benedicto XVI a los campos de Auschwitz y Birkenau fue ampliamente recogida por la prensa internacional. Se trataba de una escena realmente sobrecogedora. Un Papa, hijo del pueblo alemán, caminando a pie, lentamente y en silencio, por el más terrible de los campos de exterminio. Al final de su visita tomó la palabra en petición de pe...
Universidad de Navarra. 1 de julio de 2006 La Gaceta de los Negocios (Madrid)
La visita a fines de mayo de Benedicto XVI a los campos de Auschwitz y Birkenau fue ampliamente recogida por la prensa internacional. Se trataba de una escena realmente sobrecogedora. Un Papa, hijo del pueblo alemán, caminando a pie, lentamente y en silencio, por el más terrible de los campos de exterminio. Al final de su visita tomó la palabra en petición de perdón y reconciliación en “aquel lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que —decía el Papa— no tiene parangón en la historia”. Con sus palabras alzaba un grito a Dios para que no vuelva a permitir jamás algo semejante. Sus gestos estuvieron llenos de simbolismo y sus palabras, henchidas de dolor, cruzaron el mundo de parte a parte: “¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en aquellos días? ¿Por qué permaneció en silencio? ¿Cómo pudo permitir aquella inacabable matanza, aquel triunfo del mal?”
La prensa reprodujo ampliamente las palabras del Papa y se oyeron algunas pocas críticas —en su mayor parte de ignorantes u oportunistas de pluma fácil— acerca de su descripción del nazismo como un “grupo de criminales que alcanzó el poder mediante promesas mentirosas”, que había abusado mediante la fuerza del terror y la intimidación de los afanes de grandeza del pueblo alemán “como instrumento de su frenesí de destrucción y dominio”. Sin embargo, nadie destacó lo que me parece el núcleo del pensamiento de Benedicto XVI y que recordó de nuevo ante el horror de los campos de exterminio: la lógica del amor. En cierto sentido, Auschwitz-Birkenau viene a ser la culminación del poder de la fría razón científica, sin escrúpulos, al servicio de la causa política de unos pocos poderosos decididos a conquistar el mundo a cualquier precio. Una de las cosas que más impresiona a quien se acerca a los campos es la eficiencia con la que millones de personas fueron exterminadas en tan poco tiempo. Se trataba de toda una maquinaria formidablemente organizada para la eliminación del pueblo judío y de tantos otros, cuyas vidas eran clasificadas como lebensunwertes Leben, como vidas indignas de ser vividas.
Pues bien, Benedicto XVI, después de rogar a Dios para que impulse a los hombres de hoy en día a que reconozcan que la violencia no crea paz, sino que sólo suscita más violencia, añadió: “El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que, ciertamente, no es como una fría matemática del universo, sino que es una sola cosa con el amor y con el bien. Pedimos a Dios y apelamos a la humanidad que esta razón, la lógica del amor y del reconocimiento del poder de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las amenazas que surgen del irracionalismo o de una razón falsa y sin Dios”. Este es el mensaje central de Benedicto XVI —expresado también en su encíclica Deus caritas est— que incide de lleno en el núcleo problemático de la sociedad contemporánea. La única garantía de que no vuelvan a producirse atrocidades como las del nazismo se encuentra en el sometimiento de la razón científica a las exigencias del bien y del amor.
Efectivamente, la cuestión central, en la que nuestra cultura se juega su futuro, estriba en el alcance de la noción de racionalidad, en la dilucidación de qué sea lo razonable y qué lo no razonable. En cierto sentido, el pensamiento se ve arrastrado a un dilema: tiene que escoger entre el racionalismo ateo —el naturalismo cientista dominante— o simplemente la irracionalidad. Esto lo ha visto muy bien Hilary Putnam en su libro Razón, verdad e historia. El filósofo de Harvard entiende que el pensamiento del siglo XX ha estado dominado por dos cientificismos de signo opuesto. Por un lado, el del empirismo lógico del Círculo de Viena que asignó un lugar central a la matemática y en el que la Ciencia con mayúscula vino a ocupar el antiguo lugar de Dios, de la Verdad con mayúscula. De otro lado, el modelo de los antropólogos, que han venido a sostener que no hay una racionalidad global, que lo razonable es del todo distinto en cada cultura y en cada tiempo y lugar.
La cultura contemporánea oscila peligrosamente entre ambos extremos, entre el encarnizamiento despiadado de la razón científica y el rechazo de la racionalidad que implica el regreso a la selva, esto es, simplemente el retorno a la ley del más fuerte. Sin embargo, quienes confiamos en la razón pensamos que, como en tantas otras cosas, cabe también avanzar por un camino intermedio, más difícil, que es el de una razón más modesta en sus resultados, dispuesta a reconocer sus fracasos, pero consciente también de sus potencialidades y que, sobre todo, aspira a la construcción de un mundo más humano. El camino comienza con el reconocimiento de que sólo es verdadera ciencia aquella que nos perfecciona, que nos ayuda a ser mejores personas; y, al revés, comienza también con el rechazo de todo supuesto avance científico que no haga nuestro mundo más humano, nuestras relaciones más cordiales, nuestras vidas mejores.
Lo malo no es el dolor, lo malo es la crueldad; lo malo no es el sufrimiento —que tantas veces es inevitable—, lo malo es la perversa utilización de la razón científica para la explotación de unos seres humanos por parte de otros. En el corazón de las tinieblas de Auschwitz-Birkenau, Benedicto XVI ha anunciado con valentía a la humanidad del siglo XXI que sólo puede salvarnos la lógica del amor. Para esto mismo viene ahora a Valencia al encuentro de las familias.