Enrique Monasterio. 6.VI.2006 Revista Mundo Cristiano
Según Kloster, el Romanticismo ha sido el peor virus político, artístico y literario de nuestra historia reciente. Empezó a reblandecer las meninges de Europa a comienzos del XIX, y desde entonces el mundo no ha levantado cabeza. —Nos hemos vuelto gemebundos y moqueantes, amigo mío –me explicaba con su peculiar facundia–. Los suspiros han acabado con los héroes. Malos tiempos para la épica.
Le respondí que, sin romanticismo, nos habríamos...
Enrique Monasterio. 6.VI.2006 Revista Mundo Cristiano
Según Kloster, el Romanticismo ha sido el peor virus político, artístico y literario de nuestra historia reciente. Empezó a reblandecer las meninges de Europa a comienzos del XIX, y desde entonces el mundo no ha levantado cabeza. —Nos hemos vuelto gemebundos y moqueantes, amigo mío –me explicaba con su peculiar facundia–. Los suspiros han acabado con los héroes. Malos tiempos para la épica.
Le respondí que, sin romanticismo, nos habríamos perdido a Rousseau, a Goethe, a Brahms, a Bécquer..., pero él apostilló que también habríamos perdido a Bisbal, a Bustamante, la new age y Pasión de Gavilanes. —Y lo malo –concluyó– es que lo peor está aún por venir. Es cierto: los grandes temas del romanticismo clásico –la pasión libertaria, el gusto por lo esotérico, el culto a la naturaleza y, sobre todo, la hipertrofia de los sentimientos– han alcanzado tal crédito social y cultural que nadie cuestiona su primacía sobre cualquier otro valor.
—¡Mamá, has herido mis sentimien tos...! –clamaba enfurecida Vanesita Ramírez, empleando una expresión oída en un telefilme que le había gustado mogollón–.
Y la sicóloga Cuquita R. Williams, aconsejaba a una atribulada estudiante de bachillerato:
—Si sientes algo especial, no temas; libérate de tabúes, corre al encuentro de "él", y entrégate sin tasa.
El lenguaje de Cuquita es mohoso, pero su doctrina está al día: "sentir algo especial" es suficiente para legitimar cualquier comportamiento.
Hubo un tiempo en que a los niños nos decían cosas terribles como esa de que "los hombres no lloran". Hoy, por el contrario, llorar es obligatorio. Hay que gimotear, dar rienda suelta a los lagrimales sin miedo a asperger a los vecinos. En el triunfo y en el fracaso, cuando ganamos Operación Triunfo y cuando fallamos un penalti, cuando declaramos nuestro amor y nos lo declaran, nada mola más que una lacrima sul viso.
—¡Es tan mono! –decía Jessica a su hermana–. Cuando me pidió salir, lloraba como un niño...
—Y tú, ¿hacías pucheros?
—¡Ay, sí...!
Un día llegó lo inevitable: el romanticismo y el hedonismo se encontraron; comprendieron que habían nacido el uno para el otro y se unieron en solemne concubinato. Al fin y al cabo, entre la exaltación de los sentimientos y la glorificación del placer casi no hay distancia. El hedonismo aportó al romanticismo el aspecto práctico: convirtió el amor en una cuestión química de intercambio de fluidos, desechando su dimensión espiritual. El romanticismo, por su parte, envolvió en un celofán de suspiros las toscas exigencias hedonistas, y renunció a hablar de amor eterno, de fidelidad y de otras obscenidades semejantes. En nombre de los sentimientos –que todo lo justifican– convirtió las urgencias sexuales en actos virtuosos, en lírica pura. Y nacieron los guarrománticos.
Los guarrománticos están por todas partes: hay culebrones guarrománticos, música guarromántica, literatura y hasta poesía guarromántica. Y telefilms, videojuegos, comics... Pero hay, sobre todo, demasiadas víctimas del virus. Pienso en los más jóvenes: miles de chicos y chicas corrompidos, que no se merecían estar así.
Después de charlar con uno pensé escribir estas líneas. Y escribiré algunas más sobre los viejos guarrománticos y sobre los cobardes que no hemos sabido detener la epidemia. Hablaremos también de la vacuna.