Estimadísimo Don Juan Antonio:
No sé cómo agradecerle a usted, a Don Pedro y Don Gabriel y a mis queridísimos tíos, la experiencia de estos días pasados. Fue exactamente como en la parábola del hijo pródigo que se leyó precisamente el día en el que recibí los sacramentos de la Penitencia, la Confirmación y mi primera Eucaristía, el pasado 17 de marzo de 2006. La Iglesia me acogió a mí, gran pecador, perdido y sin mérito alguno, con la mayor de las fiestas, con un tratamiento propio de príncipes. Todo fue gratis, no hice nada para merecerlo. También la boda al día siguiente fue un magnífico regalo para Paula y para mí. Y sin embargo, seguro que mucha gente muchísimo mejor que nosotros hubiera deseado poder disfrutar de un trato así. Estamos sencillamente abrumados.
Como no se me ocurre ninguna otra forma mejor de expresarle mi agradecimiento, me he decidido a intentar relatar de la manera más sincera posible el proceso que ha desembocado en mi conversión.
En realidad ha sido un proceso lento y tortuoso y dista mucho de estar acabado, pues empezó el día en que fui concebido y probablemente acabará, como pronto, el día en que me muera. Mi fe aún es muy rudimentaria y frecuentemente caigo en gruesos errores conceptuales, pero éstos no son nada comparados con el tremendo error del que partía. Principalmente se ha tratado de un proceso intelectual dominado por mis lecturas y reflexiones y alumbrado por el inestimable testimonio de la santidad de mis tíos y de la fe de mi mujer.
El ambiente en que crecí era contradictorio pero creo que, hasta cierto punto, típico de la época, habiendo nacido en 1975. Por un lado, la ideología de la mayor parte de mi familia era atea y próxima al marxismo. Creían vagamente en una utopía opuesta a la dictadura recién superada, con la que identificaban a la Iglesia Católica, y también en un racionalismo que habría dejado obsoleta a ésta. Pero, por otro lado, su forma de vida era sumamente conservadora y éticamente irreprochable.
Yo mismo, en mi adolescencia, abracé con entusiasmo un trotskismo algo romántico. Era bonito pensar que toda la gente trabajadora del mundo se uniría algún día para romper las cadenas de la opresión, inaugurando así una época de concordia y fraternidad. Si el experimento había fallado en Rusia, se debía tan sólo a que una élite burocrática había traicionado y secuestrado la Revolución, pero ésta necesariamente acabaría por triunfar en el mundo entero. Pronto me di cuenta de que este ideal chocaba frontalmente con la evidencia de la maldad y el egoísmo intrínsecos del hombre, a los que sólo pueden mantener bajo control a duras penas las mismas estructuras sociales que se trataba precisamente de abolir. Por ello me desencanté de estas ideas rápidamente.
Mi deriva hacia el liberalismo político no cambió un ápice mis ideas religiosas, o mejor dicho, ateas. Peor aún, a base de leer libros de divulgación científica, mi idea del ser humano pasó a ser la de una sofisticadísima máquina de propagación de genes egoístas, aparecida espontáneamente por la fuerza ciega de la selección natural sobre un pequeño grumo de polvo cósmico.
En esta cosmovisión sólo quedaban algunos cabos sueltos. El de la Creación no me parecía especialmente grave, puesto que ésta quedaba demasiado lejos y probablemente no tuviera influencia alguna apreciable en nuestra vida diaria. Incluso en el caso improbable e innecesario desde el punto de vista científico de que el origen del universo se debiera a alguna suerte de inteligencia superior, ésta seguramente no habría notado o no daría importancia alguna a la vida levemente consciente que hubiera podido aparecer en un rincón remoto de su obra grandiosa.
La Teoría de la Evolución no estaba del todo clara. Si bien el mecanismo de la adaptación progresiva de los órganos es indiscutible, el salto de una especie a otra, sin eslabones intermedios viables, es mucho más problemático. Pero eso seguramente no eran más que pequeños detalles que la Ciencia iría resolviendo inevitablemente en el futuro.
El problema de la Consciencia era más serio. Podemos suponer que el cerebro humano no es más que un complejísimo ordenador neuronal cuyo funcionamiento quizá pueda ser replicado algún día por un artefacto hipotético creado por la mano del hombre. Pero un artefacto tal sería una máquina muerta ejecutando un algoritmo. Y yo veo, oigo, noto y siento, no solamente actúo como si lo hiciese. Pudiera ser que todo eso no fuera más que una especie de ilusión inventada por la evolución para hacerme más eficaz en la lucha por la supervivencia, pero desde luego es un fenómeno bien raro y que no veo cómo podría llegar a ser explicado jamás por la Ciencia.
Ahora bien, la mayor objeción de todas era la de la Ética. Uno de mis mayores ideales ha sido siempre el de la Justicia y siempre he aborrecido los abusos. Por ello, me horrorizaban las consecuencias éticas de mi visión del mundo. Si el hombre es sólo un animal más, sujeto a las leyes de la evolución, es lógico que valga la ley del más fuerte y entonces Hitler tenía razón. En la Naturaleza, el espécimen fuerte aniquila al débil para arrebatarle sus recursos y esto se aplicaría también a la Raza Humana. Intentando escapar de esta monstruosidad, que sólo puede conducir o a la resignación o al cinismo, razonaba que las leyes morales quizá fueran una herramienta que la comunidad humana había inventado para protegerse a sí misma.
Pero aun así los individuos sin escrúpulos que se saltaran dichas normas sociales aprovechándose de la mayoría honesta obtendrían una ventaja competitiva que me indignaba. Sentía la necesidad de creer en que nuestros actos, buenos o malos, tendrán alguna consecuencia para la posteridad. Pensaba en el recuerdo de los vivos, en el juicio de la historia o, desde una perspectiva darwinista, en la descendencia. Pero todos ellos eran en el fondo vanos y pasajeros.
A pesar de todos estos puntos oscuros, mi visión del mundo se me antojaba suficientemente consistente y jamás consideré que ninguna religión pudiera dar respuestas mejores. En aquella época, todas las religiones me parecían más o menos iguales. Pensaba que no eran más que creaciones del hombre para poderse hacer una imagen comprensible del mundo a su alrededor y para ayudarse en los momentos difíciles. Habían tenido su utilidad, pero el desarrollo de la astrofísica, de la ingeniería genética y de la neurología las habían dejado anticuadas.
Desde mi temprano abandono del marxismo, mi visión del Catolicismo había sido bastante positiva. Siendo un gran aficionado a la Historia en general y un celoso amante de mi país, tendía a identificar las miserias y grandezas de la historia de España con las de la Iglesia Católica. De hecho, los críticos de una lo han sido también siempre de la otra. Comprendía por otra parte la fuerza y resolución que la fe es capaz de darle a un creyente de verdad, como fue el caso de los españoles del Siglo de Oro, y eso me inspiraba mucho respeto. Con todo, para mí no pasaba de ser una hermosa utopía fallida, no muy diferente del trotskismo de mi juventud.
En cuanto a los católicos de mi entorno, en general tienen una fe vaga y de conveniencia. Muchas devociones populares me parecían supersticiosas y me repelían. Por el contrario, los pocos cristianos consecuentes de mi entorno, de los cuales mis tíos eran para mí el paradigma, me parecían absolutamente dignos de admiración. Ahora bien, sus espectaculares actos de Caridad eran parecidos a los realizados por otros familiares míos de ideología radical marxista, así que no los asociaba necesariamente con sus creencias, sino más bien con su bondad personal.
Siendo hijo único de unos padres volcados en mí, siempre he tenido tendencia al egoísmo y me costaba comprender por qué tenía que sacrificarme yo por alguien que, en mi lugar, probablemente nunca se sacrificaría por mí. Llegaba al punto de pensar que todos los actos de generosidad buscaban en el fondo satisfacer alguna necesidad propia. Bien el sentirse reconocido por los demás, bien el cultivar determinadas relaciones, bien alguna otra razón oculta. Mi visión evolucionista de la vida me impedía concebir los actos de desinterés puros.
Tal era el estado de mi alma cuando se hicieron realidad uno detrás de otro los dos mayores sueños de mi vida. Primero fue el dar con la mujer de mi vida, Paula, de la cual lo único malo que puedo decir que tiene es el gusto, puesto que se enamoró de mí. Esto supuso el cambio más radical de mi vida, que a partir de entonces ya no se concibe aislada. Unos años después, en junio de 2003, contraeríamos matrimonio civil, a causa de mis creencias y en contra de lo que hubieran deseado Paula y su familia.
Por otra parte, a finales de 2002, habiendo desesperado de encontrar un trabajo digno en mi tierra, conseguí un magnífico puesto en Alemania gracias exclusivamente a la Providencia. Aceptarlo suponía una inmensa renuncia para mí y muy especialmente para mi mujer Paula, por la lejanía de nuestros familiares y amigos y por la dificultad de comenzar una nueva vida en un país del que ella desconocía hasta el idioma. Pero por otra parte me daba una perspectiva de estabilidad por muchos años, con un sueldo y un horario que me permitirían prestar atención y disfrutar de mi familia, todo lo cual compensaba con creces dichos inconvenientes.
Es a partir de esta época cuando empecé a interesarme levemente por la religión. Por aquel entonces, mi pasatiempo preferido era la lectura de gruesos libros de historia, cuanto más cercanos a las fuentes, mejor. En mis manos cayó entre otros Flavio Josefo, cuya “Guerra Judía” fue devorada de la misma manera que antes lo habían sido los escritos de César, Tucídices o Bernal Díaz del Castillo. En el curso de estas lecturas, a menudo topaba con referencias al hecho religioso. No habiendo recibido educación religiosa alguna, sentía al respecto un vacío cultural tremendo. Apenas tenía nociones muy básicas de la vida de Jesús, de la Liturgia, de los Santos y de la historia de la Iglesia. Me picó la curiosidad y decidí leer algo sobre el tema.
Empecé con un par de Evangelios al azar (Marcos y Mateo) y con las dos Epístolas a los Corintios, porque me sonaba haberlas oído nombrar. Me resultaron más bien enigmáticos. No entendí mucho, pero me parecieron más interesantes y profundos de lo que había pensado a priori. Por la misma época acometí también la lectura del Corán. Como no veía en principio ninguna diferencia substancial entre las diversas religiones, quería informarme sobre los textos sagrados de las más cercanas, para así poder compararlas. El Libro Santo de los musulmanes me dejó una impresión profundamente negativa. Me pareció muy contradictorio y en determinadas partes diametralmente opuesto a los Evangelios. En vez de amor encontraba sumisión, en vez de perdón, advertencias, en vez de paz, yihad. En ese momento comprendí claramente que no todas las religiones eran iguales y empecé a vislumbrar la inmensa fuerza del Cristianismo.
Poco tiempo después se estrenó la película “La Pasión”, de Mel Gibson, envuelta en una polémica irracional y fastidiosa. Esto, unido a la recreación histórica, que se adivinaba excelente, y al interés que empezaba a despertar en mí el Cristianismo, hizo que acudiera a verla con gran expectación. También Paula estaba sumamente interesada. Ella sí procedía de una familia creyente y había estudiado en un colegio religioso. Por circunstancias se había ido apartando de la Iglesia, pero nunca la perdió como referente y se indignaba cada vez que alguien la atacaba.
La película nos provocó un terremoto anímico a los dos. Paula afirma no haber llorado tanto en toda su vida y a mí me conmovió en lo más hondo con la fuerza brutal de sus escenas. Hasta ese momento, mi idea de Jesús había sido parecida a como lo había descrito Nietsche: la de un pacifista radical al estilo de Gandhi que había acabado estrellándose contra el mundo a fuerza de ponerle la otra mejilla a sus enemigos. Muy meritorio, pero nada práctico. Sin embargo, la película me mostró el enfrentamiento sin concesiones de Jesús contra los poderes corruptos del mundo y comprendí por primera vez cómo su sacrificio extremo pudo llegar a convertirse en una fuerza capaz de cambiar la Historia.
Esto tuvo consecuencias inmediatas. Por un lado, disparó mi interés por el Cristianismo y emprendí el proyecto de leerme poco a poco la Biblia entera. Por otro, Paula sugirió que comenzáramos a ir los Domingos a Misa. Una amiga suya de los cursos de alemán iba regularmente a la Misión Católica de Munich y se lo había propuesto. A mí me pareció bien ir de acompañante, aunque sólo fuera para conocer la Liturgia y aprender un poco más sobre la Iglesia.
No recordaba haber asistido a una Misa entera desde mi Bautizo y la primera impresión fue muy buena. Hay en la Misión un sacerdote principal, Don Alberto, y otros dos que le substituyen de vez en cuando y los tres son personas maravillosas. El Ritual me pareció precioso y los sermones, interesantes y de provecho. Además, la gente era de lo más variado. Yo había temido encontrarme sólo señoras mayores, pero comprobé que no era el caso. Iba gente hispanohablante de todas las edades que parecían tomárselo todo muy en serio, lo cual me impresionó. Creo que en este proceso nos ayudó mucho el vivir en el extranjero, ya que la ausencia de compromisos familiares y el anonimato nos permitieron acudir a la Iglesia con libertad y sin preocuparnos por lo que pensara nadie.
Empecé también a interesarme por el arte sacro de una manera distinta. Hasta entonces había sido aficionado a la arquitectura, pintura y música cristianas, pero las admiraba estrictamente como obras de arte. Ahora se les añadía toda una dimensión nueva, al verlas como una forma de dar a conocer una historia que tanto el autor como sus destinatarios consideraban no solamente cierta, sino la base de su propia existencia.
Por aquella época tuvieron lugar otros acontecimientos que condicionaron mi estado de ánimo. Desde mi partida a Alemania, la situación política en España se había ido radicalizando más y más. Conquistó el poder en España un gobierno extremista muy agresivo con las estructuras tradicionales, que rápidamente situó a la Iglesia Católica en primera línea de fuego, como principal y casi único foco de resistencia. La tortura de asistir impotente a la desintegración política y social de mi patria aceleró mis reflexiones sobre el proceso de degeneración moral que lo había hecho posible. Concluí que la causa última había que buscarla en los postulados del relativismo acomodaticio que habían ido corroyendo lentamente los valores cristianos de la sociedad española durante las últimas décadas.
Los mandamientos judeo-cristianos no buscan en realidad complacer a una especie de Dios caprichoso, sino más bien ayudar al hombre en su travesía por este mundo. Humano o divino, Jesús nos ha dado las claves para vivir, sin las cuales estamos destinados a precipitarnos tarde o temprano en el Abismo. La razón sola jamás podría haberlas descubierto. De hecho, la cohesión de la sociedad actual se mantiene gracias a que, a pesar de haberse apartado del Cristianismo en mayor o menor medida, la mayoría de la gente aún conserva sus valores morales. A medida que también éstos se van disipando al haber perdido su base religiosa, se cae irremediablemente en el cinismo y en la inmoralidad.
Copiando la expresión inventada por Oriana Fallaci, en aquella época me consideraba un “ateo cristiano”. Por un lado, reconocía la fuerza moral de la Iglesia Católica y la plena validez de sus enseñanzas morales. Me daba cuenta de que era el fundamento del marco social e histórico en el que me había criado. Incluso llegué a la conclusión de que, de haber una religión verdadera, tenía que ser ella, ya que sólo su mensaje de Amor era digno de inspiración divina. Éste continuaba siendo plenamente válido aunque no viniera de Dios, sino de los hombres. En cualquier caso, había que vivir “como si Dios existiese”.
A pesar de todo, desde un punto de vista racionalista, seguía sin poder concebir qué forma debería tener un Dios que hubiera creado el universo en toda su inmensidad, simplemente con el propósito de albergar a unas criaturas tan imperfectas como nosotros. ¿De dónde había salido Él mismo? ¿Qué interés podía tener en nuestros afanes cotidianos? ¿Cómo había que imaginarse eso de resucitar después de la muerte? Todos estos enigmas me impedían abrazar una fe que hubiera recibido con gusto.
Pocos meses después tuvimos en mi familia el gusto de recibirle a usted en casa a cenar y de conocerle personalmente. La conversación sobre religión que siguió fue sumamente interesante. Hasta ese momento no había tenido la posibilidad de hablar de esos temas con alguien que los dominara tan profundamente. Me impactaron varias cosas. La primera fue la absoluta seguridad que usted mostró sobre mi futura conversión, en una época en la que yo mismo aún me consideraba un ateo irreductible. La segunda fueron algunas frases suyas que empleó para rebatir nuestros argumentos y que venían a decir lo siguiente, si no recuerdo mal: “estaría dispuesto a ir hasta el fin del mundo para poder responder a la pregunta de si existe Dios o no” y “la fe es una cuestión de confianza personal: lo que Jesús anunció os lo anuncio yo ahora a vosotros, que sois libres de creerme o no”.
Enseguida me vino a la memoria el afán que había tenido en mi adolescencia por leer cualquier libro que pudiera ayudarme a comprender el mundo. Este ansia se había ido apagando a medida que iba llegando a las conclusiones sobre la naturaleza del ser humano y del universo que he explicado antes. Pero ahora se vislumbraba una opción distinta que podía resultar verdadera y que, de hacerlo, pondría patas arriba toda mi visión del mundo. Por tanto, estaba obligado a investigar y a reflexionar otra vez desde el principio hasta decidir cuál de las dos opciones me parecía la correcta.
La otra causa de reflexión fue la de la confianza. Los Evangelios nos anuncian una buena noticia y la Iglesia nos lo recuerda. El problema es que no son los únicos. También el Corán o los Testigos de Jehová nos exigen tener fe en sus respectivas revelaciones. Es cierto que mucha gente muy inteligente afirma su experiencia religiosa con absoluta seguridad, pero igualmente hay otras personas que la niegan. De hecho, de la infinidad de religiones que el ser humano ha concebido en toda su historia, como mucho una sola puede ser la verdadera. ¿Por qué razón iba a pensar que Jesús estaba en lo cierto y Buda y Mahoma equivocados?
Encontré una solución. Si Dios existe y ha decidido revelarse a los hombres, sólo hay una manera de distinguirlo del enjambre de falsos profetas que aparecerán inevitablemente: sus enseñanzas tienen que ser identificables como buenas y positivas por cualquier persona de buena voluntad.
En un folletito de una iglesia había leído el razonamiento de que Jesús o era un loco por creerse Dios, o un criminal por hacerse pasar por Dios, o era realmente Dios. Y este hecho tan radical hay que combinarlo con la experiencia de que sus enseñanzas morales son probablemente las más acertadas de la historia de la filosofía. Por lo tanto, o bien Jesús fue un impostor que consiguió engañar a una buena parte de la humanidad durante veinte siglos y que acertó en sus enseñanzas por pura casualidad, o bien decía la verdad.
Mis reflexiones siguieron adelante de la mano de determinadas lecturas. Las Confesiones de San Agustín, junto con algún otro relato de conversiones, me enseñaron cómo personas tan separadas o más que yo de la religión la habían llegado a abrazar sin concesiones. De dicho libro me llamaron la atención también los últimos capítulos, en los que se adentra en cuestiones metafísicas. Agustín deduce que el tiempo debe formar parte de este mundo y que, por tanto, la Eternidad no se refiere a un lapso infinito de tiempo, sino a la ausencia total de éste, a un estado atemporal. Esta teoría me asombró por su modernidad, ya que coincide plenamente con las observaciones de la Teoría de la Relatividad de Einstein, según la cual el tiempo está ligado al espacio y a la masa. También me permitió hacerme una idea para mí mucho más comprensible de lo que debe de ser la Vida Eterna.
Por otro lado, de la lectura de un libro dedicado a los primeros siglos del Cristianismo aprendí varias cosas. La primera es que no hay ningún corte identificable en la historia de la Iglesia Católica desde la época de los Apóstoles. Si parece haberlo, se debe solamente a la destrucción sistemática de documentos perpetrada durante las grandes persecuciones. La segunda es que la mayoría de las objeciones que se le suelen hacer al Cristianismo, con una autosuficiencia al estilo de “¡en pleno siglo XXI no vamos a creernos eso!”, son tan antiguas como el propio Cristianismo.
Conocía de la Biblia cómo, ya en tiempos de Jesús y San Pablo, la gente se sorprendía y escandalizaba ante misterios como la resurrección de la carne, la Eucaristía y la redención por la cruz. Ahora aprendí que los principales dogmas, como el de la Trinidad o el de la doble naturaleza de Jesús, no se impusieron por el capricho de algunos teólogos, sino que se fueron desarrollando como defensa ante las diversas desviaciones heréticas. Éstas no eran simples interpretaciones alternativas reprimidas por el aparato de la Iglesia oficial, sino que realmente corrompían la esencia misma del mensaje de Cristo y degeneraban casi siempre en sectas más o menos destructivas.
Descubrí también a los Padres de los primeros siglos, verdadero “puente” que aseguraba la continuidad apostólica de la Iglesia Católica, puesta en duda tan a menudo sin argumentos serios. Otro libro sobre los descubrimientos de Qumrán disipó cualquier duda sobre la fiabilidad de los Evangelios. La Iglesia Católica se me presentaba con una consistencia a prueba de bombas y con una profundidad inagotable.
En cuanto a las iglesias protestantes, llegué a la conclusión de que Lutero ciertamente había tenido buenas razones para atacar a la Iglesia de su tiempo, que había alcanzado unos niveles de corrupción intolerables. De todas formas, su ruptura con todo el pasado de la Iglesia me parece fruto de la soberbia, de haberse creído él el único teólogo válido desde San Pablo. La Iglesia debía ser reformada, pero había que hacerlo desde dentro, como empezó a hacer la Reina Isabel en España y como finalmente se llevó a cabo durante el Concilio de Trento. Además, la existencia de una instancia última que tenga poder de decisión sobre temas teológicos me parece una gran ventaja frente al desorden y anarquía de las diversas iglesias protestantes.
Otras objeciones del tipo de los tan manidos crímenes de la Iglesia como la Inquisición y las Cruzadas siempre me han parecido frívolas y malintencionadas, porque ignoran por completo el contexto histórico en el que tuvieron lugar dichos acontecimientos.
El misterio de los milagros no me planteó dificultad alguna. Si Dios ha realizado el milagro primero de crear el universo de la nada y de hacerlo funcionar de acuerdo a las leyes de la física, ¿no es poca cosa que de vez en cuando se salte esas mismas leyes para intervenir directamente en un instante determinado? Sería análogo al informático que desarrolla un programa de ordenador y que, durante el proceso de búsqueda de errores o “debugging”, fuerza a algunas variables a tomar un valor distinto del que hubieran tenido si el algoritmo hubiera continuado con su ejecución normal. En ambos casos, el que tiene poder para crear algo lo tiene también para modificarlo después a su antojo.
Tampoco las devociones a los Santos y a la Santísima Virgen o el concepto de la Santísima Trinidad me causaron mayor problema, a pesar de ser fuente eterna de críticas por parte de las iglesias protestantes y de las otras religiones monoteístas. Salvo supersticiones y equívocos, creo que está suficientemente claro que la Iglesia Católica adora a un solo Dios con tres diferentes formas de presentarse a nosotros. Los Santos son reconocidos como hombres justos cuya vida conviene conocer e imitar. María es el mayor de todos, la que dio el mejor ejemplo de fe y de comportamiento puro. Además, si aceptamos que la muerte no supone un corte definitivo, pedir la intercesión de un Santo no resulta fundamentalmente distinto a pedirle a un vivo que rece por ti.
Pero no todo era de color de rosa. La Iglesia Católica, concretamente, plantea unas pesadas exigencias sobre la vida privada. La visión de la vida como un servicio a los demás choca con nuestras preocupaciones y distracciones cotidianas. La prohibición del uso de anticonceptivos afecta a nuestra esfera más íntima. El ideal de tener tantos hijos como Dios quiera es algo sin duda muy loable y meritorio, pero conlleva un sacrificio enorme. Otra fuente de inseguridad es la condena absoluta del aborto, incluso en el caso de malformación del feto. La posibilidad de tener un hijo minusválido me producía horror. Ahora bien, si de verdad existe Dios, esto mismo nos dará la razón última y las fuerzas necesarias para acometer estos sacrificios.
Pasó el tiempo y seguíamos acudiendo regularmente a Misa. Me gustaba ir y me sentía a gusto, pero me daba cuenta de que vivía una contradicción. ¿En calidad de qué iba? Ya no era ateo, pero aún no era cristiano, iba a Misa, pero no comulgaba, intentaba rezar, pero no sabía muy bien cómo. Recitaba el Padre Nuestro y el Ave María, que había aprendido por casualidad en mi niñez, y memoricé el Credo, pero de ahí no pasaba. Sentía que tenía que dar otro paso.
Lo comenté con Paula. Recordamos el sorprendente y generoso ofrecimiento de usted, Don Juan Antonio, de presidir nuestro Matrimonio si algún día nos decidíamos a ello. Hablamos con el párroco de la Misión de Munich, Don Alberto, que se mostró encantado con nuestra historia y empezamos a acudir a catequesis de preparación. Fueron muy instructivas y me dieron una visión muy humana de la fe. En Navidad aprovechamos una reunión familiar para darles a mis tíos la gran noticia. Enseguida se volcaron con entusiasmo en organizar las celebraciones de mi conversión y del sacramento del matrimonio entre Paula y yo.
Finalmente gozamos de estos días maravillosos en Murcia. Tras el alivio de la Confesión y de la Penitencia vinieron las dos emocionantísimas celebraciones. Estoy seguro de que llegaron al corazón de todos los asistentes y de que para muchos de ellos supusieron un antes y un después en su forma de percibir la vida religiosa. Paula vivió una de las mejores experiencias de su vida, que encuentra ahora más llena de sentido. De mí puedo decir que han hecho un hombre completamente nuevo, aunque tengo la sensación de que este cambio aún no ha hecho más que comenzar.
Paula y yo debemos agradecer a todos nuestros familiares y amigos cristianos su apoyo incondicional y, a los no creyentes, especialmente a mis padres, su comprensión y tolerancia. ¡Dios quiera que este testimonio haya servido para acercarles más a la fe!
Gracias, Don Juan Antonio, de parte de Paula y mía, por habernos acogido, por sus inestimables enseñanzas, por su testimonio de humildad y por su inmensa generosidad.
¡Gracias
a Dios y que Dios nos bendiga y nos guíe a todos!
En Munich de Baviera, domingo 23 de Abril de 2006,
II Domingo de Pascua de Resurrección
y de la Divina Misericordia,
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
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