Para abordar este tema, en el marco más o menos polémico en que se presenta hoy día (en torno a la discusión sobre el libro y la película Código da Vinci), debemos partir de dos premisas. La primera, de importancia esencial, es tener en cuenta que el cuerpo desempeña un papel central e insustituible para la vida de fe. El cristianismo no es una religión, filosofía o visión del mundo espiritualista. Es decir, el cuerpo representa un rol fundamental. Sin el cuerpo no hay cristiano, es más: no hay cristianismo. A la vez, el cuerpo en el conjunto de la persona tiene sus reglas, su autonomía y sus límites, con los que hay que contar.
La segunda premisa es más circunstancial. Sabemos que una imagen vale más que muchas palabras. Si tenemos en nuestra retina la escena de Silas flagelándose, no entenderemos nada. Silas, el sicario-asesino con apariencia externa de especie de monje, en las secuencias del Código da Vinci no hace mortificación corporal sino masoquismo. La mortificación tiene un motivo más allá de sí misma, y además un motivo bueno, de lo contrario no es mortificación cristiana. En el Cristianismo la mortificación no busca el dolor por el dolor. En este sentido, para entender la mortificación del cuerpo hay que ponerla junto a la imagen de un santo: cuadra con la sonrisa de Juan Pablo II o con la paz de Teresa de Calcuta en medio de los más pobres entre los pobres.
Valoradas ambas premisas, si entramos en el fondo del asunto, encontramos que la mortificación del cuerpo responde fundamentalmente a dos motivaciones: el autocontrol o dominio de sí mismo y el embellecimiento de la persona.
1. El cuerpo manifiesta a la persona y es el cauce para expresar sus sentimientos, su libertad y su amor. La persona es su cuerpo, pero no solo su cuerpo. El mundo interior de cada persona no está hecho de tejidos y líquidos, sino de pensamientos, amores y sentimientos. Por eso ya decían los griegos que el hombre es en cierto modo todas las cosas, un microcosmos, un mundo. En la persona humana existe el nivel biológico, pero también el psicológico y el espiritual. Aunque la persona es una unidad, observamos en nuestra vida la existencia de fuerzas o tensiones diversas que nos conducen a distintos objetivos y que es preciso controlar e integrar en la unidad personal. Por ejemplo, me apetece fumar (el cuerpo me lo pide) pero sé (aquí aparece la inteligencia) que no me conviene o que está prohibido y me pueden multar, por lo que decido fumar o no e impongo esta decisión a mi actuar (esto sería la voluntad).
Para controlar y dirigir todas las fuerzas o tensiones que aparecen en mi vida, para que se integren en torno a mi identidad personal de manera armoniosa, es preciso educar la inteligencia y fortalecer la voluntad. Aquí la mortificación se demuestra necesaria.
Conseguir el auto-dominio o señorío sobre mi cuerpo precisa de la mortificación, que puede describirse como negación voluntaria de una apetencia (me apetece fumar pero no fumo), o afirmación voluntaria de algo que no me apetece (no me apetece comer esto porque no me gusta, pero es lo que hay y me lo como; no me apetece ponerme a estudiar o trabajar, pero me pongo; no me apetece levantarme, pero me levanto). La mortificación del cuerpo es un acto libre forjado por una decisión de la voluntad, informada por la inteligencia (que proporciona el motivo de esa decisión), que contraría las apetencias o gustos del cuerpo en un acto determinado.
Ahora bien, ¿por qué necesito controlar mi cuerpo?, o mejor ¿para qué busco controlar mi cuerpo? Los motivos pueden ser muy variados, como por ejemplo la educación o cortesía humana. Así, debo mortificar mi cuerpo para no llevar a cabo actitudes que disturben la paz y la convivencia próxima.
Entre las muchas razones que llevan a mortificar o sujetar -si se quiere, reprimir- el cuerpo, pienso que la fundamental es la petición al cuerpo de un servicio a la persona por encima de sus posibilidades iniciales u ordinarias. Me explico con algunos ejemplos. En el mundo en que vivimos, sobre todo en las sociedades avanzadas, solemos mortificar el cuerpo principalmente en relación con el trabajo profesional. Soportando frío o calor (especialmente las personas que trabajan a la intemperie); superando el cansancio y el sueño (casi universalmente cada mañana al levantarse -¿a quién no le pide el cuerpo quedarse un buen rato más en la cama, todos o casi todos los días?-; en los trabajos de atención directa al público no me puedo permitir poner mala cara y omitir la sonrisa, aunque realmente el cuerpo pida enfadarse o simplemente pasar de alguien o algo), ¡cuántos proyectos nos llevan más allá de nuestras fuerzas y exigen mortificar el cuerpo!, en períodos determinados o para determinados trabajos siempre.
Por supuesto, también debo mortificar mi cuerpo para cumplir otros deberes, especialmente con la familia o con los amigos. Prácticamente cada día debo mortificar mi cuerpo y sus apetencias, a favor de los requerimientos de otros: el padre y la madre entre ellos y respecto a sus hijos pequeños; los novios; los amigos; los vecinos. No estamos solos en el mundo, la relación con los demás lleva muchas veces a poner sus cosas antes que las nuestras y, por tanto, mortificar los gustos propios. En caso contrario, en poco tiempo llegaremos a encontrarnos realmente solos.
Hoy quizá la mortificación corporal más severa se exige a los deportistas. Deben vivir rozando y superando el límite de las posibilidades del cuerpo humano. Para ello necesitan mortificar el cuerpo hasta la extenuación en su vida diaria de entrenamiento; además deben seguir una dieta rigurosa, sin permitirse excesos ni caprichos; un horario estable y regular que limite la diversión. Es algo voluntario, pero que exige mucha mortificación: piénsese en las discusiones y críticas -a veces con fundamento- sobre si Ronaldo está gordo o no, o si los futbolistas deben salir por la noche o no. Aunque el caso de los futbolistas es un poco especial. Si pensamos en ciclistas, tenistas, nadadores, atletas, montañistas o gimnastas no nos quedará duda de la dureza de su vida: del entrenamiento y de la competición.
Con los deportistas profesionales, a veces justificamos todo ese esfuerzo en que ellos son los mejores o representan la excelencia de la humanidad. En este sentido estos personajes de élite son unos elegidos para la gloria y por tanto se les puede pedir e incluso exigir todo ese sometimiento o mortificación del cuerpo, mientras los demás contemplamos esas maravillas desde nuestro sillón de la tele. Pero según el cristianismo todos hemos sido elegidos para la gloria, por tanto cada persona singular es tratada por Dios como su mejor hijo, como si fuera el único.
Conectamos así con el tema que nos ocupa. La mortificación corporal cristiana se puede encuadrar dentro de este sentido de ejercicio o entrenamiento para controlar el cuerpo, con idea de disponerlo al servicio de Dios y de los demás. En la sociedad en que vivimos, tiene sentido mortificar el cuerpo para controlar sus fuerzas e integrarlas hacia la ejecución de un proyecto laboral, la realización de tareas o deberes en relación con los demás, el logro de unas metas deportivas, etc. Sin embargo, a algunos les puede extrañar la mortificación del cuerpo para conseguir un objetivo espiritual, religioso. La renuncia a un gusto sensible o material, para apreciar con mayor soltura un valor espiritual. Es curioso, aunque explicable por el materialismo práctico de nuestra cultura.
La vida cristiana enseña que el ideal de amar a Dios sobre todas las cosas y a los demás como a uno mismo, no sale solo y necesita de la implicación personal, de la lucha y el esfuerzo. Ahí aparece la necesidad de la mortificación del cuerpo, para involucrarle por completo en la íntima unidad de la persona y así pueda dar lo mejor de sí mismo.
No sólo porque existen tendencias desordenadas que conducen la persona a su propia ruina, y que es preciso controlar. El deseo de satisfacción y de goce, desordenado por el pecado, lleva a cosas que, si las hiciéramos, nos apartarían de la paz interior y de la comunión con Dios. Por ejemplo, el apetito desordenado por la comida o la bebida, la envidia, la crítica o intolerancia con alguna persona (familiar, amigo, vecino o compañero), la pereza ante los propios deberes, etc. Sino también porque la excelencia del ideal cristiano (amar con todas las fuerzas y todas las obras), conlleva la práctica intensa de la virtud (la caridad y todas las demás), lo cual no es posible sin imponerse cosas, por así decir, desagradables, que nos restan comodidad y reposo para obligarnos al compromiso y al trabajo por los demás. Para poder avanzar en la vida cristiana, hay que mortificarse. Como sucede en muchos aspectos de la vida humana (el deporte, el trabajo o la carrera profesional, la estética personal, etc.). Cambia la motivación: el amor a Dios y a las demás personas.
2. Pero pasemos al segundo punto. Me parece que el otro motivo fundamental de la mortificación corporal es el adorno del cuerpo, o si queremos el cuerpo como adorno. Con dos precisiones. Hablamos de adorno no en el sentido de algo bonito pero superfluo, sino como algo esencial o trascendental, es decir, como belleza. Por otro lado, subrayamos que la belleza del cuerpo expresa y es parte de la belleza de la persona. De ahí que siempre sea una belleza individual y singular, propia de cada persona, que huye de la uniformidad y la uniformación de criterios generales.
Pues bien, para conseguir la belleza del cuerpo o en el cuerpo también se precisa la mortificación corporal. Sin duda el cuerpo danone se consigue tomando muchos yogures, pero a la vez dejando de tomar muchas otras cosas, ricas y sabrosas, que reclaman la atención y el gusto, pero a las que es preciso responder con un exigente “no”.
En ocasiones, la belleza estética requiere una mortificación corporal más específica. Aquí entra el campo de las operaciones quirúrgicas, sin duda violentas e invasivas pero de aceptables resultados en algunas ocasiones, estilo liposucción, estiramientos faciales, nariz, etc. De nuevo tenemos una mortificación del cuerpo, pero por un motivo que trasciende y supera el sacrificio: la belleza del cuerpo.
En este ámbito entra también todo el tema de las exigencias de la moda, respecto a la incomodidad (determinados tacones no son lo mejor ni para el pie ni para el caminante, pero la belleza justifica esa mortificación), al frío o al calor; o de la costumbre (no se puede olvidar el llanto de una niña pequeña al abrirle un agujerito en las orejas). En este contexto, quizá un punto especial merece el adorno del cuerpo mediante el piercing, el tatuaje, etc.
Para el cristiano el adorno del cuerpo, el cuerpo como adorno y manifestación de la persona es fundamental. Ese adorno se manifiesta en la sonrisa, en el esfuerzo a veces heroico por el otro (entre los esposos o entre amigos; el padre o la madre por sus hijos), en el compartir la pobreza con el pobre y la enfermedad con el enfermo, etc. Como se ve es un adorno de la persona, manifestado de modos visibles (lo que siempre se han llamado obras de misericordia corporales. Pero como se trata de un cuerpo animado por el espíritu, por el alma, en la unidad de la persona el adorno también es espiritual: el adorno del cuerpo pobre o enfermo es el amor solidario de ese cuerpo, de esa persona.
Principalmente en este sentido de adorno y belleza espiritual del cuerpo, se ha entendido la mortificación corporal del cristiano. Y también directamente relacionada con la Pasión de Jesucristo. Se trata de adornar el cuerpo en correspondencia a Jesucristo Crucificado. El empleo tradicional en la Iglesia de prácticas de penitencia corporal como el cilicio o -en el caso que nos ocupa- las disciplinas, va unido a ese adornar el cuerpo espiritualmente con los sufrimientos y las llagas de Cristo, compartiendo en nuestro cuerpo los dolores de Jesús.
Para comprender esto es preciso intentar entender el sacrificio de Cristo. Sólo así puede haber tolerancia y respeto hacia el cristiano. Probablemente para nuestra sociedad, este es el aspecto de la mortificación corporal que más nos cuesta comprender. Quizá porque la disciplina o el cilicio se ve como castigo al cuerpo.
Cristo sufre una violencia brutal por parte de los soldados y del pueblo. El prendimiento, los insultos, la flagelación, la corona de espinas, el camino de la cruz y la crucifixión. Pero esta descripción no explica casi nada de la realidad profunda que ahí está sucediendo.
La realidad que acontece es que Cristo transforma la violencia brutal de la humanidad a lo largo de la Historia en el amor total de Dios y de los hombres. Cristo no sufre sin más la violencia de un condenado a muerte, sino que Él que es dueño de su vida, la ofrece, y la ofrece por amor a la humanidad, a los pecadores, a los marginados, a los pobres. Por eso el Crucificado adorna: expresa a través de su cuerpo mortificado la corona del amor desinteresado y total por Dios y por los demás.
Cristo sufre porque quiere, y quiere porque con su sufrimiento se une a cada persona que sufre, la acompaña, la sostiene, le da esperanza. No se puede pedir al cristiano que renuncie a la cruz (“la señal del cristiano es la santa cruz”), ni que renuncie al crucifijo.
El sufrimiento del cristiano, y dentro de él, la mortificación corporal, es la manifestación de una realidad más profunda: su solidaridad y cercanía con el sufrimiento de todos los hombres y de cada hombre a lo largo de la Historia y de su vida. No es un castigo al cuerpo, como si éste fuera malo o despreciable, sino todo lo contrario. Es un adorno del cuerpo que hace más bella a la persona, ya que expresa en su carne el amor solidario y la unión con Cristo y con la humanidad sufriente, necesitada, marginada, olvidada.
No es obligatorio tener un cuerpo danone, ni ir a la moda aunque sea incómoda, ni llevar un piercing o hacerse tatuar, como tampoco es obligatorio utilizar la mortificación corporal del cilicio o las disciplinas.
Tampoco esos son los únicos medios para adornar el cuerpo. Pero sí que son unos medios, utilizados por muchos hoy como ayer, que han probado su eficacia para llegar a una particular belleza. Ahí tenemos sobre todo el ejemplo de Cristo y de tantos mártires. Y también el ejemplo de la vida y obra de tantos santos. No es fácil dedicar la vida a Dios y a los demás, antes y por encima de lo que puede apetecer al propio yo: cuidar y vivir entre los más pobres entre los pobres, no sólo un día, sino un día y otro, la vida entera; etc.
¿Por qué estigmatizar a nadie o juzgar a priori, con un cierto grado de intolerancia? Mejor tratemos de comprender las razones que puede tener cada uno para vivir y actuar a su manera. Entre todos, cada uno procurando ser mejor personalmente, haremos una civilización y un mundo mejor.Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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