[Desde la publicación del artículo de Amy Welborn sobre el Código Da Vinci (vid. # 100), se han recibido varios e-mails planteando diversas cuestiones que se pueden resumir, básicamente, en las siguientes:
• Además de mostrar lo infundado del Codigo Da Vinci, debería dejar más claro en qué se basa para asegurar la veracidad del Nuevo Testamento.
• Habla de estudios universitarios sobre el tema, pero quizá sería bueno que citase algunos y explicase por qué son más fundados y veraces que el libro de Dan Brown.
• ¿Por qué no se acepta que han podido existir otros evangelios que daban otra imagen de Jesús y que la Iglesia ha tenido interés en hacerlos desaparecer?
Para tener una respuesta precisa, con rigor universitario, se ha solicitado la colaboración de Don Juan Chapa Prado, Prof. de Sagrada Escritura (Nuevo Testamento) en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.]
A mi modo de ver se trata de responder aquí a dos cuestiones fundamentales. Primero: los textos del Nuevo Testamento que conservamos ¿son fidedignos? En segundo lugar, ¿cómo sabemos que no había otros textos que presentaban otra imagen de Jesús y que fueron hechos desaparecer? En otras palabras, ¿podemos estar seguros de que los evangelios que acepta la Iglesia como canónicos responden a la verdad sobre Jesús?
Los manuscritos del Nuevo Testamento son fidedignos
Todos los libros del Nuevo Testamento fueron escritos en lengua griega, que era el idioma común de los países cercanos al Mediterráneo en el mundo antiguo, desde los tiempos de Alejandro Magno (siglos IV-III a.C.). Según Papías de Hierápolis existió únicamente una redacción original aramea o hebrea de parte del Evangelio de San Mateo, que no ha llegado hasta nosotros. Algunos piensan que Papías se está refiriendo a la fuente Q, un hipotético texto del que se sirvieron algunos evangelistas. En cualquier caso los evangelios fueron redactados en griego sobre papiro, el material en el que se escribían los libros en la antigüedad. Los ejemplares originales de los libros del Nuevo Testamento se perdieron relativamente pronto a causa de la corta duración de este soporte, que se deteriora con el uso y la humedad. Sabemos que los originales ya no existían hacia la mitad del siglo II. No se emplearon, por ejemplo, en la polémica con el gnóstico Marción sobre cuáles eran los textos auténticos, lo cual indica que habían desaparecido.
El texto original se conservó en copias, que comenzaron muy pronto a multiplicarse. Al principio se empleaba fundamentalmente el papiro, pero fue decisivo el uso del pergamino. Los textos al principio se copiaban en rollos (como las obras literarias de la antigüedad y el Antiguo Testamento) hasta que se impuso la forma de libro (códice), que permitía un fácil manejo y un mejor aprovechamiento del material. Se conservan pergaminos desde el siglo IV. El más antiguo papiro conservado del Nuevo Testamento contiene varios versículos del Evangelio de San Juan (18,31-33.37-38) y está datado en la primera mitad del siglo II, no más de 50 años después de que fuera escrito. Hay también papiros de finales del siglo II con el texto de Mateo y Lucas. El número va aumentando progresivamente en los siglos sucesivos.
El Nuevo Testamento es el libro antiguo mejor fundado desde el punto de vista textual. Se conservan en la actualidad más de 5000 copias en griego. No existe una obra literaria de la antigüedad que tenga tantas copias y tan cercanas a los originales. De ninguna obra antigua llega al millar el número de manuscritos conservados.
Junto a las copias griegas (conservadas en papiro y pergamino, en rollo o códice) también atestiguan el texto original las traducciones antiguas. Comprenden unos diez mil documentos, con versiones parciales o completas del Nuevo Testamento. Fueron hechas con fines litúrgicos, catequéticos, teológicos, etc., a medida que el Evangelio se difundía entre nuevos pueblos. Se cuentan entre las más importantes las traducciones al latín (a partir del siglo II, denominadas con el nombre genérico Vetus Latina, anteriores a la Vulgata de San Jerónimo), siriaco (siglos II-III; la más importante versión siria, llamada Peshitta, es del siglo V), copto (siglo III), armenio (siglo IV), etíope, eslavo, gótico (siglo IV) y árabe (siglo VII).
Además, el texto original se contrasta con las citas del Nuevo Testamento en escritores eclesiásticos. Son como testigos indirectos del texto, de gran valor cuando corroboran el testimonio directo de los manuscritos griegos. Para más detalles puede consultarse por ejemplo J. O’Callaghan, Los primeros testimonios del Nuevo Testamento. Papirología neotestamentaria (1995), J. Trebolle, La Biblia judía y la Biblia cristiana. Introducción a la historia de la Biblia (1993).
Todo ello confirma que, si bien no hay un manuscrito que sea exacto a otro, las copias que tenemos son sustancialmente fieles a los originales. La crítica textual lo muestra. También demuestra que los intentos de correcciones de manuscritos por escribas celosos que querían corregir el ejemplar que copiaban por pensar que contenía error o porque admitía una lectura variante que se estimaba más correcta son de tendencia conservadora. No hay ninguna prueba de que esas correcciones de los escribas, que se hicieron en el siglo II y comienzos del III, fueran realizadas de manera sistemática, como un programa diseñado para dar a esos textos un contenido doctrinal preciso, sino que obedecen al celo personal del escriba. El propio Ehrman, un conocido crítico textual, que ha adoptado también una posición revisionista a favor de una supuesta conspiración doctrinal, lo apoya al afirmar que las tendencias de los escribas estaban destinadas a conservar la fe recibida y no doctrinas nuevas.
Desde el punto de vista textual tampoco existe dato alguno que apunte a que hubo al menos “ochenta evangelios” (sic El código da Vinci) en los que se relataba la vida de Cristo como un “hombre mortal”, ni que Constantino supuestamente destruyera esos otros evangelios y embelleciera los cuatro canónicos para que Cristo apareciera más divino. La falta de reconocimiento por parte de las autoridades cristianas de unos textos no es lo mismo que represión o destrucción. Los evangelios canónicos fueron escritos antes de finales del siglo I (quizá el evangelio de Juan unos pocos años después del año 100). Los evangelios no canónicos, de los que sólo tenemos noticia de veinte y no de ochenta, fueron escritos entre los siglos II y IV, es decir, con posterioridad a los cuatro evangelios. Afirmaciones basadas en el silencio de los testimonios, esto es, en lo que no dicen los textos o los restos arqueológicos, no son de recibo entre los científicos. Según este criterio podríamos afirmar que en los primeros siglos todos los cristianos llevaban el mismo tipo de sandalia, que todos ellos comían con un sombrero puesto, que se saludaban con la mano en alto... y así hasta que la imaginación se agote. No hay documento que lo niegue pero tampoco hay documento que lo pruebe. Sin embargo, un investigador serio, a la vista de los datos que tenemos, jamás se atrevería a defender semejantes afirmaciones, porque simplemente carecemos de testimonios que apunten en esa dirección.
Ortodoxia y heterodoxia
El uso, importancia y autoridad de los libros hace que unos se vayan relegando al olvido y otros se mantengan. En cambio hay datos sólidos que permiten afirmar que los cristianos de los primeros siglos tenían una conciencia clara de qué evangelios contenían la verdad de Jesús y sobre Jesús, y por tanto cuáles eran los evangelios y los otros libros autoritativos, es decir, cuáles formaban parte del canon y cuáles no. Lo que se adecuaba a la fe y lo que iba contra ella se determinaba por la tradición apostólica. Por eso unos se copiaban (no era barato hacer copia de un libro) y se trasmitían, y otros no.
La determinación de unos libros canónicos y otros no canónicos, llamados “apócrifos”, responde a la conciencia que se tenía de la apostolicidad de esos libros, qué vinculación tenían con las figuras apostólicas, testigos del resucitado. Como todo buen historiador sabe, los documentos más próximos a la fuente que da origen a un movimiento son los que probablemente dicen más sobre los orígenes de un grupo religioso. Documentos escritos por testigos oculares o por personas en contacto con testigos oculares son nuestras fuentes primordiales. En el caso del cristianismo, estas fuentes son precisamente el Nuevo Testamento, más unas pocas obras del siglo primero como la Didaché y la 1 Clemente.
Los mismos textos del Nuevo Testamento muestran que, junto a la diversidad de tendencias dentro de la Iglesia, hay una norma autoritativa. No es verdad que “todos podían opinar de la manera que querían”. Las primeras confesiones de fe lo atestiguan y lo confirma la conciencia de unas Escrituras junto al Antiguo Testamento. Estudios sobre el canon del Nuevo Testamento H. Riesenfeld, Unité et diversité dans le Nouveau Testament (1979); J.D.G. Dunn The Unity and Diversity of the New Testament (1977) muestran que nunca la diversidad teológica fue la norma. Al contrario, lo que la Iglesia primitiva defendía era la unidad frente a la diversidad. Basta con citar a Efesios 4,4-6: “Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza: la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que está sobre todos, por todos y en todos”.
Los Padres de la Iglesia (Ireneo, siglo II, Tertuliano, siglo II-III; Orígenes, siglo III, etc.) son conscientes de que existe una “regla de fe” que se remonta a los apóstoles, cuya expresión sintética se recoge en los símbolos, y se trasmite por tradición oral junto con unos escritos que también se remontan a los apóstoles y sus colaboradores, que corroboran y sustentan el contenido de esa regla de fe. No es verdad que los concilios de los siglos IV y V inventaron o definieron lo que era herético.
Los cuatro evangelios circulaban ya juntos a finales del siglo II (M. Hengel, One Gospel of Jesus Christ (2000), y las cartas de Pablo formaban también una colección ya entonces (H. Gamble, in Books and Readers in the Early Church (1995). Ireneo y antes Justino tenían conciencia de lo que era normativo para la Iglesia y lo que no lo era. San Justino da testimonio de cómo en la liturgia se leían los recuerdos de los apóstoles e Ireneo habla del único evangelio cuadriforme.
Ireneo, sobre todo en su Adversus haereses y Tertuliano en su De praescriptione haereticorum fueron los principales defensores de la fe recibida por tradición apostólica contra las nuevas corrientes de interpretación del cristianismo que desvirtuaban esa tradición. El canon de Muratori (probablemente de finales del siglo II) se refiere también a cómo había una preocupación por defender la fe tradicional: “Se dice que existe otra carta en nombre de Pablo a los Laodicenses, y otra a los Alejandrinos, [ambos] falsificadas según la herejía de Marción, y muchas otras cosas que no pueden ser recibidas en la iglesia católica, ya que no es apropiado que el veneno se mezcle con la miel”. Es por tanto falso afirmar que los concilios del siglo IV y V inventaron o definieron por vez primera lo que era la “herejía”. Sostener que no había un núcleo doctrinal, una regla de fe, en el siglo primero va contra los mismos textos del Nuevo Testamento en los que hay continuas referencias a la distinción entre la fe verdadera y el error (en las cartas de San Pablo y en las de Juan de forma evidente). La “ortodoxia” estaba en el origen mismo de la tradición. La segunda carta de Pedro se refiere también a las escrituras como norma de autoridad. En ellas se incluye el Antiguo Testamento. Marción, en cambio, lo rechazó y los gnósticos o lo rechazaron o lo reinterpretaron en forma radicalmente distinta a como los hicieron los católicos y los judíos.
La formación del canon
¿Cómo se estableció qué libros eran ortodoxos y cuáles no? Para los cristianos de la primera hora no existía el Antiguo Testamento como tal, ya que tampoco tenían el Nuevo. Los cristianos de las primitivas comunidades no tenían otras Escrituras que las Escrituras de los judíos. En ellas se encontraba la Palabra de Dios, en ellas se contenía la norma de fe y de comportamiento. Sin embargo, tras la muerte y resurrección de Cristo se dio una radical novedad a la hora de comprenderlas. Los discípulos del Nazareno entendieron que en Jesús se había cumplido todo lo que esas Escrituras anunciaban. De ahí que, junto a la autoridad de la Palabra de Dios contenida en los libros que se veneraban como sagrados, mantuvieran con mayor autoridad aún las palabras de Jesús.
Con la ayuda del testimonio de los textos sagrados, los testigos del Resucitado primero anunciaron oralmente la buena nueva de Jesús y sobre Jesús. Pero pronto, a medida que creció el número de los creyentes y aumentaron las necesidades de predicación y catequesis, fueron apareciendo textos que sirvieron como complemento. Posteriormente, a lo largo de la segunda mitad del siglo I, conscientes de que los primeros testigos iban a desaparecer, fueron redactándose, a partir de materiales previos, numerosos escritos que reflejaban la vida y la enseñanza de Jesús. De este modo se fue fijando por escrito la tradición oral. Al mismo tiempo, las diversas comunidades fueron conservando otros textos que habían sido escritos sobre todo en forma de cartas para sostener la fe de los cristianos, dar pautas de comportamiento, exhortar ante las dificultades, etc. Estos escritos eran copiados e intercambiados (cf. Col 4,6) y se veneraban y conservaban con especial cuidado por venir de los Apóstoles o de sus más cercanos colaboradores. Con todo, todavía no tenían la misma autoridad que las Escrituras Sagradas.
Como fueron apareciendo bastantes libros que se remitían a los apóstoles, aunque en realidad mantenían opiniones de sus autores, se sintió la necesidad de hacer una selección sobre cuáles respondían a una tradición auténtica y cuáles no. Se inicia un proceso que va estrechamente unido al establecimiento de la norma de fe. Es éste un periodo de discernimiento que se realiza a la par mediante la fe y mediante el discernimiento de la apostolicidad de los libros. La fe se apoya en unas escrituras que se reconocen como testimonio auténtico de una tradición que en última instancia se relaciona con los apóstoles. Al mismo tiempo, la fe que se vivía en la época apostólica y continúa viviéndose después es criterio para discernir qué escrituras son auténticas, es decir, cuáles están en conformidad con la tradición de Jesús y sobre Jesús.
Ante esta concepción de la fe y la escritura podríamos pensar que estamos ante un planteamiento cerrado, y por tanto no fundamentado: la fe determina por qué unos libros sí son auténticos y otros no, y esos libros y no otros me dicen en qué consiste la fe. Sin embargo, no existe tal planteamiento. Desde el comienzo, la fe se va transmitiendo oralmente unida a ciertos escritos (cartas de San Pablo, palabras de Jesús y relatos de su vida incluyendo sus palabras), y será en torno a ellos y en armonía con ellos como la fe se va desarrollando hasta poder ofrecer una norma de discernimiento sobre sí misma.
Cuando surge una gran variedad de textos en los que laten diversas comprensiones de la fe (desde la que confiesa verdaderamente a Jesús como Dios y hombre, su nacimiento virginal, etc., hasta las que afirman que Jesús no era verdadero hombre, o que era sólo un profeta, o rechazan el drama de la Cruz), la Iglesia discierne cuáles representan una tradición auténtica, es decir, cuáles están en conformidad con la tradición de Jesús y sobre Jesús, y cuáles no, atendiendo a la originalidad de la tradición, contrastada con los escritos primigenios.
Los que representan tradición auténtica son considerados apostólicos (en sentido amplio y sin excesivas exigencias críticas: Apóstoles y sus colaboradores), los otros no. Los primeros se convierten en norma, regla, canon, que se puede entender en un doble sentido: activo, como norma, y pasivo, como conjunto normativo.
El concepto de canon (regla) en sentido pasivo es la colección de libros que contiene la norma, la regla de la fe (regula fidei). Hemos visto hasta ahora que a lo largo de la segunda mitad del siglo I se va poniendo por escrito (en los Evangelios y Cartas) la predicación apostólica que refleja y reactiva el mensaje evangélico. A lo largo de todo el siglo II la primitiva Iglesia será testigo del paso del canon vivo al canon escrito. Es importante anotar que este paso no es traumático sino natural: así por ejemplo, para Ignacio de Antioquía (comienzos del s. II) la autoridad es el Evangelio de Jesucristo, no importa si es oral o escrito[1]. En este proceso hay unos criterios que se pueden resumir en tres:
a. Origen apostólico. Se debe mostrar que un libro se leía desde la era apostólica; por tanto que lo aprobaban quienes habían recibido la predicación apostólica. Eso explica, por ejemplo, la vinculación de los evangelistas a los Apóstoles (Marcos a Pedro y Lucas a Pablo).
b. El sentido de la fe. Es el criterio de la fe ortodoxa. La doctrina contenida en un escrito debía concordar con la que se recogía en los otros libros transmitidos desde entonces por los Apóstoles. Ningún evangelio —o escrito— podía ser aceptado como auténtico si tenía una interpretación contraria a la fe ortodoxa, especialmente en lo que se refería a la encarnación. Este criterio se pone de manifiesto por ejemplo a propósito de los evangelios que vienen de corrientes gnósticas y que niegan el valor autoritativo de los textos del Antiguo Testamento. Esta posición no coincidía con la predicación apostólica.
c. Uso en la lectura pública. Un libro se demostraba autoritativo si, por el uso que se había hecho de él, había arraigado en la tradición porque se había demostrado eficaz en la edificación de la fe.
Unos ejemplos nos pueden mostrar la utilización de estos criterios:
1. Nos transmite Eusebio (Historia Eclesiástica, 6,12.3-6) que Serapión, obispo de Antioquía visitó, por el año 190, Rhossos de Cilicia, donde la comunidad estaba en desacuerdo con la lectura oficial (pública) de un “Evangelio de Pedro”. El Obispo aprobó la lectura sin leer el libro, pero más tarde, en Antioquía lo leyó y lo confrontó con los otros evangelios apostólicos y lo prohibió porque era herético. Por tanto confrontó apostolicidad con ortodoxia y de ahí su conclusión. Lo rechazó por no ser ortodoxo.
2. Otro ejemplo lo tenemos en Tertuliano (De Baptismo, 17,4-5). Cuenta cómo una obra ortodoxa “Hechos de Pablo” compuesta por un sacerdote de la provincia de Asia para exaltar la figura del Apóstol fue aceptada en un primer momento por muchos. Pero, cuando el sacerdote admitió que la había compuesto él, fue destituido por haber querido hacer pasar por histórico lo que era producto de su fantasía. Tenía ortodoxia pero le faltaba apostolicidad.
3. El ejemplo de muchos escritos que se consideraban también doctrina cristiana desde el inicio como la Didaché, las epístolas de Clemente Romano, o el Pastor de Hermas, etc. nos confirma que el criterio de uso público no bastaba. Para ser canónico tenía que ser de uso público desde la época de los Apóstoles.
Más tarde, por este carácter normativo, los escritos que se remontaban a los Apóstoles fueron equiparándose a los escritos del Antiguo Testamento, que ya tenían carácter canónico, y reconocidos como Escritura Santa, es decir como escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo.
__________________________
Nota:
[1] Cf. Epist ad Magnesios, 13,1; Ad Ephesios, 12, 2. También Papías (cf. Historia eclesiastica 3,39,4) dice que confía más en las palabras orales que recibe que en las escritas, aunque después sus criterios acaben por ser ingenuos (como le reprocha Eusebio).
Juan Chapa Prado, doctor en Teología (UN) y en Letras Clásicas (Universidad de Oxford)
http://eticaarguments.blogspot.com/2005/02/
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