Es evidente que uno de los problemas actuales que tienen nuestras sociedades occidentales es la conciliación de la diversidad de pensamientos con la necesidad de encontrar criterios uniformes para los problemas que nos afectan. Así, nadie pone en duda que es necesario llegar en el ámbito de la toma de decisiones a consensos o a resoluciones que expresen el sentir de las mayorías. Esta dinámica es propia del sistema democrático y supone, junto al pleno de todas las postural y el libre ejercicio d...
Es evidente que uno de los problemas actuales que tienen nuestras sociedades occidentales es la conciliación de la diversidad de pensamientos con la necesidad de encontrar criterios uniformes para los problemas que nos afectan. Así, nadie pone en duda que es necesario llegar en el ámbito de la toma de decisiones a consensos o a resoluciones que expresen el sentir de las mayorías. Esta dinámica es propia del sistema democrático y supone, junto al pleno de todas las postural y el libre ejercicio de la disidencia, el cumplimiento de lo acordado, sea en la esfera donde hay responsabilidades compartidas o en la de elaboración de leyes que afectan a todos los individuos de una sociedad. Según esta premisa, los diversos interlocutores que abordan una cuestión podrán proponer sus razones, basadas en los argumentos que crean convenientes y, a través del dialogo y la deliberación, se alcanzara el acuerdo común.
Es fácil comprender que este procedimiento no supone haber alcanzado la verdad sobre la cuestión planteada, sino simplemente solucionarla de una forma respetuosa, dejando abierto el debate intelectual sobre la misma. De lo contrario, estaríamos ante la dictadura del consenso o de la mayoría. Se abortaría la libertad de pensamiento y el espíritu critico, únicas formas de seguir buscando la verdad y de liberar a la propia democracia de ser autodestruida, por regimenes dictatoriales nacidos al amparo de las mayorías democráticas. En este contexto, pierde todo sentido una argucia perversa utilizada por ciertos sectores políticos para intentar descalificar al oponente y sacarlo de cos foros en los que se toman las decisiones. Tal argucia es la de acusar de heteronomia al interlocutor, es decir, suponer en el una insinceridad en sus argumentos racionales, en cuanto que estos responden a creencias, que como tales, no tiene derecho a imponer a los demás. Esta argumentación, que pretende dejar al oponente en una situación de inferioridad en el debate, es no solo una falacia, sino también una cínica forma de fundamentalismo.
Por un lado, la neutralidad de pensamiento es una utopía: todos llevamos una carga de creencias o increencias, convicciones o agnosticismos, fobias o filias mas o menos conscientes. Lo importante pues, para la toma de decisiones no es ese hecho, sino el análisis compartido de las cuestiones planteadas a través del instrumento común -aunque limitado- que poseemos los hombres: la razón. De esta forma, la discusión adquiere un lenguaje accesible a todos y el poder de convicción de una determinada postura no radica en su fuerza impositiva sino en su capacidad racional de convencer al otro. Por otro lado, si estamos de acuerdo con lo dicho, apelar a la heteronomia del contrario -como es en nuestro ámbito social, tildar a una persona de católica para descalificar su pensamiento- es una muestra de intolerancia y fundamentalismo. Lo es en cuanto se pretende estigmatizar al contrario y se le quiere eliminar del debate racional. Así, todo aquel que no poses una irreal neutralidad ideológica, es eliminado para participar en la toma de decisiones, sin tener que esforzarse en rebatir sus argumentos. En última instancia este fundamentalismo cínico esconde vergonzosamente no solo la táctica ruin de imponer la propia postura anulando al otro, sino también la de esconder tras una cortina de humo las propias increencias o convicciones.
El resultado de todo esto es una merma del pluralismo, la constitución de un pensamiento único y el miedo a la libertad. Es también el intento de silenciar el pensamiento del otro de amordazarlo en los foros de debate, para dejarle, como si se tratara de un acto de generosa tolerancia, que siga pensando lo que quiera en su vida privada. Si este modo de actuar es claramente opuesto al juego democrático de la política, lo es con mayor intensidad en el campo de la enseñanza universitaria. En la vida universitaria lo importante no son los consensos sino el crecimiento de nuestro conocimiento que exige el libre ejercicio del pensamiento. Este, al mismo tiempo que trasmite a los alumnos los datos y los conocimientos mas o menos estables de una disciplina y las diversas opiniones científicas que existen sobre un particular; tiene la valentía de expresar las propias opiniones científicas de forma racional. Solo así es posible avanzar en la ciencia; solo así en los alumnos se despierta el afán de pensar libremente. El problema en el docente, no está en su heteronomia -sus creencias o sus increencias- sino en que pueda expresar racionalmente su postura, y los demás la analicen y no las descalifiquen por su procedencia. De lo contrario, habrá que pensar que algunos mas que estar atentos a la solidez intelectual de los argumentos del otro solo están pendientes de descubrir sus prejuicios, y de utilizar cauces ajenos a la discusión racional de los problemas, vía por la cual caeremos en una nueva forma de inquisición intelectual.
Luis Miguel Pastor García, profesor titular de Biología Celular, Universidad de Murcia (e-mail: [email protected]).
(La Verdad)