LAS PROVINCIAS; Valencia, 23-IV-2006
Este país se está acostumbrando a deglutir todo, particularmente si se presenta como progreso, modernidad o políticamente correcto, fruto del pensamiento dominante. Todos los indicadores de una sociedad que se tambalea están encendidos. Parece que asistimos impertérritos al ocaso de una civilización. Ha sucedido siempre que se pierde respeto por la esencia del hombre, siempre que se disuelve la capacidad de reacción ante asuntos que ofenden los derec...
LAS PROVINCIAS; Valencia, 23-IV-2006
Este país se está acostumbrando a deglutir todo, particularmente si se presenta como progreso, modernidad o políticamente correcto, fruto del pensamiento dominante. Todos los indicadores de una sociedad que se tambalea están encendidos. Parece que asistimos impertérritos al ocaso de una civilización. Ha sucedido siempre que se pierde respeto por la esencia del hombre, siempre que se disuelve la capacidad de reacción ante asuntos que ofenden los derechos humanos. Y hace ya tiempo que hemos pasado esa frontera, tanto en la legislación como en algunas costumbres al uso. Tal vez algunos lo contemplen con regocijo, porque piensen con talante laicista que lo que se está destruyendo es la civilización cristiana. Si así fuera habría que hacer al menos dos precisiones: la primera es que pierde al hombre, porque el cristianismo, por su altísima consideración del ser humano como hijo de Dios, ha aportado una gran hondura en la valoración de la persona. La segunda es que cualquiera que tenga fe sabe que Cristo “ha vuelto” siempre que parecía excluido para siempre. Pero, mientras, pierde el hombre.
El pensamiento débil fabrica una sociedad débil, manejada por lo superficial y ligero, por lo facilón. Su versión vital sería la actitud de que todo vale con tal de gozar más de los sentidos; sería volver al clásico “carpe diem”, goza cada día porque no sabes qué vendrá después. Muchos acaban pensado que lo importante es tener, consumir, dejar que cada uno haga lo que desee, disponer de buena salud por encima de todo, conseguir una segunda casa, vestir ropa cara, usar del sexo a discreción, beber, separarse de la pareja al menor roce, con matrimonio o sin él; ganar dinero sin mirar mucho a la ética, ser prepotente, dejar que aborte y se case el que quiera y como quiera. Esos modos de vivir destruyen la sociedad; si no se piensan las preguntas últimas –¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿adónde voy?–, si falta un fundamento trascendente, si la libertad no es para realizar una persona más lograda; entonces, la sociedad queda anestesiada, quizá en sopor provocado.
Un triste ejemplo es la llamada Ley de Reproducción Asistida. La última asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal Española emitió un documento irrefutable que rechaza severamente la citada ley, para defender la vida y la persona. La respuesta ha sido el silencio. Decía Gandhi que la más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena. No quiero calificar a nadie. Pero muy pocos se han hecho eco de la atrocidad que tal ley supone. Como dice el episcopado, la opinión políticamente correcta no coincide en este caso con la opinión científica y éticamente bien fundada. Sin embargo, nos hemos ido habituando a aceptar acríticamente esas prácticas antinaturales.
Algunas de las actividades que la ley permite son: posibilidad de fabricar niños en laboratorios, olvidando que la persona es siempre sujeto, y nunca objeto o medio para otro fin. Un hijo no es un derecho que pueda lograrse mediante una acción técnica; un ser humano se procrea. Pero no está ahí lo más grave. El famoso problema de los embriones sobrantes es signo que evidencia más la ilicitud de la producción de seres humanos tratados como cosas. Tampoco es lo peor. Sin la menor base científica o filosófica se ha dado en llamar preembrión al que no llega a quince días. Anne McLaren, que acuñó este término, explicó las razones ajenas a la ciencia por las que el Comité Warnock lo introdujo en su informe. Así quedaba el campo libre para usarlos con fines de investigación e industriales. La ley no pone límite a su producción ni a su utilización. Así reciben una tutela menor que la otorgada a los embriones de ciertas especies protegidas.
Suma y sigue: tampoco se prohíbe comerciar con embriones o con sus células, así como importarlos o exportarlos, ni utilizar industrialmente esos mal llamados preembriones, con fines cosméticos o semejantes. Se habla de embriones curados para implantar en la madre, pero es pura eugenesia: se implanta el sano, no se cura nada, y se desecha el resto. Se prevé el llamado bebé medicamento: trata de conseguir un embrión para curar a un hermano enfermo, sin que importe matar al embrión donante. Esto suena a salud, pero es muerte. Se aprueba la llamada clonación terapéutica, aunque no la reproductiva, como si aquélla fuera más ética por matar al ser clonado. Se permite la aberración de unir células germinales humanas con las de animales. Y todo con el señuelo de curar. Sería inmoral aunque se consiguiera, pero apenas está demostrado nada; es más, hasta ahora ha producido efectos de envejecimiento, tumores, u otras enfermedades. Eso sí, con frases limpias: se habla de transferencia nuclear en lugar de clonación terapéutica. Algo así como llamar interrupción voluntaria del embarazo al aborto provocado.
Todo es un ejemplo de manipulación de la sagrada vida humana. Un ejemplo para un silencio de una sociedad anestesiada. Martín Luther King dijo algo semejante a lo de Gandhi: “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”. Hay que decir que estas prácticas no son aceptables por la mayoría de votos, porque la democracia es un sistema de libertades en servicio del hombre y no para su manipulación. Algo grave falla. Sobra el silencio y se precisa la valentía de ir contra corriente. Con la certeza de que cuando la ciencia se hace contra la naturaleza, es perversa y falsa, muchas veces porque no es tal ciencia, sino una promesa incierta; y otras, porque sólo contiene un aspecto de la verdad por omitir que es un invento para matar. Bienvenido sea el progreso, pero al servicio de la dignidad de la persona.
“Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende”, escribió Unamuno. San Pablo, sin sigilos, escribió: “Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes”. No utilizo estas frases como elogio de la ignorancia frente a la técnica o la ciencia, sino como una motivación fuerte para adquirir la certeza de que hay otra sabiduría situada muy por encima del mero cientificismo. Muchas veces se llama sentido común; otras, reflexión; siempre, prudencia; y, en ocasiones, fe. Generan confianza y sirven para buscar la verdad de leyes o costumbres que corroen la sociedad. “Salvarán a este mundo nuestro de hoy –declaraba San Josemaría Escrivá–, no los que pretenden narcotizar la vida del espíritu y reducirlo todo a cuestiones económicas o de bienestar material, sino los que saben que la norma moral está en función del destino eterno del hombre: los que tienen fe en Dios y arrostran generosamente las exigencias de esa fe, difundiendo en quienes les rodean un sentido trascendente de nuestra vida en la tierra”. Pues no hay como ponerse: con la ciencia, con la técnica, con el arte, con la ley, con la palabra, con la ética y, quien la posea, con la fe que se hace vida.