Llovía el lunes de Semana Santa de Roma. Dicen los de allí que siempre llueve. Es la forma que tiene el cielo de adelantarse a las lágrimas de Jesús en los días de su Pasión. Ya se respiraba en el aire el camino de la Cruz. Así lo sentían los miles de fieles que se agolpaban a las puertas del Aula Pablo VI para ver, aunque sólo fuera por unos momentos, a Benedicto XVI en el encuentro internacional Univ, organizado por el Opus Dei, que se repite cada año en Roma desde hace 39 años. Tuve la inmens...
Llovía el lunes de Semana Santa de Roma. Dicen los de allí que siempre llueve. Es la forma que tiene el cielo de adelantarse a las lágrimas de Jesús en los días de su Pasión. Ya se respiraba en el aire el camino de la Cruz. Así lo sentían los miles de fieles que se agolpaban a las puertas del Aula Pablo VI para ver, aunque sólo fuera por unos momentos, a Benedicto XVI en el encuentro internacional Univ, organizado por el Opus Dei, que se repite cada año en Roma desde hace 39 años. Tuve la inmensa suerte de estar allí, y no estaba sola, porque estoy embarazada de cuatro meses, de modo que nuestro hijo pudo venir conmigo.
Yo pertenezco a ese grupo de jóvenes católicos que han crecido a la vera de un Juan Pablo II maravilloso, bondadoso, impactante, lleno de carácter y de carisma. Era la primera vez que veía a Benedicto XVI en vivo, y no sabía qué iba a sentir ante el indudable cambio. El Aula Pablo VI estaba repleta hasta los topes. A mi lado, unas niñas de un colegio italiano se deshacían en aplausos y Vivas cada vez que alguien coreaba el sonoro Benedetto. Esas niñas son las del nuevo Papa. Con apenas diez años, no guardarán demasiados recuerdos de Juan Pablo II porque aún eran muy pequeñas. Sin embargo, han vivido en primera persona la elección del cardenal Ratzinger. Posiblemente estaban pegadas al televisor cuando las cámaras enfocaron a la fumata blanca. Y seguramente sus padres las llevaron a una abarrotada plaza de San Pedro cuando Benedicto XVI, aún sorprendido por el nuevo rumbo que tomaba su vida, prometía, delante de todo el mundo, hacer la voluntad del Señor. Benedicto XVI es su Papa. También será el de mi hijo. Y, sin duda, es también el mío.
Es verdad que no tiene dotes de líder pero ya estaba convencida de que el Espíritu Santo nos había mandado a un Papa de mente preclara, escritura apasionante, y respuesta valiente. El Papa que mejor puede contestar a las preguntas que se me plantean cada día. Pero lo que yo no sabía es que su pontificado tiene el mérito extraordinario del que lleva la fama que incluye el trono de Pedro como una verdadera cruz, es decir, con una inmensa sonrisa.
La reunión de jóvenes en Roma sirvió para celebrar, por adelantado, el cumpleaños del Pontífice. Mientras le agasajaban con el Gaudeamus Igitur, el rostro de Benedicto XVI decía, sonrojado: «¡Por favor, yo no merezco tantos honores!» Cuando el Papa se bajó del estrado del Aula para salir por el pasillo central, mientras saludaba a diestro y siniestro, terminé de comprender la grandeza de este Papa. Todos queríamos que nos tomara la mano, porque es el Vicario de Cristo en la tierra. Pero él parecía decirnos con la inmensa ternura del amor de Dios en sus ojos: «Gracias, gracias, María, por venir a Roma con tu hijo para saludarme. No lo merezco». Es curioso, porque yo sentí lo contrario: era para mí un honor indescriptible que el Papa me diera la mano.
María Solano Altaba
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