El Levante. Valencia, 25-III-2006
Recientemente tuve ocasión de conversar con un ingeniero francés que lleva veinte años en el Congo. Buena parte del tiempo dedicado a su nuevo país ha sido para promover estructuras de desarrollo. Actualmente trabaja en la ampliación de un hospital -Monkole es su nombre- que lleva bastantes años prestando un servicio social de mucho calado. Pero comentamos largamente otros problemas del país y de África en general. Por ejemplo, el citado centro de salud...
El Levante. Valencia, 25-III-2006
Recientemente tuve ocasión de conversar con un ingeniero francés que lleva veinte años en el Congo. Buena parte del tiempo dedicado a su nuevo país ha sido para promover estructuras de desarrollo. Actualmente trabaja en la ampliación de un hospital -Monkole es su nombre- que lleva bastantes años prestando un servicio social de mucho calado. Pero comentamos largamente otros problemas del país y de África en general. Por ejemplo, el citado centro de salud es el único de esa nación que da sábanas y comidas: el resto, no. Tampoco los públicos. Hablamos del hambre, de la mortalidad infantil, de la guerra, de la distancia cada vez mayor entre el confort europeo y la miseria africana, de corrupción...
Ese enorme problema que se llama África -rico por otra parte en recursos naturales- se actualizó fuertemente en mi cabeza, me trajo muchas ideas más o menos antiguas y removió mis deseos de hacer algo, aunque yo pueda poco. Pensando en ese ciudadano francés, que se ha hecho congoleño, y en tantos otros héroes anónimos que dan su vida por los demás, recordé estas palabras de San Josemaría: «Yo he visto con gozo a muchas almas que se han jugado la vida -como Tú, Señor, usque ad mortem-, al cumplir lo que la voluntad de Dios les pedía: han dedicado sus afanes y su trabajo profesional al servicio de la Iglesia, por el bien de todos los hombres». Son gentes que se han lanzado a vivir la justicia y la caridad -que es más, aunque algunos piensen otra cosa-, sirviendo a los demás mientras tratan de olvidarse de sí mismos. Y tal vez, hasta son víctimas de la sospecha en su actuación desinteresada y leal.
En su encíclica sobre el amor cristiano recuerda Benedicto XVI a los primeros seguidores de Jesús que, teniendo un solo corazón y una sola alma, repartían entre todos lo que cada uno poseía. Comenta inmediatamente que la extensión de la Iglesia hizo imposible vivir a la letra aquel género de desprendimiento. Sin embargo, añade: «Pero el núcleo central ha permanecido: en la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida decorosa». En una homilía de 1967 el fundador del Opus Dei prorrumpía en un lamento y proponía una solución: «Los bienes de la Tierra, repartidos entre unos pocos; los bienes de la cultura, encerrados en cenáculos. Y, fuera, hambre de pan y de sabiduría, vidas humanas que son santas, porque vienen de Dios, tratadas como simples cosas, como números de una estadística. Comprendo y comparto esa impaciencia (la de los que viven el problema con angustia), que me impulsa a mirar a Cristo, que continúa invitándonos a que pongamos en práctica ese mandamiento nuevo del amor».
Cierto que existen muchas iniciativas de mujeres y hombres buenos que, desde organizaciones de tipos diversos, queman sus vidas por vivir ese mandato, pero es obvio que no es suficiente. Es preciso trabajar más, dar más en tiempo y en dinero. Para que no mueran más niños por desnutrición, para que se curen allí enfermedades que aquí no existen o carecen de importancia, para que el norte opulento cure su dolencia de consumismo e insensibilidad, para que los estados del bienestar piensen mucho más en aquellos cuya condición de vida es el malestar, para que toda mujer y todo hombre que viene a este mundo tenga una existencia mínimamente digna. Aquí es grande el papel de la Iglesia con sus variadas instituciones, porque, como ha recordado el Papa, ningún orden estatal, por justo que sea, hace superfluo el servicio del amor; quien se desentiende del amor se desentiende del hombre mismo, que no ha nacido para una justicia seca de cariño. Y esto sirve para África, para nuestros inmigrantes y para tantas zonas marginadas de los países ricos. En realidad, aunque en maneras distintas, lo necesitamos todos.
Hay una palabra en swahili que viene a significar trabajar juntos, algo así como todos a una. Esa palabra es Harmabee. Con ese nombre se inició en 2002 un movimiento a favor de África motivado por la canonización de San Josemaría. Esa realidad sigue viva y son diversas las instituciones que gestionan los fondos procedentes de todo el mundo. Hay muchas iniciativas semejantes promovidas por la Iglesia. Es preciso trabajar junto a ellos, participar en los modos que nos resulten posibles, sentir interpelada nuestra comodidad o nuestro deseo de tener, volver a los orígenes de la fe cuando «los creyentes vivían todos unidos y lo tenían todo en común; vendían sus posesiones y bienes y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno», como narran los Hechos de los Apóstoles.
Me he referido antes a la necesidad de adecuarlo al tiempo presente, pero como dice Benedicto XVI «no se puede promover la humanización del mundo renunciando, por el momento, a comportarse de manera humana». Es una exigencia -también necesidad- para todos, pero particularmente para los cristianos, que han de vivir el servicio de la Caridad porque lo necesitan, como necesitan también la administración de los Sacramentos y el anuncio de la Palabra (cfr. Deus Caritas est, n. 22).