Ahora estos ataques se llaman de manera puntual Código da Vinci –toda una burda farsa, en la que se combinan aspectos que pueden parecer verdad con otros que no lo son–, pero en otras ocasiones han recibido otros nombres en forma de libros, películas, obras de arte o similares; es un ingrediente más de toda una dieta anticátolica basada en una receta que llena de oro los bolsillos de algunos y de confusión a bastantes más: recoge muchas falsedades que agitan algunas conciencias, al disfrazar de ...
Ahora estos ataques se llaman de manera puntual Código da Vinci –toda una burda farsa, en la que se combinan aspectos que pueden parecer verdad con otros que no lo son–, pero en otras ocasiones han recibido otros nombres en forma de libros, películas, obras de arte o similares; es un ingrediente más de toda una dieta anticátolica basada en una receta que llena de oro los bolsillos de algunos y de confusión a bastantes más: recoge muchas falsedades que agitan algunas conciencias, al disfrazar de verosimilitud verdades a medias y presentar en formato caricatura otras verdades que aglutinan tradiciones, iconos religiosos o fundamentos culturales. En el fondo, es una estrategia mediática de desinformación-pseudoinformación-deformación, repleta de disfraces, que no convence a la mayoría por más que se empeñen algunos, pero, eso sí, hay que quitar todos y cada uno de esos disfraces para llegar a desenmascarar tanta falacia.
La Iglesia católica no es de los hombres, es de Dios y aquí es donde duele: representa la belleza, la verdad, la bondad, la trascendencia de Dios y, aunque está hecha por hombres, no ha sucumbido en estos más de veinte siglos. A los hombres, lo que les ofrece es una versión moral de la existencia y un conjunto de senderos con norte claro para no desorientarse. ¿Por qué? Porque –queramos reconocerlo o no– el suceso de la manzanita de Eva ha dejado herida –no muerta– la naturaleza del hombre. Quizá sea éste el origen de los ataques a la Iglesia católica y a sus instituciones: no querer aceptar que el hombre debe ser sanado con un tratamiento eficaz –por cierto, muy radical, porque afecta a la totalidad del ser humano–, y recetado por los representantes de Dios en la tierra. Y en esa receta mágica se contempla cómo vivir con dignidad, porque estamos hechos a imagen y semejanza de Dios; cómo ser feliz a través de la familia; cómo entender que es más importante ser que hacer o tener; o cómo morir con dignidad de hijo de Dios, entre otras numerosas afirmaciones o vibraciones positivas.
¿Por qué es tan difícil conseguir una convivencia pacífica, basada en el respeto a la libertad de las conciencias, que no es lo mismo que libertad de conciencia? Porque el cristianismo va a la raíz de las cosas, no postula soluciones aguadas, ni banaliza los problemas, ni, mucho menos, trivializa la verdad... Al contrario, ofrece alternativas exigentes, pero basadas en el amor que Dios nos tiene, y con el que podemos afrontar todo aquello que nos parezca un escollo u obstáculo insalvable. Por eso, existen minorías minoritarias incapaces de asumir esta realidad, y, en lugar de respetarla o pasar olímpicamente, se revuelcan, atacan, buscan cómplices, y hacen daño. Lo mejor es ignorarlas, no hacerles propaganda, no colaborar con la mentira y dejar que transcurra el tiempo, ése que coloca las cosas y personas en su sitio.
Marosa Montañés Duato
http://www.alfayomega.es/