La inauguración del pontificado de Juan Pablo II tuvo lugar el 22 de octubre de 1978. Unos días después -el 9 de noviembre- el nuevo Pontífice recibió a un grupo de Obispos de Estados Unidos que habían llegado a Roma en visita ad limina. En la alocución que les dirigió, entre otras cosas, afirmó: "Bajo la protección de María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, deseo dedicar mi pontificado a la auténtica y continua aplicación del Concilio Vaticano II, bajo la acción del Espíritu Santo".
Una declaración de intenciones tan neta y tan temprana encontró una confirmación más solemne en la primera encíclica que publicó –Redemptor hominis (4.III.1979)– en la que reconoce entrar en la rica herencia de los recientes pontificados, de Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo I. Esta herencia "está vigorosamente enraizada en la conciencia de la Iglesia de un modo totalmente nuevo, jamás conocido anteriormente, gracias al Concilio Vaticano II".
Las intenciones de Juan Pablo II respecto a la aplicación del Vaticano II eran, pues, claras. En realidad, podía considerar con justicia que el concilio era algo suyo, en el sentido de que, siendo todavía joven obispo, contribuyó con su trabajo y sus propuestas, fruto de su particular experiencia de pastor y de su conocimiento de filósofo y teólogo, a la elaboración de los textos conciliares, particularmente de la Constitución pastoral Gaudium et Spes. Poco después de terminado el Vaticano II, el Arzobispo Wojtyla publicó (1972) el libro La renovación en sus fuentes. Sobre la aplicación del Concilio Vaticano II (la traducción española apareció en 1982).
La aplicación del concilio, sin embargo, no era una tarea tan sencilla como pudiera parecer a un observador inexperto. Desde su final, en 1965, hasta el inicio del pontificado de Juan Pablo II habían pasado trece años que se pueden calificar sin exageración como muy difíciles para la Iglesia. Los lamentos de Pablo VI en diversas ocasiones sobre la "autodestrucción" de la Iglesia podrían ser ilustrados con múltiples fenómenos que durante esos años de post-concilio conocieron un desarrollo amenazante para la Iglesia. Por ello, un Juan Pablo II dispuesto a hacer de la aplicación del concilio la tarea de su pontificado, se veía en la necesidad de discernir rigurosamente lo que era aplicación auténtica del concilio de lo que había sido más bien un pretexto para acciones y procesos que tenían más de fosa que de construcción de la deseada renovación.
¿Qué había pasado en los años inmediatamente posteriores al Vaticano II? No creo que sea posible todavía una visión completa de los sucesos de esos años, con sus causas y efectos; quizás haya que esperar un tiempo para contar con la necesaria perspectiva. De un modo general, sin embargo, se puede afirmar que el fenómeno de confusión que existía en la Iglesia tenía sus raíces en que todo era presentado como consecuencia del concilio, tanto si se trataba de auténtica renovación como de iniciativas disgregadoras. Claro está, no toda apelación al concilio se podía justificar de igual manera, porque los textos conciliares eran claros. Por ello pronto se comenzó a distinguir entre la letra del concilio y el espíritu conciliar. La distinción entre letra y espíritu –que tiene su origen en el pensamiento idealista– aplicada al Vaticano II fue la justificación universal de cualquier aventura en la Iglesia de los años 70. Analicemos brevemente la cuestión.
El “espíritu del concilio” o "espíritu conciliar" era la instancia de apelación de todos los que consideraban que la “letra” del Vaticano II debía ser interpretada más que como punto de llegada, como punto de partida. En efecto, los documentos del concilio eran como una puerta que, hacia fuera, daba acceso a una nueva relación con el mundo, y hacia dentro a una nueva comprensión de la Iglesia y a una resituación de los ministerios, carismas y servicios. El término que aparece una y otra vez en este contexto es “nuevo”. La pura novedad era identificada en muchos casos, sin más, con la renovación, lo cual conducía a un planteamiento “progresista” en el sentido de estar permanentemente remitidos al futuro entendido en muchos casos de forma utópica o escatológico-histórico. Premisa y consecuencia de esta visión de las cosas era que nada podía considerarse como adquirido o permanente. La experimentación a todos los niveles, -especialmente a nivel litúrgico y en la formación de la juventud, de los candidatos al sacerdocio y de los religiosos- era el nuevo paradigma de la acción en la Iglesia.
Los modos de reaccionar ante la nueva situación fueron muy variados. Uno de ellos fue el movimiento –más fácil de identificar como fenómeno– tradicionalista de Mons. Lefebvre y otros, que, sin saberlo, compartían de hecho con los anteriores la contraposición entre lo tradicional o recibido y lo nuevo. Frente a quienes planteaban una continua superación de lo válido hasta entonces, los tradicionalistas se aferraban a lo "tradicional" que acabó siendo erigido en criterio último de verdad de fe. Inevitablemente el sentido de tradición que manejaban y que pretendían que era el único auténtico, distorsionaba la genuina tradición de la Iglesia y se volvía destructora de la misma Iglesia.
En ese contexto debía Juan Pablo II impulsar la auténtica aplicación del Vaticano II. Para ello, y frente a interpretaciones ideológicamente sesgadas del concilio, puso un fundamento que evitaba por superación las trampas a que esas interpretaciones conducían. La renovación consistía, más que en hacer cosas, en profundizar en el misterio cristiano. El fundamento de la renovación estaba en Jesucristo, y en el hombre a quien Cristo revela lo que es el mismo hombre: Cristo y el hombre, indisolublemente unidos. Muy pronto comenzó Juan Pablo II a citar –y después lo ha hecho en centenares de ocasiones- unas palabras centrales de la constitución Gaudium et Spes (n. 22): "El misterio del hombre sólo se ilumina en el misterio del Verbo encarnado". La centralidad de Cristo, y en Cristo, del hombre ha sido el desencadenante de la verdadera revolución operada por Juan Pablo II en la Iglesia y en el mundo durante estos más de 25 años de pontificado.
En la citada encíclica Redemptor hominis -encíclica programática como toda primera encíclica de los Papas, pero en el caso de Juan Pablo II, encíclica nada convencional– Juan Pablo II trazó las líneas maestras de su pontificado: el esfuerzo por acercar a todos los hombres a Cristo, el ecumenismo, la necesidad de potenciar la dimensión moral del progreso y la defensa de los derechos humanos. Esas tareas que debía afrontar la Iglesia para entrar en el nuevo milenio tenían su fundamento en la afirmación expresada al inicio de la carta: "El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia".
Llamada universal a la santidad, búsqueda de la unidad de la Iglesia, la dimensión moral de la existencia y de las sociedades a través de un auténtico progreso humano y de la defensa de los derechos humanos: esos objetivos, que el Papa iría especificando progresivamente en sus primeros años de pontificado, corresponden exactamente con enseñanzas claves del Vaticano II, especialmente con las contenidas en Lumen Gentium, Gaudium et Spes, Unitatis redintegratio. La sucesión de los hechos le llevó pronto a especificar más aún su programa, y así pronto comenzaron una serie de iniciativas en diversos ámbitos (diálogo inter-religioso, preocupación por la familia, por la educación, por la cultura, por la formación cristiana y teológica, y tantos otros) que exigieron en muchos casos cambios que se trazaban a partir de un conocimiento sereno de las necesidades y de los principios que debían inspirarlos.
He aludido antes críticamente a un pretendido “espíritu del Vaticano II”, que en muchos casos no era sino una excusa para activades anárquicas en la Iglesia. No se puede, en todo caso, negar la existencia de un espíritu del concilio, no contrapuesto a la “letra” sino como sintonía interior, como fuente de inspiración que lleva a situar las enseñanzas del concilio, con toda su validez, en un contexto histórico determinado, en parte distinto a aquel en que surgieron los textos. El espíritu del Concilio es el que fraguó en los textos conciliares, pero no se agotó en ellos. En último término es preciso transferir el significado del espíritu al Espíritu Santo que anima a la Iglesia y la hace vivir en un continuo “hoy” tanto de la comprensión como de la gracia.
Juan Pablo II ha hecho patente el verdadero espíritu del Concilio. A partir de una profunda comprensión del ministerio petrino, del servicio de la primacía en la Iglesia, ha gozado de una libertad de espíritu que se ha transformado en audacia, sin dejar de ser prudente; en magisterio en su sentido más amplio, y al mismo tiempo en escucha; en iluminador de las grandes cuestiones de la civilización, y al mismo tiempo en cercanía a las personas; en valientes gestos proféticos junto a la fidelidad los elementos comunes que alimentan la vida cristiana. Por esa gigantesca libertad de espíritu es por la que resulta de un simplismo aterrador el cliché común, que parece formar parte de los libros de estilo de algunos medios de comunicación, según el cual el Papa es "conservador en lo dogmático y moral, y avanzado y hasta progresista en lo social". Sólo desde una tremenda lejanía interior respecto al personaje puede decirse algo semejante.
La libertad interior de Juan Pablo II, ajena a toda hipoteca de sistemas o de estrategias, es la que brilla admirablemente en esa otra aplicación del Vaticano II que consiste en unos casos en una demanda de fidelidad, y en otros en la apertura a iniciativas inéditas hasta ahora y a formas nuevas de plantear la vida cristiana, porque en esa apertura se ve un don de Dios y un enriquecimiento de la Iglesia. En esa tarea se ha encontrado con resistencias de parte de personas que, atadas a concepciones demasiado “tradicionales” de las estructuras eclesiales y con dificultad para comprender las nuevas formas de apostolado cristiano, se limitan a aceptar resignadamente fenómenos que no acaban de encajar en esus esquemas.
La abundantísima enseñanza de Juan Pablo II sobre el ministerio sacerdotal y episcopal, sobre la vida religiosa, sobre la organización interna de la Iglesia, sobre la liturgia, sobre la familia y la vida –cuestiones tan intensamente cercanas al Pontífice, sobre las que no tardará de verse con meridiana claridad el carácter verdaderamente profético de su enseñanza– sobre la relación entre fe, pensamiento y cultura y tantas otras, señalan hitos en los que la enseñanza del Vaticano II ha alcanzado su madurez y desarrollo. En otros campos que podrían considerarse más hacia fuera de la Iglesia, la acción y la palabra de Juan Pablo II han supuesto asimismo un verdadero impulso. Este es el caso de su enseñanza sobre la sociedad, la actividad económica, la justicia, los empeños enérgicos por la paz, con la tenaz defensa de la libertad y de los más desfavorecidos, audaz y realista al mismo tiempo. Es asimismo el caso del ecumenismo que durante su pontificado ha dado un paso de gigante, aunque todavía no sea suficiente. Detrás de cada uno de esos temas podríamos poner el texto del Vaticano II en el que el concilio invita a afrontar los desafíos que cada uno de ellos presenta, y encontraríamos que las iniiativas del Pontífice son una interpretación adecuada y sobreabundante.
Lo que hasta ahora se lleva dicho de una forma necesariamente sumaria podría ser objeto de un desarrollo pormenorizado. La actividad de Juan Pablo II no se ha agotado en poner en práctica lo que el Vaticano II había encargado de forma específica. Eso lo ha hecho sin duda, tanto si se trata de la reforma del Código de Derecho Canónico, como de la edición de la Neovulgata, como de la aplicación de las previsiones recogidas de los textos conciliares por Pablo VI en el “motu proprio” Ecclesiae sanctae, de agosto de 1966, por poner solamente algunos ejemplos. Sus actividades han ido mucho más allá de lo que el concilio preveía. Al servicio de la Iglesia, del hombre y del mundo, Juan Pablo II ha emprendido viajes extenuantes, se ha expuesto a la luz pública, ha experimentado en su propia carne la violencia, y ha gastado su vida hasta límites impensables. Ahora, en la vejez y en la enfermedad, y más tarde, ya sin pudor, cuando la Providencia decida premiar su vida santa, contemplamos en él el ejemplo vivo de quien por amor a Cristo y a su Iglesia, por amor al hombre, ha marcado hondamente el surco que el Espíritu Santo abrió con el Concilio Vaticano II.
César Izquierdo
16 de Marzo de 2006
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