El 16 de octubre de 1978 se anunciaba al mundo desde Roma que había un nuevo Papa al frente de la Iglesia: era Karol Woytila, hasta entonces Arzobispo de Kracovia. La elección tomaba aires de un vuelco revolucionario. Era el primer no italiano en el Solio pontificio después de casi 500 años. Era un polaco, que venía de Polonia, una dictadura comunista: un horizonte de experiencia eclesial y humana completamente distinto. Comenzaba entonces el que sería uno de los pontificados más largos de la ...
El 16 de octubre de 1978 se anunciaba al mundo desde Roma que había un nuevo Papa al frente de la Iglesia: era Karol Woytila, hasta entonces Arzobispo de Kracovia. La elección tomaba aires de un vuelco revolucionario. Era el primer no italiano en el Solio pontificio después de casi 500 años. Era un polaco, que venía de Polonia, una dictadura comunista: un horizonte de experiencia eclesial y humana completamente distinto. Comenzaba entonces el que sería uno de los pontificados más largos de la historia.
¿Qué Iglesia encontró Karol Woytila cuando tomó el nombre de Juan Pablo II? A mi parecer, ante todo, una Iglesia que quince años antes había vivido el Concilio Vaticano II (1962-1965), un Concilio en el que el propio Woytila había sido activísimo Padre conciliar. El Vaticano II es uno de los grandes acontecimientos del siglo XX. Es difícil exagerar su importancia histórica. Cuarenta años después de su clausura, puede decirse que constituyó un momento decisivo de la moderna autoconciencia de la Iglesia, que allí tomó el pulso de su ser y misión ante el proceso de cambio acelerado de la cultura contemporánea. Y esto, con un objetivo: la renovación de la Iglesia en su estructura y en su vida. Una renovación, por tanto, desde el Evangelio y prestando atención a los parámetros del mundo de nuestros días. Eso es lo que buscaba el Concilio y trató de expresar en sus ya célebres documentos. Eso es lo que vivió intensamente el Arzobispo de Cracovia y explicó después a los polacos en un libro titulado “La renovación en sus fuentes” (Madrid, BAC).
Pero la Iglesia que elige a Juan Pablo II para suceder a Pedro estaba viviendo un agitado y tenso “posconcilio”. Es una Iglesia que había visto —y estaba viendo— cómo, primero, en el entorno de los debates conciliares y, después, desde diversas instancias pastorales y teológicas iban emergiendo las más variadas propuestas para la reforma de la Iglesia. Muchas de ellas eran sencilla traslación de las propuestas ideológicas y políticas dominantes en la cultura de entonces. Eran unos años —aquellos setenta y primeros ochenta del pasado siglo— en que todo se legitimaba en la Iglesia, de manera talismánica e inapelable, desde el llamado “espíritu del Concilio”. Se dio una especie de proceso de mitificación del Concilio como “evento” que dispensaba del estudio de los mismos documentos conciliares, en realidad superados por el Concilio como “espíritu”.
Muchos sectores en la Iglesia no eran conscientes de la filiación ideológica de esas propuestas y no percibían cómo se estaba erosionando el Evangelio y el testimonio de la fe. En los años que preceden a la elección de Juan Pablo II —reciente la convulsión de “mayo del 68”—, las propuestas eran con frecuencia utopías llenas de entusiasmo, deslumbradas ante la revolución y el universalismo comunista. El gran debate de los años setenta era acerca de la misión de la Iglesia. ¿Cuál es la misión de la Iglesia en el mundo, en la sociedad? ¿Promoción y liberación humana o anuncio del misterio de Cristo? La polémica y el debate lo habían propuesto así, en forma de alternativa. Era el clima en el que se forjó la llamada “teología de la liberación”.
Por eso, para comprender a Karol Woytila al llegar a la Cátedra de Pedro, es fundamental situarlo cuatro años antes en el IV Sínodo de los Obispos, el Sínodo sobre la “Evangelización en el mundo contemporáneo”, que Pablo VI —el gran Pontífice que Juan Pablo II reconocía como su maestro— convocó y presidió en 1974 y para el que nombró Relator General precisamente al futuro Juan Pablo II. (Quede dicho entre paréntesis: fue con ocasión de ese Sínodo cuando tuve la fortuna de conocerle personalmente). El Sínodo fue el epicentro, el caleidoscopio del debate a su más alto nivel. Al concluirse el Sínodo había quedado claro que la misión de la Iglesia en el mundo es trascendente y no política: ofrecer al hombre la liberación del pecado y la vida eterna que Cristo nos ha conseguido. Pero sin “angelismos” ni ausentismo de la batalla humana, porque ese anuncio del Evangelio comporta en quienes lo realizan y en quienes lo acogen el compromiso para luchar sin desmayo contra todas las formas de opresión a la libertad, a la justicia y a la vida humana.
Con el material de ese Sínodo Pablo VI escribiría uno de los más importantes documentos del Magisterio que sigue al Vaticano II: la exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi”, que asume el patrimonio conciliar en la clave del anuncio del Evangelio al mundo. Es un texto que permanece hoy con una extraordinaria vigencia, precisamente por su profunda comprensión de la intencionalidad misionera del Concilio Vaticano II. Siempre he pensado —leyendo los textos de Juan Pablo II— que este documento de Pablo VI debía mucho en su redacción, lógicamente, al Relator General del Sínodo en que se forjó. La exhortación “Evangelii nundiandi” se nos presenta como la falsilla de la acción pastoral de Karol Woytila, una vez llamado a la Cátedra de Pedro, en orden a la aplicación del Concilio. Si se mira en esta clave estos 26 años de Juan Pablo II al frente de la Iglesia Católica se verá que su acción en la Iglesia no ha sido sino una gigantesca evangelización de las sociedades humanas en la perspectiva del Vaticano II. Él —Juan Pablo II— ha subrayado hasta el límite que el contenido de ese anuncio del Evangelio tiene un nombre único: Jesucristo, Redentor del hombre.
Ese es el “espíritu” del Concilio, que brota de un serio estudio de su “texto”. Al Concilio remitirá Juan Pablo II, una vez y otra, como referencia fundamental de su ministerio romano. No en balde, en la solemne toma de posesión de la Cátedra de Pedro, pocos días después de su elección, afirmó que el programa de su Pontificado era, sencillamente, la aplicación y profundización en la Iglesia de los Decretos y Constituciones del Concilio Vaticano II.
La Iglesia que nos deja Juan Pablo II tiene otros problemas dentro y fuera, no sin relación, ciertamente, de los que encontró al sentarse en la Silla de Pedro. No es ahora el momento de abordarlos: están en el debate público y en la reflexión de los cristianos. Pero tiene ahora un vigor para afrontarlos que, en muy buena parte, se deben al testimonio de este santo Obispo de Roma, que ha comprendido de manera excepcional el ministerio de Pedro.
Karol Woytila se ha ido hacia el Señor mientras una muchedumbre —sobre todo, de jóvenes— le acompañaba, abajo, en la plaza, en continua oración. Hasta el último momento su existencia ha «provocado» e «incitado» a los cristianos a la misión que es connatural al Evangelio. Es decir, a una misión dirigida a toda la humanidad, a todos los hombres y mujeres del mundo.
Pedro Rodríguez
16 de Marzo de 2006
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