El fallecimiento de un ser querido es, de ordinario, el momento en que desaparecen barreras y se muestra la calidad de los afectos, de la amistad, del agradecimiento. “Hemos estado ahí”. Es verdad que algunos no habrán estado, y no nos toca a los demás valorar sus posturas. La historia lo hará, porque hay “momentos estelares de la humanidad” y, no estar presente en ellos, es “salirse” de la historia.
Llaman más la atención los personajes conocidos. Hasta los paises árabes han anunciado ...
El fallecimiento de un ser querido es, de ordinario, el momento en que desaparecen barreras y se muestra la calidad de los afectos, de la amistad, del agradecimiento. “Hemos estado ahí”. Es verdad que algunos no habrán estado, y no nos toca a los demás valorar sus posturas. La historia lo hará, porque hay “momentos estelares de la humanidad” y, no estar presente en ellos, es “salirse” de la historia.
Llaman más la atención los personajes conocidos. Hasta los paises árabes han anunciado sus asistencia a los funerales por el Papa. El rabino de Roma se acercó a la plaza de San Pedro para rezar por él, junto con miembros de la comunidad judía. El Imán de la Ciudad eterna elevó oraciones a Dios Todopoderoso por Juan Pablo II. Parece que líderes de todas las religiones, que estuvieron con el Papa en Assís han anunciado su participación, según nos informaba la televisión. Cuestión de “saber estar”, en el sentido más noble de la expresión.
Pero los que siempre “han estado ahí” han sido los jóvenes. Después de haber asistido a casi media docena de encuentros del Papa con ellos, no cuesta ningún trabajo afirmar que han tenido siempre una conexión especial, difícil de describir, con Juan Pablo II. Todos. También cuando estuvo en Marruecos con el estadio de Rabat lleno de jóvenes musulmanes, o en el Japón. Tambbién han sido los que han llegado antes a San Pedro y los que se han quedado en sacos de dormir durante la noche, haciéndole compañía: “dormí en la plaza, mirando a su ventana”, de claraba una joven italiana. “Él allí arriba y yo aquí abajo. Me parecía que era la manera dedarle el último abrazo. Y me dio mucha paz”. Por eso no es extraño que sábado pasado por la mañana, ante el bullicio respetuoso de las últimas horas en la Plaza de San Pedro, logró articular unas palabras dirigidas a ellos: “Os he buscado. Ahora vosotros habéis venido a verme.Y os doy las gracias”. Y aunque se lo dijo a los que le acompañaban en esos momentos en sus aposentos, vale también para ellos. Quizá de manera especial: “Soy feliz. Sed felices también vosotros”.
Los jóvenes no llaman la atención, pero son los personajes más importantes de todo el pontificado, largo, de este Papa. Es su mejor amigo y son sus mejores amigos. Como me decía uno de los muchos que me he tropezado a lo largo del domingo, “es el Papa de nuestras vidas”. Es un dato: toda persona con menos de 30 años no ha conocido otro Papa. Y todos los que lo han tratado han sido capaces de captar que realmente confía en ellos. Quiza por eso todas las discotecas de Roma, antes de saber la noticia, habían decidido cerrar sus puertas con antelación, como homenaje a Juan Pablo II. Quizá por eso un corresponsal de la prensa calificó a la primera Misa que se celebró en Roma por su alma como la “misa de la orfandad”: era una familia que se siente huérfana y se une para rezar. Y a la que se unen los “amigos de la familia”, aunque no les unan los mismos lazos. Los jóvenes tienen menos prejuicios. No les resulta difícil reconocer los valores de los demás. Sobre todo cuando tienen convicciones y no las imponen, sino que las proponen en toda su grandeza y se acogen como un reto apasionante. “Cuando volváis a vuestros lugares de origen, contad a todos las experiencias vividas ern estos días y dadles un abrazo de parte del Papa”. Así los despedía en Tor Vergata, al terminar el Jubileo de los jóvenes del años 2000. Lo hicieron. Y ahora más que nunca lo seguirán haciendo.
Nos podemos plantear la actitud del Papa con los jóvenes como una táctica, pero sería una percepción quizá demasiado pobre. Cuando fue elegido Papa, el Cardenal Primado de Polonia le dijo: “has de llevar a la Iglesia al tercer milenio”. Por eso es fácil deducir que esa actitud es una convicción profunda: los constructores de la Iglesia, de la paz, del entenidmiento entre los pueblos sólo podían ser los jóvenes. Esos ochenta mil que en 1984 fueron a la I Jornada Mundial de la Juventud, con con una edad entre 17 y 25 años y que ahora ya tienen entre 37 y 45. Los jóvenes del Papa, como se ha dado en llamarlos, están diseminados por el mundo. En el 2000 volvieron a Roma dos millones. Sin duda que no todos muy creyentes, ni siquiera todos católicos. En Roma encontré, entres tantos otros a dos hebreas y tres musulmanas de Jerusalén; se habían encontrado allí, atraidas por la figura de Juan Pablo II. Si nosotras podemos llevarnos bien, por quçe no pueden hacerlo nuestros pueblos?” Cierto que no salen en la prensa, pero las buenas acciones no suelen ser noticia. Salvo para algunos periodistas vencedores de cien combates, como Indro Montanelli, que escribía después de contemplar el jubileo de los jóvenes en Roma:
“Pero, ¿qué esperan estos chicos de uno y otro sexo, que han llegado a Roma juntos pero sin ninguna promiscuidad? Desde luego, no la remisión de sus pecados a cambio de la entrega de una limosna. Y tampoco una nueva consigna de orden con arreglo a la cual creer, obedecer o combatir. Quien los ha recibido es un anciano que pronuncia con dificultad las palabras, incluso en su lengua nativa, y que en el fondo dice cosas de las cuales las más modernas y puestas al día tienen dos mil años de antigüedad. Pero es precisamente este credo el que los jóvenes inconscientemente buscan y quieren en un mundo de lo efímero como es el mundo en que nosotros los hemos hecho nacer. Buscan algo que no esté sometido al tiempo, porque es eterno, y que les ofrezca algo estable sobre lo que poner -y descansar- los pies. Las ideologías que hicieron salir a las calles y plazas a sus padres armados de eslóganes y de metralletas yacen muertas bajo sus propios escombros y no son resucitables. Y la revolución tecnológica que ha ocupado su lugar imprime a la vida un ritmo que nos hará a todos viejos incluso antes de llegar a la madurez.
No quisiera meterme en cosas que nos superan a todos y sobre todo a mí mismo. Pero me pregunto si este gran encuentro, desarrollado en el orden y la tranquilidad, no ha sido en realidad una rebelión o por lo menos una protesta, una protesta contra un mundo dominado por el ansia de lo nuevo, que por la noche ha hecho ya viejo todo lo que ha inventado por la mañana.
Esto es lo que me sugiere el espectáculo de estos cientos de miles de jóvenes que han peregrinado a Roma desde todo el mundo, que han asistido a los numerosos actos habiéndose informado en todo momento por medio de Internet -dispense el lector si digo un disparate, porque no tengo ni idea de lo que es Internet- y que se han arrodillado ante un Papa anciano que cree en los milagros y en las apariciones de Fátima”.
Quizá sobran las palabras. Estos días es mejor contemplar las imágenes que la prensa escrita y las televisiones nos prorcionan. Estamos viendo muchas caras jóvenes. Hasta Al-Yazyra se vuelca en programas especiales. La juventud no parece tener fronteras y la personalidad humana y espiritual de Juan Pablo II permite que conecten con él personas muy distantes y muy distintas. No dudo que alguien pueda tener la feliz idea de un libro con testimonios auténticos y genuinos de gente joven. Porque los grandes amigos merecen ser recordados. Dice la sevillana que algo se muere en el alma cuando un amigo se va: Depende. Porque hay amigos cuya marcha enriquece y, de hecho, cambian la letra de la canción dejándola más o menos así: algo renace en el alma cuando un amigo se va. Tiempo al tiempo. Los jóvenes del Papa lo intuyen de alguna manera. Y no me parece arriesgado decir que lo verán hecho realidad.
Juan Ramón García-Morato
Capellán de la Facultad de Medicina
(Diario de Navarra, 7 de abril de 2005)