El largo pontificado de Juan Pablo II ha sido, sobre todo, fecundo. Al final, Dios se lo ha llevado en olor de santidad, con un testimonio admirable de cómo vivir comprometido con el ministerio hasta el final. Todos los momentos de su vida han sido edificantes y muy valiosos.
Juan Pablo II se propuso, como tarea fundamental, la plena recepción del Vaticano II. Es evidente que, con mucho sacrificio y esfuerzo, ha puesto las bases para esa acogida con cuatro iniciativas fundamentales: la ...
El largo pontificado de Juan Pablo II ha sido, sobre todo, fecundo. Al final, Dios se lo ha llevado en olor de santidad, con un testimonio admirable de cómo vivir comprometido con el ministerio hasta el final. Todos los momentos de su vida han sido edificantes y muy valiosos.
Juan Pablo II se propuso, como tarea fundamental, la plena recepción del Vaticano II. Es evidente que, con mucho sacrificio y esfuerzo, ha puesto las bases para esa acogida con cuatro iniciativas fundamentales: la nueva edición del Misal romano, el nuevo Código de Derecho Canónico, el Catecismo de la Iglesia Católica y la culminación de los rituales litúrgicos.
Ha abierto las ventanas de la Iglesia a las mejores corrientes culturales de nuestro tiempo; ha protegido e impulsado nuevos carismas eclesiales; ha suturado amargos cismas multiseculares y recientes; ha comprendido el genio femenino en sus peculiaridades; ha tendido lazos ecuménicos y ha abierto los brazos a otras religiones; ha contribuido de forma decisiva a la caída del telón de acero liberando al mundo del terror del comunismo. Ha pedido perdón por pecados cometidos por los católicos en nombre de la fe y ha alertado ante una excesiva confianza en el positivismo científico. Ha sido, sin discusión, un heraldo incansable de la paz. Ha soportado con inalterable calma críticas y mofas, de ingenuos agoreros. Ha sobrellevado con humildad y paciencia las alabanzas.
Además, y de modo que debe ser reconocido y destacado, ha sido un maestro de oración, entrega y mortificación para todos, en una época en que nos devora la prisa y el activismo. Por eso ha reivindicado el valor de la infancia, de la enfermedad y de la ancianidad, los momentos menos productivos de nuestra existencia. Ha enseñado de palabra y mostrado con su vida que lo "único necesario", aquello que jamás se pierde, es estar en contemplación a los pies del Maestro, como María de Betania, la hermana de Lázaro. Ha sido, en definitiva, una bendición para la Iglesia.
Publicado en LA VANGUARDIA, 3.04.05