Cuando Juan Pablo II estaba hospitalizado en Roma, entre las muchas personas que le aseguraban su “oración fraterna”, se encontraba también el patriarca ortodoxo de Moscú, Alejo II. No es de extrañar. Pocos meses antes, en el verano 2004, el Papa había decidido que el antiguo icono de la Virgen de Kazan, que por circunstancias históricas formaba parte de las imágenes más veneradas en el Vaticano, regresara al suelo de Rusia para dar alegría a los cristianos orientales.
Gestos amables y audaces
Estos gestos de amistad han aumentado notablemente durante el último pontificado. En sus múltiples viajes, Juan Pablo II ha visitado muchos miles de nuestros hermanos separados, ha entrado en sus templos para rezar con ellos, y no dudó, en ningún momento, en mostrarles su profundo aprecio. Así pidió a los ortodoxos de rito bizantino, alejandrino y caldeo que conservaran sus tradiciones litúrgicas tan ricas, en fidelidad al testimonio de sus antepasados. En Alemania, aseguraba a los líderes de la Iglesia evangélica que venía “como peregrino a la herencia espiritual de Martín Lutero”. Asimismo, invitó a todos nuestros “hermanos separados” a Roma. Baste recordar el emocionante evento a principios del Año Santo 2000, cuando el Papa Wojtyla, el Patriarca ortodoxo Athanasios de Constantinopla y el arzobispo de Canterbury, George Carey, presidente de la Comunión anglicana, abrieron juntos la Puerta Santa de la Basílica romana de San Pablo Extramuros. En este encuentro estaban presentes prácticamente todas las Iglesias ortodoxas; y el mundo protestante se hallaba ampliamente representado por los anglicanos, la Federación Luterana Mundial y muchas otras comunidades. En efecto, ha surgido un nuevo modelo de diálogo ecuménico, hecho no sólo de palabras, sino sobre todo de actuaciones amables y valientes.
La plenitud de la Iglesia católica
Con esto, el Papa nunca ha dejado de proclamar que hay una única Iglesia verdadera que encontramos con su esplendor completo en la Iglesia católica: en ella se conserva toda la revelación y podemos recibir toda la gracia divina. Pero también los miembros de las otras Iglesias cristianas comparten (grandes) verdades de nuestra fe y están santificados por la gracia de Dios. Han entrado –por al bautismo– también en la “casa de Cristo”. Esta doble realidad la expresa el Concilio Vaticano II cuando afirma solemnemente que la única Iglesia de Cristo “subsiste en la Iglesia católica”: está realizada en su plenitud en ésa y en parte también en las otras comunidades cristianas, en las que se encuentran importantes elementos de verdad y bondad, porque –según una expresión de Pío XI– “las partes desprendidas de una roca aurífera son también auríferas.”
Que la Iglesia católica posee objetivamente la plenitud de la verdad, no quiere decir, de ninguna manera, que un católico, subjetivamente, la haya realizado en su vida. No tenemos conciencia plena de todas las riquezas de la propia fe, podemos (y debemos) avanzar, con la ayuda de los demás. El Papa viajero estaba humildemente dispuesto a aprender de todos. No renegaba la misión de la Iglesia de custodiar y transmitir íntegramente la plenitud de la revelación. Pero sabía que, en cuanto está compuesta por hombres débiles, debe alcanzar una mayor conciencia de todos sus tesoros, y realizar cada vez mejor en su vida todos los valores que abarca el mensaje de Cristo. Puede ser que otras comunidades le ayuden a renovarse, a llegar a ser cada vez más plenamente lo que es. Puede ser que otros recuerden a los católicos algunas verdades que quizá no hayan desarrollado lo suficiente. La verdad nunca se posee entera, solía destacar. En última instancia, no es algo, sino alguien, es Cristo. No es un doctrina que poseemos, sino una Persona por la que nos dejamos poseer. Es un proceso sin fin, una “conquista” sucesiva.
Aprender de todos
Todas las Iglesias cristianas son un signo de esperanza, un signo del Señor resucitado. Son como un trampolín hacia el cielo, y sus miembros tienen mucho más en común que lo que les separa. Si alguno de ellos, por ejemplo, muere por amor a Cristo –en el caso del martirio– su alma se une directamente con Dios, sin necesidad de más purificaciones. Es digno de considerar que, referente a los mártires, Juan Pablo II habla del “ecumenismo de los santos”. Las grandes conmemoraciones de los mártires, que ha celebrado en las últimas décadas, han sido también impresionantes actos ecuménicos que han puesto de manifiesto nuestras esperanzas comunes. “El mundo tiene necesidad de los locos de Dios –dijo el Papa en una de estas ocasiones– de este tipo de locos que atraviesan la tierra como Cristo, como Adalberto, como Estanislao o Maximilian Kolbe y tantos otros.”
Parece que las palabras que Juan XXIII declaró al comienzo del Vaticano II sonaban fuertemente en los oídos de Karol Wojtyla: “La Iglesia quiere mostrarse como una Madre llena de amor, bondad y paciencia… hacia sus hijos separados.” Entraba con toda naturalidad en los hogares de los “otros cristianos” –como los llamó con delicadeza– para que le mostraran todo lo bueno y bello que hay en ellos. Tomó asiento en sus salones, buscó su amistad y trató de comprenderles. Hizo honor a lo que escribió San Agustín en el siglo IV a los maniqueos: “Os pueden despreciar solamente aquellos que ignoran cuánto cuesta encontrar la verdad y mantenerse alejado del error.”
Relación con los cristianos orientales
Por impulsos de Juan Pablo II, la Iglesia católica mantiene, en la actualidad, diálogos oficiales con los representantes de las principales Iglesias cristianas. Con respecto a los ortodoxos, no hay desacuerdos doctrinales de especial gravedad; pero las dificultades de naturaleza psicológica pesan mucho. Antiguas animadversiones hacia “los latinos”, así como los manejos históricos de la Ortodoxia con el poder estatal bajo el régimen comunista, son factores que han dificultado, en más de una ocasión, un acercamiento sereno. Las tensiones aumentaron en 1991, cuando la iniciativa de Gorbachov a favor de la libertad religiosa hizo posible reorganizar las Iglesias católicas en el Este de Europa, y Juan Pablo II estableció, en el territorio ruso, tres administraciones apostólicas –desde 2002 diócesis–, para asegurar a los católicos la asistencia pastoral que necesitaban. Como era de esperar, el incidente potenció la actitud antirromana del Patriarcado de Moscú.
Sin embargo, Juan Pablo II no dejó de aprovechar ninguna ocasión para mostrar su estima a los orientales. Entre un sinnúmero de gestos fraternos se puede destacar, por ejemplo, que les regaló la iglesia San Basilio en Roma; y que, durante su difícil viaje a Atenas pidió perdón, ante el arzobispo ortodoxo Christodoulos, por el comportamiento que los cristianos del Occidente tuvieron en el pasado frente a los orientales.
Pocos líderes ortodoxos han respondido con generosidad al gran deseo del Papa de salvar la distancia entre Este y Oeste en los umbrales del tercer milenio. Sin embargo, no cabe duda de que, al intentar la unidad, el Papa ha sembrado las semillas de una reconciliación futura.
Relación con los cristianos anglicanos
En la Iglesia anglicana, la “teología de la polémica” ha sido sustituida por la “teología de la convergencia”. La encíclica de Juan Pablo II sobre el ecumenismo Ut unum sint fue recibida en 1995 en Inglaterra con especial alegría, y los anglicanos respondieron con la redacción de un documento que llevaba el mismo título, aunque en inglés, May they all be one (Que todos sean uno). Cuatro años más tarde, publicaron otro documento interesante –The Gift of Authority (El don de la autoridad)–, en el que, sin entrar en detalles, reconocen el papel insustituible que desempeña el obispo de Roma para la comunión de todas las Iglesias cristianas.
Sin embargo, el diálogo entre anglicanos y católicos demuestra que es igualmente difícil borrar prejuicios centenarios (el caso de los ortodoxos) como alcanzar acuerdos teológicos. La ordenación de mujeres, con todo lo que implica, no es el único punto conflictivo. Tampoco han faltado distintas “sensibilidades” y convicciones en lo que se refiere a la admisión a la comunión eucarística de personas divorciadas vueltas a casar, a la legitimidad moral de los métodos anticonceptivos, al aborto y a la homosexualidad.
Relación con los cristianos protestantes
Durante el último pontificado, también la Iglesia católica y las Iglesias luteranas, con renovados deseos ecuménicos, emprendieron un diálogo serio acerca de una posible unión. Con la Declaración conjunta acerca de la justificación (1999) –que Juan Pablo II llamó “una gracia especial para el tercer milenio”– han llegado a un consenso fundamental sobre la doctrina de la gracia en relación con las obras humanas, motivo de controversia entre protestantes y católicos desde los tiempos de la Reforma. Puede decirse que se ha avanzado más, en las últimas décadas, que en los 450 años precedentes. Sin embargo, siguen existiendo divergencias de gran importancia entre ambas interpretaciones de la fe cristiana, sobre todo con respecto a la eclesiología y los sacramentos.
En comparación con los luteranos, la relación de la Iglesia católica con los cristianos reformados es más difícil y laboriosa. Tras algunos contactos previos, se realizaron dos ciclos de diálogos. Pero en 1995 se enfriaron las relaciones, debido a la canonización de Jan Sarkander, un mártir checo del siglo XVII, que murió asesinado por los protestantes. Los calvinistas checos interpretaron esta canonización como “una aprobación de las violencias católicas” de aquellos tiempos. La crisis no ha podido superarse, aunque continúan manteniéndose ciertos contactos.
Una tarea irreversible
El “entusiasmo ecuménico” de los tiempos posteriores al Concilio ya no existe. Hemos visto que el camino es duro y largo. Pero no estamos en una crisis, sino en una situación de mayor madurez: vemos hoy más claramente lo que nos une y lo que nos separa.
El ecumenismo es una tarea irreversible. Su verdadero protagonista es el Espíritu Santo. El Papa Wojtyla nos lo ha recordado con frecuencia, y nos ha pedido no rehusar ningún esfuerzo para hacer visible al mundo la profunda unidad que existe entre los cristianos, porque ésa es la voluntad de Cristo para su Iglesia.
Juan Pablo II ha recorrido un largo trozo del camino con nosotros. Ha dado a la Iglesia un rostro fraterno. Nos ha enseñado el arte de convivir, de comprender y perdonar. “En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo.” Son las últimas palabras de su último libro.
Jutta Burggraf
16 de Marzo de 2006
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