LEVANTE-EMV 4-III-2006
Casi al inicio de su primera encíclica, Benedicto XVI constata que el término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se ha abusado al darle acepciones completamente diferentes. El documento papal entra a fondo en el concepto, manifestando un gran dominio cultural, particularmente cuando maneja los términos eros y agapé, que sitúa en una óptica certera. No trato aquí de resumir la encíclica, sino destacar algún aspe...
LEVANTE-EMV 4-III-2006
Casi al inicio de su primera encíclica, Benedicto XVI constata que el término amor se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se ha abusado al darle acepciones completamente diferentes. El documento papal entra a fondo en el concepto, manifestando un gran dominio cultural, particularmente cuando maneja los términos eros y agapé, que sitúa en una óptica certera. No trato aquí de resumir la encíclica, sino destacar algún aspecto.
El hombre es cuerpo y espíritu, pero es uno, y ama con esos dos componentes de su ser a la vez, también cuando parece que el eros queda apartado por la continencia porque es mucho más que sexo. Si el eros se degrada «a puro “sexo” -dice el Papa-, se convierte en mercancía, en simple “objeto” que se puede comprar o vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía». Eros no siempre conlleva sexo, supone una elevación tan grande en el amor bíblico que así califica Benedicto XVI al amor de Dios por los hombres que, no obstante, es también agapé. El amor humano es de alguna manera éxtasis -eros, con o sin vida sexual- y oblación -agapé- en cualquiera de sus posibilidades. La fascinación por la promesa de la felicidad al aproximarse a la otra persona, pasa al olvido de sí mismo para buscar la felicidad del otro. Y viene la entrega, la abnegación, el sacrificio, aunque, afirma al Papa, el hombre no puede vivir sólo de darse, también ha de recibir. Por supuesto que también sucede así con el amor a Dios, que da siempre infinitamente más.
Pero el amor es frágil cuando alguno de estos elementos se hace egoísmo: no hay sublimación verdadera ni tampoco donación. Por eso perecen muchos matrimonios, cesan amistades o se enturbia el cariño en las familias. En la segunda parte de la encíclica, cuando el Papa escribe sobre el ejercicio de la caridad en la Iglesia, dice que el amor es gratuito, no se practica para obtener otros objetivos. El cristiano ha de ejercitar su amor con los necesitados sin hacerlo instrumento de nada. Tienen aquí su aplicación las conocidas palabras de San Bernardo: «amo quia amo», amo por amor. Aunque ese mismo amor debe captar que, frecuentemente, la falta de Dios es la carencia fundamental de muchas personas y la causa de muchos sufrimientos. Por eso, afirma el Papa, quien ejercita la acción caritativa -que no es de unos céntimos o ropa vieja- ha de saber cuándo conviene hablar de Dios o callar sobre Él.
Pero volvamos al amor que languidece o muere por egoísmo. Si nos referimos al matrimonio, se lee en la encíclica que la imagen del Dios monoteísta corresponde al matrimonio monógamo entre hombre y mujer, y que el matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se hace medida del amor humano. Esta fuerza del amor matrimonial lo torna irrompible si el uno vive para el otro, si hay generosidad, comprensión, disculpa, ayuda, lealtad, fidelidad. Si no es así, se diluye; y ese paradigma del amor, que es el vivido entre los esposos, se transforma en modelo del desamor. Tal vez por no entender esto: «El amor es sacrificio; y el sacrificio, por amor, goce» (Forja).
Muchas cosas podrían decirse del amor de amistad. Tomo algunas del fundador del Opus Dei en su conocido libro Surco: ahondamos en la amistad cuando sabemos que los demás son hijos de Dios y que Jesús mandó amarnos los unos a los otros; comprendemos mejor su calado si nos sentimos responsables de nuestros amigos y les ayudamos con el ejemplo, la palabra y las obras; si hacemos con los demás lo mejor que hemos visto hacer con nosotros a padres, maestros, etc.; si enseñamos sin reservas lo que por profesión nos corresponde, amaremos más a los que están cerca; más que lamentarnos del estado de nadie, hay que mostrarle el camino que desande el mal recorrido; es impropio del amigo, del hermano, conservar una lista de agravios; no basta ser sacrificado en muchos detalles, si continuamos apegados a nuestro yo; no es suficiente no hablar mal de nadie, es necesario servir a todos; nunca es buena tarea ser cicatero; debemos ser leales para hablar con cariño, cara a cara, aquello que unos y otros hemos de corregir; no es compatible amar a Dios con un trato egoísta al prójimo; la amistad verdadera supone el esfuerzo cordial de comprender las convicciones de los amigos; es propio del amigo adecuarse a las necesidades de los demás y no al revés; es una verdadera revolución hablar y vivir la nobleza, la honradez, la lealtad, la generosidad... con los otros; desdice de la amistad destacar los defectos ajenos en lugar de quitar los propios, etc. No es un código, ni es exhaustivo, pero puede hacer pensar y rectificar.
Un detalle de la parte segunda de la encíclica, que versa sobre el ejercicio de la caridad en la Iglesia, concebida como una comunidad de amor: la alusión que se hace al Estado, al que se insta a ser subsidiario para que deje en libertad a las personas, las entidades y la Iglesia para ejercer en todas sus dimensiones esta caridad con el necesitado. «El Estado que quiere promover todo, que absorbe todo en sí mismo, se convierte en definitiva en una instancia burocrática que no puede asegurar lo más esencial que el hombre afligido -cualquier ser humano- necesita: una entrañable atención personal.» Incluso ese Estado sería al final menos querido por mermar la libertad de la persona para ejercer el amor.
Deseo finalizar evocando el magnífico himno al amor, a la caridad, que San Pablo escribe en su primera Carta a los Corintios. Sólo transcribo un párrafo demostrativo de que amor es mucho más que dar: «aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía». Un hombre amador y sufrido, San Juan de la Cruz, escribió: «Al atardecer, te examinarán en el amor.»