Cuando Juan Pablo II publicó Centesimus Annus en 1991, la encíclica abrió nuevas perspectivas para la comprensión de la relación entre mercado y moral, entre el respeto a la propiedad privada y los hábitos de consumo atemperados por la moderación cristiana. Reclamó la exploración de nuevos caminos en los que combinar el funcionamiento del mercado con la ayuda a los más débiles. El desafío de Juan Pablo es aún más urgente hoy que se ha comprendido que el comunismo no es una estrategia viable para obtener ni crecimiento económico ni solidaridad con los pobres.
La tarea más urgente es mostrar que el socialismo occidental europeo ha sido también un fracaso. Aunque algunos de los aspectos de su modelo originalmente reivindicaban inspiración y objetivos cristianos, ahora está claro que el estado del bienestar occidental europeo está en colapso. Y mientras muchos países modernos comparten algunos de los problemas vagamente categorizados bajo el "modelo social europeo", es Europa quien desesperadamente necesita una genuina alternativa católica.
La manera más simple de ver el fracaso del amplio estado del bienestar es mirar la demografía de Europa occidental. La implosión demográfica de Europa tiene causas tanto económicas como espirituales. Y el problema demográfico ilustra el defecto más básico del sistema: no es sostenible. El estado del bienestar moderno o estado de asistencia social no puede mantenerse porque ha marginado a la familia.
Estos son los crudos datos demográficos: los europeos no están teniendo suficientes hijos como para cubrir sus propias plazas. Las tasas de fertilidad en los países occidentales industrializados están muy por debajo del nivel de reemplazo, que es de 2,1 hijos por mujer. La tasa de fertilidad estimada para 2005 en la Unión Europea era de 1,47 hijos por mujer. En algunos países, la tasa es aún más baja. Sin embargo, en Francia, aproximadamente un nacimiento de cada tres se produce en una familia musulmana. Si quitamos la influencia musulmana, la tasa de fertilidad del francés europeo nativo o tradicional sería de 1,2, similar a los niveles en Italia y España.
El mandato social
Además de los altos impuestos necesarios para costear los beneficios sociales, las regulaciones laborales imponen severos costes a los jóvenes. La mayoría de países europeos regula los salarios y los horarios, exigiendo sueldos relativamente altos y decretando pocas horas de trabajo. El modelo social europeo también requiere que los empresarios proporcionen generosos beneficios tales como asistencia sanitaria, vacaciones pagadas, baja maternal o paternal pagada, etc.
Estas regulaciones y decretos tienen un efecto negativo en los trabajadores jóvenes ya que aumentan los costes de los empresarios para contratar personal. La productividad de un trabajador con formación o experiencia puede justificar este generoso paquete de beneficios. Pero una persona joven que está empezando puede que no produzca lo suficiente como para cubrir el salario mínimo, y mucho menos aún el paquete de beneficios completo incluyendo asistencia sanitaria y tiempo libre pagado. El resultado es que los jóvenes y los inexpertos son menos atractivos para contratar.
La alta tasa de desempleo contribuye a que los jóvenes se casen y tengan hijos más tarde. Se estima que el 70% de italianos sin casar entre los 25 y 29 años viven con sus padres por los beneficios de tener un hogar subvencionado y de poder emplear sus magros sueldos como dinero para sus gastos.
De modo que el modelo social europeo ofrece altos salarios y excelentes beneficios, para los pocos que tienen trabajo. El sistema excluye a aquellos que no tienen la suficiente formación para ser económicamente productivos. Pero todos empiezan sus vidas laborales no siendo muy productivos, económicamente hablando. En la práctica, esto significa que los jóvenes se quedan fuera del mercado de trabajo justamente en el momento biológicamente idóneo para empezar a formar familias. También significa que aquellos que son intrínsecamente pobres, debido a alguna incapacidad o baja inteligencia, son igualmente excluidos de participar en el mercado de trabajo.
El estado del bienestar también ha contribuido a la marginación del matrimonio. Vivir con los padres no es lo más apropiado para empezar a formar una familia. La edad en que comienza el matrimonio es un factor determinante en el tamaño de la familia: una persona que se casa a los 35 años no va a tener tantos niños como quien se casa a los 23.
Pero este no es el único impacto del estado de asistencia social en cuestiones de fertilidad y matrimonio. La asistencia de por vida por parte del estado desplaza la función económica de la familia. Los mayores ya no necesitan hijos adultos que los mantengan en su vejez. Las mujeres ya no necesitan un marido que las mantenga si tienen un hijo. Los maridos se convierten en una molestia porque el gobierno suministra los beneficios financieros sin las inevitables dificultades de tener que lidiar con un ser humano lleno de defectos como pareja. En este ambiente, los niños se convierten en bienes de consumo, un apéndice opcional del estilo de vida a adquirirse si da la casualidad que a uno le gustan los niños.
El intento del modelo social de contrarrestar las decrecientes tasas de fertilidad aumentando las subvenciones familiares no ha tenido éxito y no es probable que lo tenga en el futuro. La gama de beneficios gubernamentales ofrecidos a las familias es en verdad asombrosa. En los países de la Unión, los padres reciben beneficios por sus hijos, subvenciones para el progenitor que haya dejado de trabajar o que tenga un empleo reducido, subvenciones para hogares monoparentales, subvenciones por el nuevo año escolar y subvenciones para la vivienda.
Problemas maritales
Estos subsidios económicos para tener hijos han fracasado porque son un intento de reemplazar al padre. Pero la seguridad económica ofrecida por los contribuyentes no puede reemplazar el apoyo mucho más profundo que un matrimonio duradero puede dar a una mujer y sus hijos. Tener hijos sin casarse es inherentemente más arriesgado y caro que educar a los niños dentro de una sociedad matrimonial vitalicia que funcione. Difícilmente causa sorpresa que la gente escoja tener menos hijos en una situación social en la que los matrimonios son inestables.
El modelo social ha fallado incluso en el terreno cultural y social. Porque ahora el matrimonio se considera algo opcional para tener hijos. Las parejas tienen hijos primero, ven si la relación funciona y luego, quizás, se casan después del nacimiento de su segundo hijo. Los altos niveles de asistencia social posibilitan esa actitud informal hacia el matrimonio.
El entendimiento y hasta la definición misma de lo que significa matrimonio ha sido radicalmente cuestionado. A finales de los años 90, algunos demógrafos consideraban que el "modelo holandés" era el nuevo modelo para Europa. Los holandeses habían combinado una ley familiar liberal con un estado del bienestar generoso y con una sorprendente actitud tradicional acerca del matrimonio. Pero ya no. Desde la agitación por legalizar las uniones del mismo sexo, la inclinación holandesa a casarse ha decaído y el porcentaje de nacimientos fuera del matrimonio ha aumentado del 18% en 1997 (cuando la ley empezó a permitir que se registraran las uniones) al 31% en 2003.
Huelga decir que un verdadero modelo social cristiano no se habría permitido caer en una situación tan confusa sobre el significado de algo tan básico como el matrimonio. La combinación de laicismo, que desanima a que la gente busque un sentido más profundo que sobrepase lo material, unido al socialismo que intenta satisfacer solamente las necesidades materiales, ha llevado a esta extendida confusión social.
Además, la presencia de una poderosa minoría islámica dentro de la misma Europa acrecienta la urgencia de resolver el problema demográfico. Europa está importando trabajadores del mundo islámico para que hagan esos trabajos tan poco productivos que no pueden ser acomodados en la red de protección social. Estos inmigrantes no están siendo asimilados en la cultura europea. Y se están reproduciendo a un ritmo más rápido que los europeos tradicionales.
Esa es la estocada final al modelo social europeo. El islam cree en sí mismo, de una manera que la Europa laica no lo hace ni puede hacerlo. Francia parecía incapaz de enfrentarse a los árabes en los disturbios del otoño pasado. Los holandeses se pusieron nerviosos con el asesinato de Theo van Gogh, pero las autoridades parecían asustadas por tener que enfrentarse al hecho que quien perpetró el asesinato era un extremista islámico que sentía total justificación para estar cerca de degollar a un "infiel" en plena vía pública.
Porque en el fondo, el laicismo es una solución de compromiso. Es una forma de evitar conflictos evitando enfrentarse a los temas que verdaderamente son importantes. No obstante, nadie puede sacrificar realmente su vida, su corazón y su mente en nombre de un acuerdo de mínimos. El islam no tiene esas reticencias. Puede que el islam gane porque cree en sí mismo, algo que el Occidente europeo laico no hace.
Este artículo es la adaptación de un discurso dado por Jennifer Roback Morse el 21 de Enero, parte de la serie de conferencias del Instituto Acton conmemorando el 15 aniversario de Centesimus Annus en el Pontifical North American College de Roma.
La Dra. Jennifer Roback Morse es investigadora especialista en Economía del Instituto Acton para el estudio de la religión y la libertad y autora del libro: "Smart Sex: Finding Life-long Love in a Hook-up World".
*Traducción por Miryam Lindberg del artículo original.
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