El año pasado mis hijos fueron a un concierto del conocido grupo musical U2. En medio de la función me llamaron por el móvil para que yo también oyera una canción que me gusta muchísimo: Contigo o sin ti. Ahí, en medio del loco griterío de miles de jóvenes, lo último que se podía oír era al grupo muscial. Tampoco importaba. Me encantó la llamada, y me encantaron esas voces a todo pulmón. Se me ocurrió entonces cuán bello sería un grito así, pero en sentido espiritual. O sea, un grito que saliera...
El año pasado mis hijos fueron a un concierto del conocido grupo musical U2. En medio de la función me llamaron por el móvil para que yo también oyera una canción que me gusta muchísimo: Contigo o sin ti. Ahí, en medio del loco griterío de miles de jóvenes, lo último que se podía oír era al grupo muscial. Tampoco importaba. Me encantó la llamada, y me encantaron esas voces a todo pulmón. Se me ocurrió entonces cuán bello sería un grito así, pero en sentido espiritual. O sea, un grito que saliera de las mismas entrañas, que hiriera el misterio de la vida, que contuviera todo el dolor y toda la amargura existencial del corazón humano, también su gozo y su alegría. Y no me estoy refiriendo al prestigioso cuadro de Munch que lleva este mismo título. Un grito así sólo puede ser una llamada a la fe, una llamada a Dios: ¿Quién, si no, puede dilucidar todas las cosas que permanecen ocultas? ¿Quién, si no, puede torcer el destino, dominar las desatadas fuerzas del mal, calmarnos, hacernos felices?
Necesitamos a Dios. Lo necesitamos en un mundo cada vez más tenebroso, en una realidad siempre precaria por su carácter imprevisible. No es sólo un estúpido anhelo, un tener donde agarrarse, como me dijo alguien una vez. Dios es una realidad absolutamente increíble para millones de personas. Gritemos, pues, su nombre, llamémoslo, y vendrá a nosotros y tomará posesión de nuestra alma y nos invitará al sacrificio incruento de su pasión (Eucaristía), que su Iglesia celebra todos los días a lo largo y ancho del mundo. El Señor está esperando que lo llamemos, mejor dicho, que respondamos a su llamada.
No faltará quien piense que me paso de ilusa, de ingenua, que hoy los jóvenes (y los no tan jóvenes) están por lo general en otro rollo, que pretender catequizar hoy en día es peor que predicar en el desierto; sin embargo, cualquier escrito de tipo espiritual que inspire o despierte alguna vez a alguien, estaría plenamente justificado.
Para el que tiene fe, la vida deja de ser fruto del caos, deja de ser una especie de trayectoria casual que evolucionó en la tierra desde el mono hasta ahora (como piensan los darwinistas). Ya sabemos que evolución y creación divina no son incompatibles, pero la vida es un asombro tan grande que difícilmente vamos a negar el plan de Dios a cambio de un supuesto azar.
En fin, que la vida nunca dejará de asombrarnos, el asombro de estar vivos aquí y ahora, cuando antes sólo éramos un proyecto en la mente de Dios, el asombro de saber de alguien con un poder absoluto sobre todas las cosas, pero que nos dejó a nosotros decidir sobre el destino eterno de nuestra alma.
Gritemos, pues, su nombre, aunque no nos salga el menor sonido de los labios. Gritemos con el corazón, con el alma, con todas nuestras fuerzas; que nuestro grito sea, desde lo más hondo, una callada oración a ese Amor que llama al amor.
Katty Reyes de la Jara
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