En las Confesiones, al narrar San Agustín su acercamiento a la fe católica, hace una referencia a las escuelas filosóficas que le habían decepcionado previamente. Dice de ellas que despreciaban la fe, prometían con temeraria arrogancia la ciencia, “y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar”. Así en los siglos IV-V, y así ahora. La fe cristiana admite que hay cosas que no se pueden demostrar, lo que no significa que sean irracionales, sino que exced...
En las Confesiones, al narrar San Agustín su acercamiento a la fe católica, hace una referencia a las escuelas filosóficas que le habían decepcionado previamente. Dice de ellas que despreciaban la fe, prometían con temeraria arrogancia la ciencia, “y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar”. Así en los siglos IV-V, y así ahora. La fe cristiana admite que hay cosas que no se pueden demostrar, lo que no significa que sean irracionales, sino que exceden la capacidad intelectual de los humanos. Si sucediera de otro modo, los hombres seríamos dioses. Pero la fe no corta las alas a la razón, ni tampoco sucede lo contrario. Lo recordaba Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio . Basta traer aquí los títulos de los capítulos II y III: ‘‘Credo ut intellegam’’ –creo para entender–, es decir la fe no interviene contra la razón; en todo caso, la orienta, la perfecciona, la purifica. ‘‘Intellego ut credam’’ –entiendo para creer–, que viene a significar que el recto uso de la razón no es contrario a la fe, sino que sitúa a las puertas de ella, y le presta su concurso para que se verifique aquello de San Anselmo: ‘‘Fides quaerens intellectum’’, que, dentro de unos límites, la fe se entiende más con el servicio del intelecto. Eso es la teología.
Hoy día, como en los tiempos de Agustín de Hipona, se desprecia la fe, e igualmente la razón, de maneras diversas, pero también en nombre de un cientificismo, en ocasiones acríticamente recibido y, a veces, en franca lucha contra el hombre; o en virtud de lo políticamente correcto; o tal vez a causa del pensamiento dominante, que es relativista, débil o nihilista; pensamiento aniquilador del hombre y su libertad, y también del sistema democrático aunque alegremente pensemos lo contrario.
Esa realidad lleva a situaciones que serían cómicas si no fuesen dramáticas. Vivimos en un momento de exaltación de la libertad –lo que, en principio, me resulta sumamente agradable–, pero, a la par, asistimos a su debilitamiento porque se impone un pensamiento que impide su ejercicio en bastantes campos: se admite la burla de unas religiones, pero no de otras; puede ser expedientado un profesor si es acusado –con razón o sin ella– de homófobo, por ejemplo, o sencillamente piensa en católico sobre determinados temas, cosa al parecer ilícita; no se permite difundir ciertos valores en la escuela –siempre en nombre de la libertad–, mientras se exaltan otros que para muchos son contravalores. Baste un ejemplo: resultaría peligroso en un centro estatal hablar a los alumnos a favor de la vida y contra el aborto, mientras que sería bien visto si hace lo contrario o se explican con detenimiento los diversos modos de disfrutar del sexo.
He citado el relativismo y el pensamiento débil como corrientes que muchos viven, quizá sin saber que existen. Aquello del griego Heráclito –nada es, todo cambia– se ha instalado en muchas mentes. Y el cambio no es malo, más aún, frecuentemente es necesario. Pero si se pierde todo asidero firme, si no hay convicciones, la vida se vuelve superficial, incluso sin pretenderlo. Y los nuevos dogmas van prendiendo casi insensiblemente. Y sucede esto: “Mientras no luches contra la frivolidad, tu cabeza semejará al puesto de un chamarilero: no guardará más que utopías, ilusiones y... trastos viejos” ( Surco ). Sí, utopías e ilusiones sin hechos o con un mínimo calado, sin capacidad de ahondar ni en el propio ser ni en el de los demás, ni en el de Dios. Y trastos viejos, por ejemplo, el cuidado excesivo de la imagen, que acaba desvirtuando la realidad, a la que se coloca una careta y unos modos, que ocultan lo que hay detrás. O ideas nuevas , como el laicismo de siglos pasados.
Los nuevos dogmas giran en torno al poder, al dinero, a la libertad sexual absoluta, a una democracia encorsetada, al consumismo, a un cuidado del cuerpo y de la salud que, siendo algo necesario, se lleva a límites de obsesión y miedo; a la exaltación de la ecología –algo muy bueno– pero, mientras, se desprecia la ecología de la mente, de la vida del feto, del embrión o del anciano. Se ha dejado la naturaleza, el hombre, la esencia de las cosas, la verdad. Y se van cambiando por modos ligeros de pensar y vivir. Basta escuchar algunas conversaciones u oír radio y ver televisión. Con mucha frecuencia, se vende vaciedad porque la vaciedad vende. Quizá por una razón muy sencilla: la superficialidad es cómoda, introduce vidas ficticias, no exige compromisos serios, no se gasta la libertad. Pero resulta lo contrario: se malgasta en banalidades que no construyen la persona, la esclavizan o la hacen incapaz de responsabilidades y lealtades firmes. Estas hacen grande la libertad; lo otro la vuelve mezquina. Y muere también el amor, porque sin esa libertad grande –que exige entrega, sacrificio, reflexión, autocrítica, donación–, el cariño no llega muy lejos.
Los modelos que la sociedad imita –tomados del cine, medios de comunicación, triunfadores del dinero, la política o la canción– no suelen ayudar a profundizar en los temas importantes. Hay que buscar una educación optimista, positiva, que proponga modelos y valores que guíen el conocimiento hacia lo profundo, que muevan a una acción más esencialmente humana. “La superficialidad no es cristiana”, dice un autor contemporáneo. Tampoco humana, según pienso. No construye bien la persona ni la sociedad, no pone cimientos, edifica sobre arena. Las palabras que siguen están escritas en clave cristiana, pero, al menos en parte, pueden hacernos pensar a todos y encarar la vida con optimismo: “Para amar de verdad es preciso ser fuerte, leal, con el corazón firmemente anclado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo la ligereza insubstancial cambia caprichosamente el objeto de sus amores, que no son amores sino compensaciones egoístas. Cuando hay amor, hay entereza: capacidad de entrega, de sacrificio, de renuncia. Y, en medio de la entrega, del sacrificio y la renuncia, con el suplicio de la contradicción, la felicidad y la alegría. Una alegría que nada ni nadie podrá quitarnos” (San Josemaría).
Las Provincias, 20 de febrero de 2006