Las 12 del mediodía, hora del Ángelus. Jean-Francois Millet pintó ese momento con las manos recogidas y las cabezas inclinadas de una pareja de campesinos, que abandonan sus herramientas para rezar. El rezo del Ángelus, de Millet, nos presenta ese momento en el que toda actividad humana debería cesar para volver a vivir –como una Encarnación ininterrumpida– la entrada de Dios en el mundo.
Esta hermosa oración de la Iglesia recuerda la irrupción de Dios en el tiempo para inaugurar la nue...
Las 12 del mediodía, hora del Ángelus. Jean-Francois Millet pintó ese momento con las manos recogidas y las cabezas inclinadas de una pareja de campesinos, que abandonan sus herramientas para rezar. El rezo del Ángelus, de Millet, nos presenta ese momento en el que toda actividad humana debería cesar para volver a vivir –como una Encarnación ininterrumpida– la entrada de Dios en el mundo.
Esta hermosa oración de la Iglesia recuerda la irrupción de Dios en el tiempo para inaugurar la nueva era de los hijos de Dios, y convertir la creación en re-creación. Pero Millet ha sabido plasmar otra eclosión de lo eterno en lo temporal en los labradores que apartan los aperos de la labranza, para quedar inmóviles ante el Misterio y dejar entrar al Señor –al menos durante unos minutos– en su rutinaria labor de cada día. Otra encarnación, o la misma Encarnación más próxima aún si cabe: la de Dios que viene a nuestra faena diaria –si lo dejamos– para santificarla, para acompañarnos, para iluminarnos.
La contemplación de ese cuadro me ha puesto muy difícil no detenerme a las 12 del mediodía para rezar: haga lo que haga, sé que en ese momento debo detenerme, hacer una pausa, recordar que, si ahora una fracción del Misterio se cuela con la luz del mediodía, llegará un día sin ocaso en el que la Luz ocupará toda la eternidad. Cada vez que El Ángelus, de Millet, vuelve a mi memoria, recuerdo que es inútil ganar el mundo entero si se pierde mi alma, y sé que mi alma puede perderse si mantengo a Dios demasiado lejos de mis cosas, por triviales que sean. Tenemos que abrir una fisura en la pared de nuestros agobios y quehaceres, que permita la entrada de Dios en lo cotidiano.
Permitidme que acabe con una pequeña anécdota: yo, como Millet, soy hija de una familia de pueblo. A mí, como a él, no me resultan extraños el arado, la guadaña, el trillo, el carro, el trigo y el horizonte. Aunque he crecido en una enorme ciudad como Buenos Aires, ser hija de inmigrantes venidos de un pequeño pueblo de Castilla, me ha permitido siempre reconciliar el campo y el asfalto. La vida ha dado una de sus caprichosas vueltas, y ahora tengo ocasión, una o dos veces al año, de recorrer esos campos que antes sólo podía imaginar al filo de alguna anécdota que mis abuelos o mis padres me contaban de sus años de trabajo campesino. En los largos paseos matutinos que mi padre y yo hacíamos por la mañana, las 12 se presentaban ante mí, aun antes de mirar el reloj, anunciándome el momento de rezar el Ángelus. La primera vez sentí reparos de proponer a mi padre que lo rezáramos juntos, pero su respuesta me emocionó: «Mi madre siempre lo rezaba». Millet no se equivocó al pintar la religiosidad de una gente sencilla (tal vez ignorante), pero que sabía reconocer lo sagrado y darle su sitio en el acontecer de cada día. La respuesta de mi padre lo ha confirmado.
Dora Rivas
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