LA VERDAD DEL MATRIMONIO
El Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar en Valencia, centra aún más nuestra mirada y desvelos en esta institución que es clave para la Iglesia y para el mundo. Ahora es un tiempo especialmente oportuno para realizar algo que decía Juan Pablo II: "Es preciso redescubrir la verdad, la bondad y la belleza de la institución matrimonial que, al ser obra de Dios mismo a través de la naturaleza humana y de la libertad del consentimiento de los cónyuges, permanece como realidad personal indisoluble, como vínculo de justicia y amor, unido desde siempre al designio de la salvación y elevado en la plenitud de los tiempos a la dignidad de sacramento cristiano. Esta es la realidad que la Iglesia y el mundo deben favorecer. Este es el verdadero favor del matrimonio."
Estas palabras pertenecen a su discurso del año 2004 a la Rota Romana. El parlamento del Papa está dedicado principalmente al favor iuris de que goza el matrimonio, de manera que en la duda se ha de estar por la validez del mismo, a menos que se demuestre lo contrario.
Pero el Pontífice -prácticamente al final de su discurso, del que son las palabras iniciales de este artículo- fue mucho más allá de la mera consideración jurídica, a la vez que le aportaba una enérgica y profunda apoyatura. Para estar a favor del matrimonio es necesario descubrir su verdad, su bondad y su belleza. El Papa invita a buscar la raíz de la institución matrimonial para darle todo el valor que tiene y salvarla de frivolidades, consideraciones parciales o superficiales.
Tan claro tenía Juan Pablo II el valor de la familia nacida del matrimonio, que repitió en múltiples ocasiones palabras como éstas: "¡El futuro de la humanidad se construye en la familia! Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia". Desde luego no se cumple ese fin cuando, como afirmó la Conferencia episcopal española, se ponen en marcha iniciativas legales con las que sucede lo mismo que cuando se fabrica moneda falsa: se devalúa la moneda verdadera y se pone en peligro todo el sistema económico. Pretender equiparar al matrimonio otras realidades completamente ajenas a esta institución milenaria -desde que el mundo es mundo- es introducir un peligroso factor de disolución de la institución matrimonial y, con ella, del justo orden social. Triste privilegio este de ser adelantados en la disgregación de la más antigua y entrañable organización de la humanidad.
PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD
Esta pretensión no pasaría por cabeza alguna si tratamos de redescubrir la verdad, la bondad y la belleza de la institución matrimonial. Las realidades que contienen esas características suelen ser declaradas patrimonio de la humanidad, con el fin de que se custodien, no se deterioren, ni varíen su esencia. ¿No merece la familia milenaria ser patrimonio de la humanidad para que preservemos su intrínseca naturaleza?
Escribí estas palabras en “Las Provincias” el 25 de octubre de 2004. Poco más de un año después, Benedicto XVI sostenía ante un numeroso grupo de obispos americanos: “vuestro deber de pastores es presentar en toda su riqueza el valor extraordinario del matrimonio que, como institución natural, es patrimonio de la humanidad”. No busco una vanidad tonta; solo quiero expresar la alegría de que se ha cumplido con creces aquel deseo al proclamarlo el líder primero de la humanidad.
Benedicto XVI, en su todavía corto pontificado, ha hablado repetidas veces de la institución matrimonial. Por ejemplo, en un discurso a un congreso de la diócesis de Roma -con una orientación muy semejante a la que tendrá el Encuentro de Valencia: transmisión de la fe en la familia-, el Papa afirmaba: “El presupuesto por el que hay que comenzar (...) sigue siendo siempre el significado que el matrimonio y la familia tienen en el designio de Dios, creador y salvador”. Por eso añade inmediatamente que el matrimonio y la familia no son algo casual, ni fruto de situaciones coyunturales variables. “La justa relación entre el hombre y la mujer –dice- hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo puede encontrar su respuesta a partir de éste”. No valen superficialidades ni encuestas. Es necesario ahondar gozosamente en algo más profundo y esponjante cuando se descubre a fondo: ¿quién soy yo?, lo que conduce -sigo atendiendo al citado discurso- a otro interrogante: ¿Existe Dios? ¿Quién es Dios? Ya hablaba el Papa allí de amor, como en su primera encíclica: Dios existe y es amor, por lo que la vocación al amor –inseparable de su semejanza con Dios por la inteligencia, la voluntad, y los afectos- es lo que hace al hombre auténtica imagen de Dios: “se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en alguien que ama”.
LIBERTAD PARA AMAR FIELMENTE
Amar supone la entrega total de los esposos, con sus peculiares notas de exclusividad, fidelidad, permanencia en el tiempo y apertura a la vida, diría Benedicto XVI en otro discurso del pasado diciembre. Amar exige entrega, donación y, por tanto, un ejercicio de la libertad que no es el que muchos consideran: bien en la falta de un compromiso cerrado o, aún más simplemente, en gozar de la vida. “La verdadera expresión de la libertad –vuelvo al discurso de Roma- es, por el contrario, la capacidad de decidirse por un don definitivo, en el que la libertad, entregándose, vuelve a encontrarse plenamente a sí misma”. Con otras palabras: compromisos hondos y serios; al contrario, ese otro uso ligero de la libertad es el que empobrece al ser humano. Hablando a los jóvenes, el pasado mes de agosto, el Papa aseveraba que “la libertad no quiere decir gozar de la vida, considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera, nosotros mismos, verdaderos y buenos”.
Por tanto, la libertad que busca amar en el matrimonio no puede ser mezquina, miedosa o empequeñecedora, como en ningún tipo de amor, pero con las peculiaridades de este gran sacramento, como lo llamó San Pablo. En esta comunidad de vida y amor se verifica, de modo muy claro, que también el cuerpo del hombre y de la mujer no son sólo algo biológico, sino expresión y cumplimiento de nuestra humanidad. Esto sirve para cualquier estado, pero en el matrimonio significa que la sexualidad ha de integrarse de tal modo que se abra a la vida, sea parte de un verdadero amor y exija la fidelidad y perseverancia hasta que la muerte separe a los cónyuges.
FRUTOS DEL AMOR
Esta apertura a la vida, si Dios quiere, proporciona los hijos, agranda la familia y abre un nuevo capítulo al amor, a la entrega –que es gozo y también es dolor- para criarlos, educarlos, encauzarlos, etc. etc. Esto daría lugar a nuevos aspectos de intensa humanidad: la formación de los padres para alimentar y educar a sus hijos según sus convicciones, el ejercicio sin trabas del derecho a la creación de centros educativos, con un Estado subsidiario y no detentador primero del derecho a educar, políticas familiares generosas, transmisión de la fe en la familia, etc. Una palabra sobre este tema: transmitir la fe es comunicar conocimientos, pero sobre todo vida: de piedad, sacramental, de conducta cristiana manifestada en el ejercicio de las virtudes; enseñanza de una libertad responsable, apertura a la vocación que Dios dé a los hijos, fomento de la misma, y alegría cuando exige mas desprendimiento, etc.
Ayudarían a pensar estas palabras de Ortega y Gasset: "El hijo no es del padre ni es de la madre; es unión de ambos personificada y es afán de perfección modelada en carne y alma". Así cada hijo es un don de Dios que excede con mucho cualquier tarea de índole natural que se pueda realizar. Pienso que sólo aquello que es plenamente sagrado puede superarlo. Participar en el poder creador de Dios es una parte importantísima de la verdad y belleza de la familia. También cuando los hijos no vienen, porque puede volcarse toda la fuerza de amor conyugal en la adopción y en las muy variadas formas de darse a los demás. En cambio, "el egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone a ese amor de Dios que debe imperar en nuestra vida", decía san Josemaría. También dan para pensar estas palabras de Guerrazzi en su Epistolario : "El matrimonio es el sepulcro del amor; pero del amor loco, del amor sensual".
Afirmaba Lacordaire que "la sociedad no es más que el desarrollo de la familia; si el hombre sale corrompido de la familia, corrompido entrará en la sociedad". Es cierto que el hombre es libre y puede degenerarse teniendo una familia llena de valores, pero no es menos cierto que sería más difícil. Una familia que lucha por la fidelidad, que se esfuerza porque haya comprensión, cariño y perdón entre sus miembros, que sabe poner en marcha la generosidad, libertad y responsabilidad de todos; que evita el consumismo y aprende a valorar lo que tiene sin buscarlo desmedidamente; una familia así es un tesoro social.
Una consideración final para los que piensan que a veces el amor se termina. Sólo la falta de abnegación, el pensar en uno mismo, la deficiencia de tolerancia y de espíritu de servicio, el egoísmo en una palabra, son quienes destruyen el cariño. Así expresaba san Josemaría estas ideas: "Pobre concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento, un ideal y una vocación- el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor: une más el sacrificio generosamente compartido".
Pablo Cabellos Llorente
6 de febrero de 2006
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