«¿En qué me gustaría trabajar? Está claro: de funcionario»: esta forma de pensar es bastante común en la mayoría de las personas que se plantean su vida laboral. Si hace algunos años estaban de moda otras opciones más arriesgadas, la actual precariedad del mercado laboral hace que muchos trabajadores deseen una vida profesional más estable, con un empleo fijo hasta el final de la vida activa. En el fondo de esta situación subyace el afán de seguridad: por un lado, la oferta de empleo público es una garantía de estabilidad en el futuro para los trabajadores; por otro, el Estado es también el principal beneficiado de la existencia de una base suficiente de funcionarios, en una especie de simbiosis que a todos debería beneficiar
En nuestros días asistimos al fenómeno del desmesurado crecimiento del Estado moderno. Los ciudadanos nos hemos ido acostumbrado a ceder cada vez más competencias al Estado, en múltiples materias, y, por consiguiente, la Administración no ha dejado de crecer para dar servicio a la cada vez mayor cantidad de obligaciones que ha asumido. No hay duda de que el llamado Estado del bienestar tiene su base en esta concepción de la Administración pública: prestaciones sanitarias, administrativas, judiciales, policiales, educativas… necesitan multitud de funcionarios públicos y, por tanto, una ingente partida presupuestaria. Al fin y al cabo, son los ciudadanos los que, con sus impuestos, pagan para ser beneficiarios de estos servicios. Sin embargo, uno de los riesgos de esta situación es la excesiva dependencia de los ciudadanos del llamado Papá Estado, de modo que, en algunos momentos, la demanda de servicios podría ser mayor que las prestaciones que el Estado puede conceder. Paradigma de todo ello es la gran cantidad de pensiones de jubilación –en constante incremento– que el Estado se ve obligado a mantener, acuciado además por una preocupantemente baja tasa de natalidad. No está de más preguntarse si, con una política que favoreciese la formación y el mantenimiento de la familia, esta situación podría ser mitigada en buena medida. No cabe duda de que una pirámide poblacional más equilibrada solucionaría muchos de los problemas a los que se está enfrentando, ya en nuestros días, toda Europa.
En contraste con esta situación, hace unos meses, el ministro de Administraciones Públicas sorprendía a propios y extraños con el anuncio de un plan para rejuvenecer la Administración del Estado, previsto para el año 2007. Según este plan, los 2.358.864 empleados públicos que existen hoy en España podrían alcanzar la prejubilación ya desde los 58 años de edad; esta cifra supone el 11% de los trabajadores que actualmente trabajan para el Estado. Todo ello supondría un desembolso de 1.500 millones de euros en cuotas de prejubilación, sin contar lo que implicaría la renovación de las plazas vacantes, pues hay que tener presente que el plan no está orientado a eliminar puestos de trabajo, sino a sustituir a unos trabajadores en activo por otros, en principio, más jóvenes –aquí surge otro problema: en el caso de una oferta de empleo público, ¿no sería hacer discriminaciones por razones de edad, si se acota la oferta sólo a aspirantes jóvenes?–
Con este anuncio vuelve a estar en el aire la sospecha de que quien llega al poder intenta hacer de la Administración pública un coto de trabajadores afines, en una suerte de caciquismo cuya máxima sería: Trabajo por votos. Si en alguna parte se da esta situación, no es menos cierto que sobre los funcionarios en general ha recaído un sambenito injusto, pues en realidad el eje principal de su labor es el bien común de todos los ciudadanos.
¿Vuelva usted mañana?
Otro de los tópicos que ha recaído siempre en España sobre las espaldas de los funcionarios es el de constituir una burocracia –la misma palabra ya ha alcanzado connotaciones negativas– lenta, pesada, impersonal, apática, desinteresada y en la que rige la ley del mínimo esfuerzo. De ahí nació la expresión Vuelva usted mañana, inmortalizada por Mariano José de Larra en su personal retrato del funcionario español. La imagen no deja de ser injusta, pues al esfuerzo del Estado por modernizarse e incluir en sus servicios las facilidades que otorgan las nuevas tecnologías –ofreciendo servicios como, por ejemplo, la ventanilla electrónica–, se suma el esfuerzo diario de miles de profesionales que, no en vano, han accedido a su puesto de trabajo superando la dura prueba de una oposición en la que se evalúa su aptitud para el puesto que pasan a desempeñar. Quizá la visión del trabajo de funcionario como una especie de chollo, que garantiza un trabajo de por vida, debería ser sustituida por una visión más realista, que centre su atención en la responsabilidad que supone un empleo que, por sus especiales características, contiene una buena carga de servicio público.
Sobre el trabajo como un servicio al prójimo, afirma el profesor Antonio Ruiz Retegui, en el libro Deontología biológica, en su capítulo sobre La ética del trabajo: «El trabajo debe ser realizado con espíritu de servicio. El saberse parte de un todo debe conducir al hombre a una actitud de generosidad. Igual que él ha recibido un mundo de sus mayores, debe preocuparse del mundo que dejará a sus hijos. Así como el trabajo del hombre hunde sus raíces en la tarea que realizaron los que le precedieron, también los que vengan detrás recibirán el mundo que nosotros les dejemos. La responsabilidad de esta transmisión debe conducir a no transmitir un mundo constituido exclusivamente por nuestros hallazgos o por nuestros problemas. Nosotros hemos podido conseguir nuestros logros y hemos afrontado serenamente nuestros problemas desde la amplia base del conjunto que hemos recibido. Si sólo transmitiéramos nuestros problemas, dejaríamos a las generaciones futuras en una situación mucho más precaria que la nuestra».
Unas relaciones humanas
Otro de los mitos que ha recaído durante años sobre la burocracia es el de la impenetrabilidad. Un hito literario que recoge este mito es El proceso, de Franz Kafka. Cuenta la historia de Josef K., detenido y encarcelado un día sin que sepa el motivo. Al intentar indagar sobre las causas de su situación, se topa con razones incomprensibles y una burocracia infinitamente enrevesada, sin encontrar nunca el objetivo que busca. Josef K. deambula por pasillos larguísimos, oficinas inverosímiles, empleados impersonales… No en vano, en esta obra Kafka realiza una crítica del panorama político en el que vivía –además de recoger de alguna manera su propia experiencia como oficinista–. Hasta ahora, el funcionamiento a veces absurdo de la burocracia es calificado, en el lenguaje corriente, como kafkiano.
Según el periodista e historiador Isaac Deutscher, «el término burocracia sugiere el dominio del bureau, del aparato, de algo impersonal y hostil que ha adquirido vida y poder sobre los seres humanos… En otras palabras, nos enfrentamos aquí, de lleno y directamente, con la reificación de las relaciones entre seres humanos, convirtiéndolos en mecanismos, en cosas».
Trabajar para el Estado no es algo nuevo. Ya en Roma se desarrolló una nutrida red de empleados que trabajaban para la mejor organización del Imperio, y para mantener al máximo la centralización –curiosamente, en nuestro país estamos asistiendo al fenómeno contrario: en España, la Administración autonómica integra ya al mayor número de empleados públicos (más del 49%), y la Administración local llega ya al 24%–. Otros emblemas de una burocracia ingente han sido el régimen nazi y el soviético. Parece que, a lo largo de la Historia, se reproduce, de vez en cuando, una cierta tensión entre el crecimiento desmesurado del Estado –que adquiere progresivamente las características de una figura parental– y la iniciativa de los ciudadanos, entre control y libertad, entre Papá Estado y el empeño personal e individual. Las lecciones que nos da la Historia –especialmente la del siglo XX– es que la sumisión acrítica al aparato estatal conduce a consecuencias funestas; y es que también los ciudadanos tienen una responsabilidad en la supervisión de las acciones del Estado, responsabilidad que por el bien de todos no se debe eludir.
En este sentido, también afirma Ruiz Retegui que, «en la medida en que se confía la humanización de los ámbitos de trabajo a estructuras organizativas cada vez más perfectas, se produce un alejamiento del único principio que podría conducir a la deseada humanización; es decir, se está induciendo un tratamiento de la persona sólo como parte, y por lo tanto se la está separando –alienando– de su verdad. Si, como hemos visto, las relaciones propias de la pluralidad humana, entre las que deben contarse las relaciones de trabajo, no son ajenas a la humanidad del hombre, sino que están íntimamente articuladas con ella, las relaciones de trabajo deben ser relaciones propiamente humanas. Éste es uno de los aspectos sobre los que penden equívocos más graves, pues quizá sea en este aspecto donde más violentamente inciden las consecuencias de considerar al hombre exclusivamente como un ser para el trabajo».
Juan Luis Vázquez
Militares: ¿funcionarios de segunda?
No parecen correr buenos tiempos para los militares españoles. La reciente polémica protagonizada por el Teniente General José Mena ha colocado en primer plano de actualidad la cuestión de si los militares en nuestro país con sus ordenanzas reglamentarias gozan de los mismos derechos que el resto de los funcionarios. Para don José Conde Monge, Presidente de la Asociación de Militares Españoles, «a los militares los distingue su propia misión: el militar español está dispuesto hasta entregar su vida en el desempeño de su función, mientras que el resto de funcionarios no. Por otra parte, el militar no tiene libertad de expresión, porque tiene que someterse a censura previa, algo que la Constitución prohíbe taxativamente; además, tampoco puede el militar asociarse ni sindicarse, y la retribución que cobran es sensiblemente menor a la del funcionario civil, aun cuando tienen dedicación plena y entrega total a sus funciones. Por todo ello, los militares nos sentimos infravalorados totalmente, sobre todo por no poder expresar nuestras opiniones, y eso se traduce en que al político le viene muy bien que el militar esté callado; y estamos así desde el año 1978».
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
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