En el inicio de 2006, Mons. Javier Echevarría ha escrito una carta a las personas del Opus Dei y cooperadores. Recogemos los párrafos que, en esa carta, se dedican a la necesidad de fortalecer la institución familiar.
01 de enero de 2006
En este tiempo de Navidad, la Sagrada Familia ocupa de modo especial el centro de nuestras miradas. Por eso, resulta lógico que, al contemplar a la trinidad de la tierra, acuda a nuestro corazón, junto a la gratitud y a la adoración, la petición para que en todas partes se respete y se defienda la verdadera naturaleza y dignidad de la institución familiar; y para que especialmente las familias cristianas sean un reflejo del hogar de Nazaret. Así lo leíamos en la plegaria que la liturgia ponía en nuestros labios el pasado 30 de diciembre, fiesta de la Santa Familia de Jesús, María y José, invitándonos a rezar: Señor y Dios nuestro, que nos has dado en la Sagrada Familia de tu Hijo el modelo perfecto para nuestras familias: concédenos practicar sus virtudes domésticas y estar unidos por los lazos de tu amor, para que podamos ir a gozar eternamente, con los tres, de la alegría de tu casa. (Misal Romano, Fiesta de la Sagrada Familia, Colecta).
En su última intervención pública sobre este tema, cerca ya del final de sus días, el Santo Padre Juan Pablo II recordaba que «precisamente contemplando el misterio de Dios que se hace hombre y encuentra acogida en una familia humana, podemos comprender plenamente el valor y la belleza de la familia». En efecto, continuaba el Papa, «la familia no sólo está en el centro de la vida cristiana; también es el fundamento de la vida social y civil y, por eso, constituye un capítulo central de la doctrina social cristiana». (Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la Asamblea del foro de las Asociaciones familiares, 18-XII-2004).
También Benedicto XVI insiste en la importancia de comprender a fondo el significado del matrimonio y de la familia en el designio divino, frente a quienes se obstinan en reducirlos a meras construcciones humanas y, por tanto, susceptibles de reformas arbitrarias con el pasar de los tiempos. En realidad —señala el Papa— , el matrimonio y la familia no son una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ahí puede encontrar su respuesta. Es decir, no puede separarse de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no puede separarse del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?. (Benedicto XVI, Discurso en la apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6-VI-2005).
Al suscitar estos interrogantes, el Papa recuerda algunos principios fundamentales de la Sagrada Escritura; entre otros, que el hombre ha sido creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama (Ibid). Y el amor, lo sabemos bien, se alza como lo más opuesto al egoísmo.
San Josemaría nos repitió que nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo. Nos enseña [la fe] que la regla de nuestro vivir no debe ser la búsqueda egoísta del placer, porque sólo la renuncia y el sacrificio llevan al verdadero amor: Dios nos ha amado y nos invita a amarle y a amar a los demás con la verdad y la autenticidad con la que Él nos ama (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 24). Sólo con esta convicción, llevada un día y otro a la conducta personal, al propio hogar, al lugar de trabajo, etc., se podrán refutar con eficacia —con la ayuda de la gracia— las ideas erróneas y lograr que vuelvan a Dios las personas que las sustentan.
Una de las consecuencias inmediatas de esa vocación original al amor se centra en que nadie se pertenece exclusivamente a sí mismo. Todos nos hallamos firmemente entrelazados por los vínculos del mismo origen y del mismo fin, que tienen su fundamento en Dios. Todos estamos llamados a asumir nuestra responsabilidad personal por el bien de la sociedad, cada uno según las circunstancias de su propia situación. En el caso de la familia y del matrimonio, queda claro que las leyes que regulan esas instituciones —tanto las de la Iglesia como las de cualquier sociedad que busque rectamente el bien común— no son sin más una forma impuesta desde fuera, sino una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal y de la profundidad de la persona humana. En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el "matrimonio a prueba", hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera: así su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo —por decirlo así— fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona (Benedicto XVI, Discurso en la apertura de la asamblea eclesial de la diócesis de Roma, 6-VI-2005).
Como ciudadanos y cristianos responsables, hemos de hacer todo lo posible para defender y promover los valores irrenunciables en este campo fundamental para la vida de la Iglesia y —no lo olvidemos— de la sociedad civil. Se nos presenta como una de las tareas más urgentes de la nueva evangelización. La obligación de difundir la recta doctrina sobre el matrimonio y la familia afecta a la responsabilidad de todos. Las fiestas de estos días nos lo ponen gráficamente ante los ojos y nos impulsan a no adormecernos, a despertar a muchas otras personas del sueño malo que a veces les acomete.
"La obligación de difundir la recta doctrina sobre el matrimonio y la familia afecta a la responsabilidad de todos".
No quiero terminar sin una mención especial de las familias numerosas, a las que nuestro Padre tenía tanto aprecio. Como fruto de su larga experiencia, solía comentar: he visto bastantes matrimonios que, cuando el Señor no les da más que un hijo, tienen también la generosidad de dárselo a Dios. Pero no son muchos los que lo hacen así. En las familias numerosas es más fácil comprender la grandeza de la vocación divina y, entre sus hijos, los hay para todos los estados. Pero he comprobado también con acción de gracias al Señor —y no pocas veces—, que otros, a quienes el Señor no les da familia —siendo matrimonios ejemplares—, saben aceptar con alegría la voluntad santa de Dios y dedicar más tiempo a la caridad con el prójimo (San Josemaría, Apuntes de la predicación publicados en Obras X-63, pp. 20-21).
Igual que nuestro Padre, todo mi afecto —como el vuestro— se dirige también a los matrimonios a los que el Señor no concede hijos. He visto muchas veces cumplirse a la letra lo que afirmaba nuestro Fundador: que esas familias no sólo pueden santificar lo mismo su hogar, sino que además disponen de más tiempo para dedicarse a los hijos de los otros, y son ya muchos los que lo hacen con una abnegación conmovedora (San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 10-IV-1969), poniendo en práctica una paternidad y una maternidad fecundísimas. Me consuela el pensamiento de que muchos fieles han llegado a la Obra por la acción generosa de estos "padres y madres".
Recientemente, el Papa Benedicto XVI ha afirmado que en el actual contexto social, los núcleos familiares con muchos hijos constituyen un testimonio de fe, de valentía y de optimismo, porque sin hijos no hay futuro. Y añadía: formulo el auspicio de que se promuevan nuevas y adecuadas iniciativas sociales y legislativas para tutelar y sostener a las familias más numerosas, que constituyen una riqueza y una esperanza para todo el país (Benedicto XVI, Palabras al final de la audiencia del 2-XI-2005). Que estas palabras del Santo Padre nos impulsen fuertemente a seguir esforzándonos para que, en todos los lugares, se ayude a fondo a las familias a cumplir su misión —sobrenatural y humana— indispensable para el futuro de la sociedad.
Volvamos a la contemplación del misterio de la Navidad, que de algún modo se reitera cada día porque diariamente viene Jesucristo a nuestros altares y cotidianamente nace y renace en nuestras almas por la gracia. No dejemos de acudir con frecuencia al Belén perenne del Sagrario (San Josemaría, enero de 1939; cit. en Camino. Ed. crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid 2004, 3ª ed., p. 1051), para pedirle luces y aprender de Él.
Como ya os he señalado antes, todos estamos implicados en esta tarea, primero con una oración generosa y, siempre que sea oportuno, con el consejo adecuado. El Señor, que en Caná de Galilea se sirvió de la docilidad de los sirvientes para convertir el agua en vino, también ahora desea servirse de los cristianos, de nosotros, para renovar sus prodigios, de modo que muchas personas crean en Él (Cfr. Jn 2, 6-11).
+ Javier
Roma, 1 de enero de 2006
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